Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– He ahí a un hombre que tendrán que matar si quieren quitárselo de en medio -le comentó Dickens a Dolby más tarde.

Dolby abandonó pronto Washington para dirigirse a Providence a organizar la venta de entradas, mientras los demás se iban a Baltimore antes de regresar a Filadelfia. Durante uno de los trayectos más largos en tren, con todo el grupo agotado, Dickens se despertó de un profundo y agitado sueño.

– ¿Por qué sonríes, muchacho? -le preguntó a Tom, que estaba sentado frente a él.

– Se ha quedado dormido -dijo Tom sin perder su amable sonrisa.

Dickens lo pensó un momento.

– ¡Sí, señor! Y supongo que me vas a decir que tú no has cerrado los ojos.

En Baltimore, seguramente instigado por las duras palabras que había pronunciado en el tren a Filadelfia, Dickens localizó a Maria Clemm, la suegra de Edgar Allan Poe, que vivía de la caridad del estado.

– Él murió en este mismo edificio -le dijo la anciana cuando la llevaron al patio de la Casa de Misericordia donde el escritor la esperaba acompañado de Tom-. Entonces era un hospital. ¿Era usted amigo de Eddie? ¿Sabe usted lo que pasó? -preguntó con aire ausente. El celador ya le había explicado quién era, pero ella lo había olvidado.

– Soy un hermano escritor. Todo autor, mi querida señora Clemm, todo poeta y todo editor han sabido de su desesperación -dijo Dickens con mucha delicadeza. Le suplicó que aceptara 150 dólares para sus cuidados.

Dolby volvió a reunirse con el resto del grupo en Filadelfia la noche de la última lectura en esta ciudad. El representante había dejado de dirigir intencionadas miradas de furia a Tom por la debacle de Nochebuena; a cambio, simplemente le ignoraba. En ese momento Dolby ya tenía bastantes preocupaciones. El anuncio de prensa que notificaba la lectura de Hartford decía equivocadamente que el acto duraría dos minutos y que los asistentes debían llegar por lo menos diez horas antes a ocupar sus localidades.

Dickens se limitó a reír, pero le sorprendió ver a Dolby tan furioso por el anuncio.

– Mi querido Dolby -dijo Dickens ofreciéndole una silla con un gesto-. Hoy parece encontrarse fuera de sus casillas. No se tome demasiado en serio a la prensa. Caramba, si dependiendo de qué periódico se lea mis ojos son azules, rojos y grises, y al día siguiente se asegura que soy francmasón. Fíjese que yo solía sufrir intensamente al leer las críticas sobre mis libros, antes de hacer un solemne pacto conmigo mismo de no volver a leerlas, simplemente, y nunca he roto esa norma. Sin lugar a dudas, soy mucho más feliz desde entonces, y desde luego no he perdido sabiduría.

El representante sacudió la cabeza sombríamente y tomó asiento.

– Los periódicos pueden hacer conmigo lo que quieran, Jefe. ¡Que me llamen cabeza de chorlito y todo lo demás! No quería preocuparle, pero recibí la visita de un recaudador de impuestos que nos reclama el cinco por ciento de todo lo recaudado en América.

– ¡El cinco por ciento! -exclamó Dickens-. ¿Puede hacer eso?

– ¡No! Pero amenaza con confiscar las entradas y todas nuestras propiedades y encerrarnos en prisión si intentamos salir del país. He escrito algunas cartas a abogados de Nueva York, pero están tardando mucho en responder.

– ¡Lo que hay que oír! -Dickens intentó mantener el espíritu en alto-. Bueno, hicimos amigos en Washington, ¿no?

– ¡Prácticamente la totalidad de la clase política asistió a sus lecturas!

– Apostaría a que estarán encantados de utilizar su influencia para librarnos de esta monserga, ¿no le parece? Viaje usted otra vez allí.

Como le había sido ordenado, Do1by volvió a Washington durante un día. Cenó con el delegado de la Agencia Tributaria del Gobierno Federal, quien confirmó que las lecturas de Dickens se consideraban ocasionales y, como tal, exentas.

– Siempre tendremos recaudadores sin escrúpulos, algún elemento perturbador aquí y allá por el departamento -le dijo el delegado a Do1by en tono de disculpa mientras escribía una carta en la mesa-. Caramba, si hasta el Congreso tuvo que investigar la tendencia de algunos de nuestros hombres a hacer…, en fin, proposiciones poco caballerosas a las nuevas auxiliares femeninas del Tesoro. Llévese esta carta mía, señor Dolby. Ella debería acabar con el abuso. Verá, muchos de los recaudadores de los estados del este son irlandeses y sufren de una gran anglofobia. Tenemos la esperanza de aclararles las cosas con visitas como la suya de nuestros primos ingleses.

Do1by regresó inmediatamente a Boston para asistir a la cena del sábado que habían organizado en honor de Dickens y él los Fields, donde se sintieron como si hubieran vuelto a casa en comparación con sus recientes vidas errantes.

Antes de la comida dieron un largo paseo por Boston. El afable señor Osgood les fue enseñando lugares de interés. Estaban construyendo mucho. El edificio Sears, que en aquel momento era un amasijo de pilares de piedra, polvo y andamios, se decía que iba a ser un gran palacio de oficinas y tiendas con siete pisos de altura.

– Allí -dijo Osgood señalándolo- se instalará el primer ascensor de vapor de Boston cuando se termine el edificio. Fíjense, dicen que aquí es donde irá.

En el centro de cada planta del edificio en construcción se había dejado un hueco y en el fondo del todo se veía un cuarto de máquinas con una bomba de vapor conectada a una serie de tuberías que se extendían hasta lo más alto del edificio. Junto a éste, tumbada sobre un costado, había una cabina de ascensor profusamente decorada, como un pequeño salón.

– Dicen que dentro de poco -comentó Osgood- nadie usará las escaleras y preservaremos las vidas de las cincuenta personas que mueren al año al caer por los huecos. Sólo me pregunto si en Boston no estarán cambiando las cosas demasiado deprisa para comprenderlas. Nos moveremos todos arriba y abajo gracias al vapor.

– Cualquier político con eso en su programa tiene asegurado mi voto -dijo Dolby, que era abiertamente contrario a caminar tanto como le exigían Boston y Dickens.

A la cena que aquella noche ofrecieron los Fields se sumó también Ralph Waldo Emerson, que había venido desde Concord. Al contrario que la mayoría de los representantes literarios de Cambridge (Longfellow, Lowell, Holmes), Emerson sólo parecía estar ligeramente interesado en Dickens como hombre y menos todavía en Dickens como escritor. Sin embargo, el sabio de Concord no pudo contener la risa ante la interpretación de Dickens de una antigua balada irlandesa ( Chrush ke lan ne chouskin! ) con la que el escritor deleitó al grupo mientras tomaban el ponche que Dickens había preparado para el grupo; la risa de Emerson, en contra de su filosofía, parecía dolerle.

Hubo otras cuantas caras sombrías en la cena que, como una fuerza imperceptible, extendieron un nubarrón oscuro sobre la frivolidad. Esas caras pertenecían a políticos de alto nivel de Massachussets que insistían en que, tras la irreflexiva destitución del secretario de Guerra por parte del presidente Johnson, la moción de censura era poco menos que inevitable. Los líderes del Congreso se pasaron la noche haciendo reuniones secretas. El caos flotaba en el aire.

25

La crisis política nacional que se presagiaba en la cena llegó aquel mismo lunes: se presentó una moción de censura contra Andrew Johnson por crímenes y faltas graves derivados de su desafío al Congreso durante la reconstrucción de la Unión, y el público entró en un estado de exaltación. Aquel día las colas de las taquillas estuvieron escasamente pobladas, ¡incluso habían desaparecido la mayoría de los revendedores! Observando la dispersión del público y considerando el estado de salud de Dickens, Dolby canceló la siguiente tanda de lecturas de Boston.

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