Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Pero al observarlo más de cerca descubrió que el hombre postrado no estaba muerto. Incluso respiraba.

– Venga, vamos, compadre, ¿cómo ha llegado usted hasta aquí? -dijo Steve tirando al hombre del brazo-. ¡Fuera de aquí, bestias! -exclamó. Unas ratas inmensas se aferraban a los brazos, las piernas y la cabeza del hombre chillando a un volumen ensordecedor-. ¡Fuera! -Steve utilizó la vara para espantar a las ratas y echar a las que intentaban subirse encima de su descubrimiento. Sacó una bolsita y le metió en la boca unos polvos.

– Tómese estas sales Epsom… Tome un poco de esto. Le bajará la sangre de la cabeza.

Por fin, el hombre se levantó palpándose las partes doloridas y, tras dar unos pasos inseguros, volvió a caer en la inmundicia.

– ¡Rebecca! ¡Díganselo! -gritó.

– ¿Qué quiere decir? ¿A qué viene este sinsentido? -replicó Steve.

– ¡Deténganle! ¡Le he visto! ¡Tienen que…!

– ¿A quién? ¿A quién ha visto, jefe?

– Herman -rugió Osgood-. ¡Ha sido Herman!

CUARTA ENTREGA

23

Boston, 24 de diciembre de 1867

De nuevo en el hotel Parker House, en el salón de la habitación de George Dolby, Tom Branagan se encontraba en estado de postración. Dolby le había sentado en una desgastada silla de roble de cara a la chimenea, que estaba enmarcada en calcetines de Navidad y muérdago; era un castigo cruel verse obligado a contemplar cómo caían las cenizas del hogar una a una cuando había tanto que hacer. Tom tenía el pensamiento fijo en la mujer que había provocado todo aquello. Le ardían las entrañas, no tanto de rabia como de deseo de conocer la verdad. De repente, todos los detalles de ella que era capaz de recordar cobraban importancia. De repente, el año nuevo entrante le parecía premonitorio.

Dolby paseaba de un lado a otro de la habitación y James Osgood, allí presente para personificar debidamente la indignación de la firma editorial que patrocinaba la gira, se sentaba en diagonal a Tom. Los regalos de Navidad que los admiradores dejaban en el hotel para Dickens, y que no cabían en las habitaciones del novelista, estaban amontonados descuidadamente bajo los muebles.

La atención de Tom regresó al presente. Dolby estaba gritando:

– No sé qué decir. ¿Acaso no…?, recuérdemelo, por favor, puede que me esté fallando la memoria, ¿acaso no le di instrucciones precisas de que se olvidara de ese juego del escondite con la intrusa del hotel después del incidente? No tengo mas remedio que deducir que cometí un error al confiar en usted, muchacho, empujado por mi fidelidad a su padre. ¿Es esto un despliegue de su excitabilidad celta?

– Señor Dolby, por favor, comprenda que… -intentó interrumpir Tom.

– Tiene usted suerte de que el señor Fields posea tanta influencia política como tiene y haya elegido utilizarla en su favor, señor Branagan -intervino Osgood.

Dolby siguió enumerando las ofensas:

– Acosa a una dama, a una elegante dama de sangre azul, en el teatro, arma un escándalo y le roba el protagonismo al gran éxito del señor Dickens. Y por si todo eso no fuera bastante malo, ¡encima en Nochebuena! Bastante tiene que soportar ya el jefe en este momento con la gripe y teniendo que pasar las vacaciones alejado de su familia. ¡Y lo que dirá la prensa cuando se enteren!

– Sus irresponsables actos han estado a punto de dar al traste con toda la gira de lecturas ante la opinión pública, señor Branagan -dijo Osgood-. La futura reputación de nuestra editorial está en juego.

Tom sacudió la cabeza.

– Esa mujer es peligrosa. Lo siento en el corazón y en los huesos. ¡No deberían haberla soltado y tenemos que decir a la policía que la busque!

– Una mujer -gritó Dolby-. ¡Pretende que parezca que Charles Dickens le tiene miedo a una mujer! Esa mujer, por cierto, se llama Louisa Parr Barton, y su marido es un reconocido diplomático y gran erudito de la historia europea. Pertenece a una rama americana de la familia Lockley de Bath.

– ¿Demuestra eso que esté cuerda o tenga buenas intenciones? -preguntó Tom.

– Tiene razón -respondió Osgood-. Entienda, señor Branagan, que la señora Barton es conocida por sus excentricidades y no es bien recibida en muchas casas de la alta sociedad de Boston y Nueva York debido a su extraño comportamiento. Algunos dicen que el señor Barton se casó principalmente por emparentar con el apellido familiar y que ella nunca ha logrado dominar las labores de la casa ni ser un ama adecuada para con los criados. Otros dicen que Barton se enamoró locamente de ella. Sea cual sea la verdad, él pasa la mayor parte del tiempo viajando. Se rumorea que habría sido nombrado nuestro embajador en Londres de no ser por el comportamiento de su mujer. Desde que le dio una bofetada en la cara al príncipe de Gales cuando le fue presentada, se le ha prohibido que acompañe al señor Barton en sus viajes.

– Por eso puede hacer lo que le da la gana aquí -dijo Tom.

Osgood asintió.

– Con su marido fuera, ella está sola y libre con sus comportamientos extraños y su dinero. Es inofensiva.

– ¡Le pegó a una anciana en el hotel Westminster! -adujo Tom.

– No lo podemos probar. ¿No se da cuenta de que pisa terreno poco firme, Branagan? -respondió Dolby-. ¿Qué le impulsó a usted a hacerlo?

– Tal vez hable más de lo que corresponde a mi posición, pero actué por instinto -respondió Tom.

Dolby volvió a sacudir la cabeza.

– Habla y actúa usted más de lo que corresponde a su posición, Branagan. La policía de Boston no tenía más alternativa que dejarla en libertad.

– ¿Y qué me dice del hecho de que se colara en la habitación del señor Dickens, señor Dolby?

– Bueno, ¿y qué si fue ella? Podríamos darle un cachete, hacer que la policía le ponga una multa, ya que nunca amenazó al jefe ni se llevó ninguna de sus pertenencias. Salvo una almohada del hotel, ¡por lo que el más severo de los jueces ordenaría a esta aristócrata bostoniana que pagara un dólar!

– Creo que podría ser quien se llevó el diario de bolsillo del Jefe -señaló Tom.

– ¿Y qué pruebas tiene usted? -preguntó Dolby esperando una respuesta que no llegó-. Eso creía. Y, además, ¿para qué iba a querer un viejo diario?

– Para enterarse de detalles privados -insistió Tom-. Señor Dolby, sólo estoy pensando en la protección del Jefe.

– ¿Quién le ha pedido que lo haga? -preguntó Dolby.

– Usted me indicó que estuviera a su servicio -respondió Tom.

– Pues bien, lo ha llevado demasiado lejos -dijo Dolby-. Y no va a seguir haciéndolo.

Osgood dio un largo trago de ponche, sacudió la cabeza con tristeza y añadió un comentario con aire pensativo:

– Dice usted que actuó por instinto. Los hombres como el señor Dolby y yo mismo actuamos por lo que es correcto y apropiado, lo que está dentro de las normas. Lo que es más seguro para la gente que pone su confianza en nosotros. Si pudiéramos, señor Branagan, estaríamos tentados de enviarle de vuelta a Inglaterra. Pero eso atraería la atención de los periódicos.

– En lugar de eso -terció Dolby con la voz de un padre severo-, a partir de este momento su labor será estrictamente la de mozo de carga, para lo que fue contratado. Se quedará en el hotel, a no ser que se le indique otra cosa, y realizará las tareas que se le asignen. Cuando regresemos a Ross ya decidiré su futuro. Si no hubiera pagado tres guineas por su librea, ahora mismo le pondría de patitas en la calle.

Tom, desinflado, clavó la mirada en la chimenea de mármol.

– ¿Y el Jefe? ¿Está de acuerdo con esto?

– ¡Preocúpese usted de sus propias circunstancias! El Jefe estará perfectamente a nuestro cargo, muchas gracias, señor Branagan -dijo Dolby desdeñoso.

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