Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Holmes asintió.

– Estar en un lugar tan siniestro le produce a uno la sensación de que le corre por la espalda agua fría y caliente alternativamente.

Aquí mismo, ocultos a la vista de ojos ajenos, lo impensable… -dijo Holmes.

El doctor Holmes, poeta y profesor de la facultad de Medicina, degustaba la oportunidad de convertirse en narrador. Fue en el laboratorio subterráneo, contó Holmes, donde se cometió el crimen un gélido día de noviembre. Aquella tarde de 1849 George Parkman, un hombre alto y delgaducho, entró en las dependencias de la facultad de Medicina para visitar a John Webster, profesor de química y colega de Holmes. Aquélla fue la última vez que se vio a Parkman vivo.

El bedel de la facultad, Littlefield, se hallaba presente cuando Parkman entró en el edificio. Littlefield había oído cómo Parkman le susurraba severamente a Webster «Pues algo hay que hacer», como si hubiera habido algún tipo de discusión entre los dos hombres. Littlefield subió al laboratorio del doctor Holmes para ayudarle a limpiar después de una clase y no volvió a pensar en Parkman el resto de la tarde.

– Al cabo de varios días sin saber nada de él, la familia de Parkman estaba preocupada, como podrá usted imaginar, mi querido Dickens. Cuando se supo que éste había sido el último sitio donde se le había visto, el bedel Littlefield, un desconocido para la mayor parte de nuestra sociedad, se convirtió en objetivo de muchas miradas suspicaces, ¡incluida la mía!

Era un tranquilo miércoles, la semana de Acción de Gracias, cuando Littlefield descubrió que Webster estaba en su laboratorio con las puertas cerradas. El bedel, decidido a defender su buen nombre, tenía sus propias sospechas y se dedicó a espiar por la cerradura mientras el profesor iba de un lado a otro en frenética actividad. Cuando Littlefield pasó la mano por el muro de ladrillo casi soltó un grito. Estaba ardiendo.

El bedel esperó a que Webster se marchara esa noche. Luego hizo un agujero desde el sótano hasta la cámara en la que se encontraban Holmes y Dickens en aquel preciso instante. Cuando Littlefield se coló en la cámara, lo vio. Un cuerpo humano, o parte de él, colgado de un gancho. Horas más tarde la policía continuaba la búsqueda y encontraba en el horno los huesos calcinados de un cuerpo descuartizado.

– Desde entonces, nadie de la facultad ha vuelto a utilizar este laboratorio, a pesar de que estamos desesperadamente faltos de espacio y han pasado ya quince años o más desde que el cuerpo fue incinerado. Ya ve usted que la superstición cala hondo incluso entre los hombres de ciencia… No, especialmente entre los hombres de ciencia.

Dickens escuchó la historia del doctor atentamente.

– Y sin embargo, si hay un lugar en todo Boston que tiene toda la impunidad para estar repleto de huesos, ése es la facultad de Medicina -comentó.

– ¡Eso alegó el abogado de la defensa! Aquí hay huesos y cuerpos por todas partes. Pero fueron los dientes postizos -dijo Holmes-. Eso fue lo que traicionó al pobre Webster. El dentista que se los había hecho a Parkman dijo que sería capaz de reconocerlos en cualquier parte. La mandíbula rota con los dientes postizos que se encontró en este horno dio el testimonio más irrefutable que se haya visto nunca en un tribunal.

– Constantemente se desenmascara a los criminales más listos gracias a algún pequeño defecto en sus cálculos -señaló Dickens.

– Pobre Webster. ¡Ver a un hombre inmediatamente antes de que le ahorquen es como ver un fantasma!

– Sin duda, sin duda -reflexionó Dickens-. Con frecuencia he pensado en lo restringida que debe de verse la conversación con un hombre que van a colgar en media hora. Si está lloviendo, no podrías decir: «¡Mañana tendremos buen tiempo!», porque no significaría nada para él. Por mi parte, ¡creo que limitaría mis comentarios a los tiempos de Julio César y el rey Alfredo!

Dickens tuvo un acceso de tos mientras los dos hombres reían y se arrebujó más estrechamente en su deteriorado abrigo. Tras meses de asaltos de sus admiradores americanos que se llevaban recuerdos arrancados de su prenda de piel, tenía el aspecto de un pobre animal tiñoso.

– ¡Bueno, señor Dickens, ya es suficiente! -dijo amablemente el doctor Holmes. Desde que el autor había pisado tierra americana, los rumores de sus enfermedades habían corrido y su debilidad era para él un asunto privado. Resultaba evidente que Dickens se encontraba más débil en cada lectura que ofrecía y cojeaba cada día más-. Sí, ¡sin lugar a dudas! -exclamó Holmes-. Fields se enojará conmigo si no le restituyo a sus reconfortantes cuidados para que descanse hasta su próxima lectura.

– Casi se puede oler -murmuró Dickens.

– ¿Cómo dice, mi querido Dickens?

– La carne quemada en el aire. Quedémonos sólo unos instantes más.

24

A medida que la órbita de la gira se alejaba más de Nueva York y Boston, y llegaba a Filadelfia, Baltimore, Washington, Hartford y Providence, George Dolby y sus sufridos agentes de ventas viajaban con frecuencia por delante del resto del equipo para organizar las ventas y allanar el camino. En todo ese tiempo, Tom nunca protestó contra las restricciones impuestas a sus deberes. Estaba más preocupado por el hecho de que se hubiera permitido que Louisa Parr Barton se fuera sin hacerle un interrogatorio o un concienzudo registro de su bolso. Por lo menos, que Dickens viajara a ciudades más pequeñas se lo pondría más difícil a la mujer íncubo, ya que parecía una criatura de ciudad. Mientras realizaba sus tareas, acarrear los equipajes entre las estaciones de ferrocarril y los hoteles, Tom mantenía los ojos muy abiertos, que era más de lo que estaban haciendo todos los otros. Su padre le había enseñado en Ross que lo importante no eran las tareas que a uno le han encomendado, sino cómo las cumplía.

En Syracuse su alojamiento era un lugar sombrío que parecía haber sido construido el día anterior, como pasaba con toda la ciudad, y para desayunar les sirvieron algo que tenía el aspecto de un cerdo viejo. Henry Scott se sentó en el salón y rompió a llorar mientras George intentaba reclutar un batallón de emergencia para limpiar el pasillo del piso en el que se alojaba.

Entre Rochester y Albany, el país entero parecía estar bajo el agua a causa de la furiosa tormenta que había arrastrado la nieve y el hielo de la noche a la mañana. Tuvieron que quedarse toda la noche en una región desolada que llevaba el nombre de Utica. Hasta los postes de telégrafo se habían derrumbado y flotaban como mástiles de un barco naufragado, imposibilitando por completo cualquier clase de comunicación con el teatro de la siguiente lectura.

Cuando se encontraron a una distancia prudencial de Albany, recorrieron la extensión inundada que les separaba de su hotel a bordo de un barco de palas. Puentes rotos y vallas se cruzaban en su camino junto a bloques de hielo. Entretanto el bote navegaba contra la corriente, Tom se preocupaba por Dickens. Durante su viaje a través de los Estados Unidos Tom había presenciado en múltiples ocasiones la repetición de los repentinos ataques de pánico de Dickens mientras se encontraban en el vagón de un tren o en un ferry, o en algo que el escritor no tenía la capacidad de detener en caso de emergencia. Con la costumbre, los ataques ya no les sobresaltaban, pero seguían creando una angustiosa imagen de terror interno. No era raro que Dickens le dijera «Más despacio, por favor» al conductor del carruaje una y otra vez hasta que se desplazaban a la velocidad de un paseo a pie.

Flotando sobre la aparentemente interminable extensión de agua, Dickens sacó su reloj cronómetro para ver si eran capaces de mantener el horario previsto. Era posible que el público con entrada no pudiera llegar al teatro, pero para Dickens eso no era lo importante; para él, la puntualidad era una cuestión de principios y de autodominio. Sacudió el reloj.

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