Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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La cuadrilla hizo todo lo que pudo por distraer a Dickens durante aquel período de calma. Dolby y Osgood se desafiaron a una competición de marcha ideada por Dickens, lo que también le dio una excusa válida para ofrecer una gran cena.

– ¡Ese Osgood! -le comentaba Dolby a Henry, que le ayudaba a prepararse para la competición probándole unos calcetines sin costuras-. Apenas pesa sesenta y siete kilos y, ¡maldita sea mi suerte!, me atrevería a asegurar que se mueve más rápido que yo con cualquier tiempo, incluso con nieve y hielo. Con esa sonrisa reumática todo el rato. Fíjate en lo que te digo, es más rápido y más fuerte de lo que parece…, corriendo y en cualquier otra cosa. Maldito sea ese Johnson por su moción de censura.

Pronto Dolby y Osgood salieron de la ciudad para abordar los cambios de programa. Tom y Henry Scott se quedaron en el hotel Parker House con Dickens. Comparados con el resto del tiempo que habían pasado en América, aquellos días en el Parker sin lecturas les parecían ridículamente lentos. El clima y su salud retenían al novelista en sus habitaciones casi todo el tiempo. Se encontraba debilitado por los estornudos y la tos y, sobre todo, por la nostalgia de Gadshill.

Cuando no estaba sentado a su mesa, escribiendo, Dickens hablaba con cualquiera que tuviera al lado, camarero, empleado o huésped del hotel. Tom estaba encargado de llevar a la habitación de Dickens los últimos informes telegráficos que enviaran Dolby y Osgood. En una ocasión Dickens recibió una carta de casa que le sumió en un estado de melancolía. Cuando Tom entró para llevarse el correo antes de la última recogida del día, Dickens seguía con la mirada- fija en la carta.

– ¡John Thompson, no puede ser! -exclamó Dickens.

– ¿Jefe?

– Thompson es uno de mis hombres de Gadshill. La policía ha descubierto que me estaba robando dinero de la caja del despacho. ¡Al cabo de todos estos años! Caramba, si hasta le confiaba mis niños… Me refiero a mis manuscritos, él los llevaba de acá para allá. ¡Sólo Dios sabe qué voy a hacer con ese miserable, o por él!

– Lo siento mucho, Jefe.

– Dígame -inquirió el Jefe-, mi querido Branagan, ¿lee usted mis libros?

Tom se quedó sorprendido. Por lo general, Dickens hablaba cerca de él, pero no a él directamente. También recordó las palabras de Dolby sobre su misión de mantener contento a Dickens.

Dickens rió ante su titubeo.

– ¡Oh, puede usted decir la verdad, señor Branagan! Un puñetero admirador de Dickens más y el peso no me permitirá moverme. Nada aterroriza más a un escritor que hablar por primera vez con su lector.

– No suelo leer novelas muy a menudo, señor.

– ¿Señor? Sólo quiero que me llamen «señor» los desconocidos y, a decir verdad, prefiero que los desconocidos no me llamen nada de nada. ¿Sabe por qué me llaman Jefe?

– No.

– Dolby no se sentía cómodo llamándome Charles o Dickens. Bueno, al menos había conseguido convencerle de que me llamara Boz… -Dickens siguió la historia contando cómo una tarde, durante una gira de lecturas en Chester, Dolby entró en la habitación y se encontró a Dickens sentado delante del fuego con un fez turco y una gruesa bufanda alrededor del cuello porque el aire frío se colaba en sus dependencias del hotel Queen's.

«¿Cómo se encuentra?», le había preguntado Dolby preocupado.

A esto, Dickens había gruñido: «Como algo rico de comer guardado en una despensa fría. ¿Qué le parezco?».

«Un viejo jefe -había contestado Dolby-, pero sin pipa».

– De ahí viene. Respeto a Dolby más de lo que puedo expresar con palabras, porque superó el mismo defecto del habla que mi chico de India (o sea, mi tercer hijo, Frank, que ahora se encuentra en Bengala con la policía) sufrió de pequeño por una severa ansia de aplicación. Bueno, ¿así que nada de novelas, dice usted?

Tom había olvidado ya el tema original.

– Las novelas y los cuentos fingen.

– ¿Que mienten, es lo que quiere decir?

– Sí -respondió Tom-. Fingen ser lo que no son.

– Es cierto que los libros mienten, señor Branagan. Sin duda. Pero la cosa no acaba ahí. Las novelas están llenas de mentiras, pero ocultas entre ellas hay todavía más verdades; sin lo que usted califica de mentiras las páginas serían demasiado frágiles para la verdad, ¿comprende? El escritor del libro siempre se incluye en él, su auténtico ser, pero hay que tener mucho cuidado de no confundirle con el vecino de al lado.

– Pero no deja de ser sólo imaginación, ¿no es cierto?

– Déjeme que le enseñe una cosa. Supongamos que esta copa de vino que hay encima de la mesa es un personaje -Tom aceptó la suposición con un cabeceo-. Bien. Ahora, imagine que es un hombre, incúlquele ciertas cualidades y pronto una fina y sutil red de pensamientos se crea y crece a su alrededor hasta que asume forma y belleza y se impregna profundamente de vida. A partir de ahí, la escritura fluye sola hasta que esa palabra en mayúsculas, escrita por fin con pena, me mira fijamente: FIN. Pero si no ataco mientras el hierro está todavía bien caliente (y con el hierro me refiero a mí mismo), me vuelvo a perder.

Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo, pero le dijo a Dickens que sabía a lo que se refería.

– ¿Ah, sí? -preguntó Dickens-. Ha sido un cambio de postura muy rápido, Branagan. Creo que es usted un hombre de buen criterio. La próxima vez prefiero que sea sincero conmigo. Lo preferiré siempre, por mucho que el apreciado Dolby le diga otra cosa.

Tomando al pie de la letra la orden de Dickens de ser sincero, los pensamientos de Tom volvieron a lo que le preocupaba de verdad desde que se habían cancelado las lecturas. Si, como Tom sospechaba, la señora Barton había asistido a todas las lecturas de Dickens en Boston, debía de estar decepcionada, y mucho, por las cancelaciones. Se habría sentido insultada personalmente. Cualquier otra persona del país habría estado demasiado desazonada por la moción de censura contra el presidente para darse cuenta, pero ella no; tal vez ella ni siquiera supiera que existía la moción.

Aquella noche, a Tom le despertaron los habituales camiones de bomberos que alborotaban en la calle. Estaba soñando cuando los ruidos interrumpieron su descanso.

Sacudió la cabeza al tiempo que se sentaba en la cama con sus viejos calzones de franela dados de sí. El sueño había sido muy raro. El escenario era un terrible accidente de tren como el de Staplehurst en el que casi había perdido la vida Dickens. Sólo que, en aquella visión, Tom se encontraba en el lugar del novelista y descendía de farallón en farallón de las rocas hasta el ensangrentado barranco donde gritaba la gente. También ovejas y vacas pasaban ante su cara mientras intentaba arrastrar a las víctimas hacia la ribera del río, pero todos, humanos y animales, estaban ya muertos. Sobre ellos, el primer vagón del tren colgaba sobre el puente roto, esparciendo páginas de todos los libros de Dickens sobre el río.

Tom pensó en el aterrador sueño mientras se salpicaba la cara con agua del lavamanos y se frotaba los ojos. Sintió en su rostro las yemas de los dedos entumecidas y en carne viva. En ese momento tuvo una apremiante premonición. Puesto que al día siguiente salían de Boston, si Louisa Barton iba a actuar lo haría esa noche. Si no se encontraba ya en el Parker House, pronto se presentaría. Tom sabía que era así.

Tal vez estuviera envalentonado por el hecho de que ni Dolby ni Osgood se encontraban allí para reprenderle. Tom se vistió a toda prisa y recorrió el pasillo hasta la habitación de Dickens, donde un camarero del hotel hacía guardia junto a la puerta.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó el camarero, saliendo con un sobresalto de un sueño superficial. Se quitó la mano de Tom del hombro-. Esta noche estoy hecho polvo, chaval.

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