– O sea, que sí está loco -declaró Rebecca levantando las manos-. Supongo que esto lo deja claro. No nos va a servir de gran ayuda para recordar lo que escuchó decir al señor Dickens.
Osgood hizo un gesto ambiguo.
– Señor Osgood -prosiguió ella-, ¿no me acaba usted de explicar durante un cuarto de hora que este pobre granjero se cree que es Dick Datchery, uno de los personajes de la novela inacabada?
Osgood cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿Qué relación puede tener hasta qué punto está completada la novela con su cordura, señorita Sand?
Rebecca observó a su patrón con un aire decididamente práctico, pero su voz, por lo general firme, temblaba de agitación.
– De algún modo, resultaría más razonable creerse un personaje de una novela terminada. Al menos, uno podría saber si su destino final es aciago o grandioso.
Osgood sonrió ante su desazón.
– Señorita Sand, admito que su escepticismo está bien fundado, por supuesto. Este hombre que se llama a sí mismo Dick Datchery ha sufrido algún tipo de trastorno mental, como vimos con nuestros propios ojos en Gadshill. Al parecer, no recuerda nada que pasara antes de empezar con sus sesiones, ni de dónde vino. Pero, sólo piense en ello, ¿y si las sesiones de mesmerismo a las que le sometió Dickens hubieran tenido algún efecto imprevisto en su ya maltrecha constitución, un efecto que pudiera sernos de utilidad? ¿Y si en el proceso de hipnosis Dickens hubiera transferido, mediante una profunda intervención, las habilidades para la investigación desplegadas por el personaje de ficción de Datchery a este hombre? ¡Ese hombre incluso hablaba como Dick Datchery! Fíjese en esto.
Rebecca observó desconfiada cómo Osgood sacaba de la cartera unos libros que dijo había adquirido en Paternoster Row de regreso al hotel. Cada uno de los volúmenes trataba un aspecto del espiritismo o el mesmerismo.
– Este libro habla del fluido de la vida que nos recorre. De la capacidad de ahuyentar el dolor y reparar los nervios a través de las fuerzas magnéticas…
Rebecca, que escuchaba incrédula la terminología de su patrón, dejó de golpe la taza que acababa de llevarse a los labios.
– ¿Qué le pasa, señorita Sand?
– Algunos de esos títulos son los mismos que había en la biblioteca de Gadshill.
– ¡Sí, es cierto!
– Señor Osgood, usted no quiso que examinara esos libros en la biblioteca de Gadshill. Entonces dijo que no creía ni un poquito en esos fenómenos.
– Y no he cambiado de idea. Pero Mamie Dickens y su hermana Katie confirmaron en la abadía lo mucho que Charles Dickens creía en ellos. Mamie incluso declaró que el mesmerismo había dado buen resultado en ella. Si Dickens, intencionada o accidentalmente, transmitió a ese hombre más información sobre la novela, incluso aunque él no lo sepa de manera consciente, ésta podría ser nuestra oportunidad, la mejor oportunidad para marcharnos de Inglaterra con más información que cuando llegamos. La mente de este hombre, por muy perturbada que esté, puede contener en su interior las últimas hebras del hilo argumental de El misterio de Edwin Drood .
– ¿Qué propone usted?
– Tratarle como si fuera Datchery. Dejar que continúe las investigaciones. Quiere que nos veamos esta noche en la abadía. Ha prometido llevarme a un lugar secreto donde dice que encontraremos las respuestas que buscamos.
Rebecca miró con los ojos entornados al paquete que había sobre la mesa.
– Eche un vistazo -dijo Osgood orgulloso-. Eso es lo que compré en la subasta antes de que se lanzaran tras de mí por preguntar dónde estaba la figura.
Ella abrió un lado del papel.
– ¡La fuente de pie de cristal que estaba en la chimenea de Gadshill!
– Quería devolvérsela a la señorita Dickens, he pensado que sería una pequeña muestra de nuestra gratitud a la familia.
El corazón de Rebecca se aceleró ante aquel gesto de cortesía, pero experimentaba sentimientos contradictorios y tenía la boca seca.
– Es -tragó saliva- muy amable por su parte.
– Gracias, señorita Sand. Tengo que prepararme para la excursión. Este tipo de traje sería un fenómeno extraño donde iremos esta noche, según dice Datchery -citó a su nuevo amigo complacido-. Me temo que no he traído nada realmente apropiado. Pero usted ha estado sacudiendo tanto la cabeza que se le están soltando las cintas de la capota.
– ¿Ah, sí? -respondió inocentemente-. Es sólo porque no me gusta no saber adónde va a ir. Con un hombre en un estado mental inestable y potencialmente perturbado como guía en una ciudad que no conoce… ¡Piénselo!
Osgood asintió.
– Había pensado ponerme en contacto con Scotland Yard para pedir escolta policial, pero lo más seguro es que eso espantase al hombre que me tiene que guiar. Soy editor, señorita Sand. Sé lo que eso significa. Significa que, con mucha frecuencia, tengo que encontrar el medio de creer en las personas que creen en otras cosas, cosas a las que a menudo puedo no ser en absoluto proclive. Una historia, una filosofía…, una realidad diferente a la que siempre he conocido o conoceré.
Mientras Osgood se preparaba para su expedición Rebecca permaneció sentada con la mirada fija en las hojas del té como si éstas también estuvieran dotadas de los atributos espirituales o proféticos que su patrón parecía querer encontrar en su nueva amistad. No podía evitar sentirse en cierto modo perdida por esa decisión y por cómo su jefe había llegado a ella.
Osgood regresó con un traje sólo un poco menos formal.
– Me temo que seguiré llamando la atención -dijo sonriendo-. Por cierto, hoy hemos recibido una carta de Fields -prosiguió Osgood cambiando de tema con un relajado tono comercial. Se llevó una mano inquieta a la nuca-. Ya sabe que Houghton y su esbirro Mifflin son como las dos hojas de una tijera. Han sacado una publicación para competir directamente con nuestra revista juvenil y están invirtiendo en ella. Y el Mayor anuncia que los hermanos Harper van a abrir oficinas en Boston, ¡sin duda para intentar ocasionarnos todavía más problemas! Harper no se equivoca. No puedo mantenerme al margen de la realidad del negocio, al menos si quiero continuar con lo que ha construido el señor Fields. Y demostrar que puedo ser un editor del mismo calibre, que puedo descubrir el último Dickens. Señorita Sand, tengo que intentar todo lo que se me ocurra.
– Tiene que hacerlo -dijo ella.
– Pero usted no está de acuerdo -dijo Osgood. Al verla titubear, añadió-: Por favor, señorita Sand, hábleme de esto con entera libertad.
– ¿Por qué me pidió el otro día que le acompañara a Chapman & Hall, señor Osgood?
Él fingió no entenderla.
– Pensé que tal vez tendríamos que copiar documentos, en el caso de que nos hubiera dado alguno. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
– Perdone que se lo diga, pero a mí me dio la impresión de que estaba allí sólo para ser, en fin, femenina.
Osgood parecía estar deseando hablar de otra cosa, pero la resuelta mirada de Rebecca no le iba a permitir cambiar de tema.
– Es cierto -respondió él por fin- que en mi visita anterior a la empresa había notado que no había mujeres empleadas y deduje que el señor Chapman era el tipo de hombre vanidoso que habla con mayor soltura en presencia de una mujer guapa. Usted me dijo que quería ser de utilidad en este viaje a Inglaterra.
El color de las mejillas de Rebecca se encendió indiscretamente ante el inoportuno cumplido.
– No por ser guapa.
– Tiene razón, no debería haber hecho eso con Chapman, al menos sin antes explicarle mis planes a usted. Sin embargo, debo señalar que está usted exageradamente molesta por este asunto.
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