– Gracias a Dios -dijo Rebecca.
– Hay que lavarle con agua fría con regularidad. Usted parece haber tenido alguna experiencia previa como enfermera, señorita.
– ¿Se recuperará del todo, doctor? -preguntó Rebecca con interés.
– El cloroformo y el brandy deberían limpiarle el cuerpo, eso se lo aseguro, señorita. Si tiene suerte.
Osgood seguía sin ser capaz de describir lo que había ocurrido en el fumadero de opio aquella madrugada que había acabado con dos de los adictos muertos y mutilados, ni siquiera cuando tenía la cabeza más clara. Rebecca estaba sentada al escritorio redactando una carta a Fields para ponerle al tanto de las últimas novedades y Datchery medio dormido en el sillón cuando Osgood despertó otra vez.
– ¡Era Herman! -gimió Osgood igual que había hecho cuando le encontró el cazador de las cloacas. Tenía las costillas envueltas en un ancho vendaje que le daba dos vueltas al cuerpo, constriñendo sus movimientos y respiración. Los mordiscos de las ratas de la cloaca se le habían inflamado por toda la cara y el cuello, formando gigantescos habones enrojecidos.
– ¿Está totalmente seguro de que era él, señor Osgood? -preguntó Rebecca acercándose a un lado de su cama.
Osgood se asió la frente con las dos manos.
– No, no estoy nada seguro, señorita Sand. ¡Después de todo, sabemos que no puede haber sobrevivido al océano! ¿Y quién le habría impedido hacerme algo peor si estaba allí para acabar conmigo? Debió de ser una visión provocada por el opio, como las serpientes y las voces. Había caído bajo su influjo.
– Averiguaremos lo que ha ocurrido, ¡eso se lo prometo! -exclamó Datchery-. Querido Ripley, querida señorita Sand, ¡se lo prometo a los dos sin sombra de duda! -tomó una de las manos de Osgood e intentó hacer lo mismo con Rebecca, pero ella se retiró desconfiada-. Dicen que te vas a poner fuerte como un toro en breve, viejo amigo. ¡Sólo dime que vas a vivir un día más y me pondré a dar brincos de alegría!
A pesar de que seguía teniendo la cabeza vendada, las lesiones de Datchery habían sido mucho más superficiales que las de Osgood. No había visto nada de lo que había ocurrido después de que le atacaran, y antes de que le dejaran sin conocimiento no se había percatado de la presencia de Herman. Como a Osgood, alguien le había arrastrado inconsciente hasta la calle. Rebecca no quería tener nada que ver con el hombre que era, responsable de haber llevado a Osgood a un lugar tan despreciable, y eso ya había provocado antes varias discusiones que se habían convertido en penosos recuerdos.
Datchery dijo:
– Señorita Rebecca, quiero ayudarles. Y usted sabe que puedo hacerlo. Permita que esa idea madure en su cabeza.
– Creo que ya nos ha ayudado suficiente -dijo ella-. Y si tiene usted la amabilidad, puede referirse a mi patrono como señor Osgood.
Datchery se mordió el labio con frustración. Luego se volvió hacia el paciente que yacía en la cama y de nuevo a Rebecca.
– Quizá deba decir algunas cosas que pueden ayudar a que usted confíe en mí, como tan rápidamente ha aprendido a hacer su patrono.
– Ah, el señor Datchery, ¿verdad? -era el doctor Steele que entraba en la habitación-. ¿Puedo hablar con usted en privado?
Datchery contempló el pálido rostro de Osgood sobre las sábanas, asintió y salió de la habitación. Para gran alivio de Rebecca, el visitante no regresó en toda la tarde.
La siguiente vez que despertó Osgood preguntó por el traje de chaqueta que llevaba la noche de la agresión y que ahora estaba colgado en el armario. Rebuscó en los bolsillos y extrajo el panfleto verde que había recuperado del mugriento suelo.
– ¡Edwin Drood! Mire.
Allí estaba. La portada era un mosaico de escenas ilustradas de la novela de Dickens. El panfleto era en realidad la quinta entrega publicada de El misterio de Edwin Drood . El doctor Steele, que volvía en ese momento para hacerle otra revisión, se acercó a la cama al ver que Osgood se había movido. Aquel doctor, un hombre enjuto y concienzudo, se había convertido en un tirano de los cuidados con Osgood. Ordenó que la luz sólo entrara por la ventana filtrada por las contraventanas y a breves intervalos.
– Le he pedido al señor Datchery que deje en paz al señor Osgood -le explicó el médico a Rebecca-. Parece que no hace otra cosa que alterarle, se lo aseguro.
– Eso creo yo -dijo Rebecca con firmeza.
Luego, el médico desaconsejó a Osgood la lectura del panfleto, que, al parecer, también le alteraba. Rebecca consintió en retirarle el cuadernillo al paciente, pero se quedó reflexionando sobre la extraña coincidencia que suponía la presencia de ese objeto en aquel lugar. ¿Las desventuras de Osgood en los bajos fondos se habían debido realmente a los peligros habituales de la zona o tenían alguna conexión con la misión que les había llevado a Inglaterra? Abrió el folleto y observó que las páginas parecían haber sido leídas, quizá muchas veces. Guardó la entrega en un cajón.
– No lo entiendo -suspiró Osgood mientras el médico le retiraba la ropa y colocaba nuevas vendas-. No entiendo cómo pueden haber tenido un efecto semejante en mí los opiáceos que respiré.
– Ah, tiene usted mucha razón -dijo el doctor Steele de manera concluyente-. Por sí solos, los vapores no pueden hacer tanto daño. Espero que la dama presente no se sienta excesivamente violenta -dijo con cautela, y esperó a que ella se diera la vuelta. Cuando vio que no lo hacía, levantó la manga de franela de Osgood y reveló lo que había encontrado en su reconocimiento.
– No comprendo -protestó Rebecca.
– Mire ahí -dijo el doctor Steele-. Una sola marca de pinchazo en el brazo del señor Osgood… de una aguja hipodérmica. ¿Lo ve?
El médico continuó hablando con un interés distante.
– Alguien introdujo en su organismo una dosis masiva del narcótico, señor. Ésa es la razón de que haya necesitado tanto tiempo para expulsarla de su cuerpo.
Rebecca notó que estaba temblando. Osgood se sentó erguido en la cama. Ambos se sorprendieron mutuamente en un momento de conmoción sin reservas. Habían viajado al otro extremo del mundo en parte intentando dejar atrás la tragedia de Daniel y ahora se encontraban con la misma inyección venenosa marcada en la piel de Osgood como la había sufrido Daniel. Todo parecía converger en una única línea de acción siniestra, aunque por qué y dónde había comenzado todo aquello era en aquel momento más misterioso que nunca.
Rebecca sabía que si el doctor Steele consideraba que cualquier conversación era demasiado inquietante para el paciente, intervendría para detenerla. Así que esperó, aparentando con toda su habilidad que la marca del pinchazo era la visión menos interesante que había presenciado en su vida. El médico no tardó en pasar a la habitación contigua para dar instrucciones muy prolijas a un recadero a fin de que obtuviera más ampollas de medicina en la farmacia del pueblo.
– Señor Osgood, ¿es lo mismo que vio usted en… en el cuerpo de Daniel? -preguntó Rebecca hablando en el susurro más tranquilo que logró producir para que el médico no les escuchara desde el otro lado de la puerta-. No debe ocultarme nada. Lo es, ¿verdad?
– Sí -susurró Osgood a su vez.
– ¿Qué puede significar?
– Nos hemos enfrentado al mismo adversario que la mañana en que murió Daniel.
– Pero ¿quién?
– No lo sé -luego Osgood susurró medio desconsolado y medio triunfante-: No fue Daniel quien se inyectó el opio a sí mismo. Ahora lo sabemos con certeza. ¡Fue envenenado, señorita Sand, exactamente igual que lo he sido yo!
– ¿Cree usted eso?
– ¡Tiene que ser así! ¡Ni siquiera el propio Dickens sería capaz de atribuir este descubrimiento a la coincidencia! Esto cambia las cosas por completo. Debemos buscar una visión más clara de todo el asunto: de Daniel, de los fumadores de opio, de Drood . Señorita Sand -añadió con una inesperada urgencia-. ¡Señorita Sand, traiga papel!
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