Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Osgood levantó una mano.

– ¿Puja usted, señor? -le preguntó Woods carraspeando nerviosamente.

El ayudante del subastador sostenía en alto un pequeño salero sin interés que hasta entonces no había atraído la menor atención.

– Con un valor de diez chelines, señor -dijo Woods.

– ¿Por cuánto va la puja? -preguntó Osgood en voz alta.

– Nueve chelines, señor.

– Diez guineas -dijo Osgood, y de inmediato subió su propia oferta-: ¡Diez y media!

Un murmullo se elevó del público ante la nada despreciable cantidad por el salero. Aquello parecía sugerir que el resto de los asistentes había pasado por alto su valor y otras pujas se escucharon por toda la sala hasta que Osgood la acabó en dieciocho guineas y media. Los espectadores estallaron en una salva de aclamaciones para celebrar la extravagante compra. Osgood lanzó el sombrero al aire. Esto arrojó al público a un paroxismo de excitación y todos los presentes en la sala se levantaron y aplaudieron. Osgood aprovechó la atención y la confusión para escapar de su captor.

Pero un instante después el hombre estaba detrás de él y la multitud seguía siendo demasiado densa para moverse.

Con una formidable maniobra de evasión, antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Osgood se encaramó en los hombros de dos personas. Al soltarse de ellos, casi cayó sobre la cabeza de su segundo acosador, mientras se aferraba desesperadamente a la recién adquirida fuente de pie. Osgood se colocó el objeto a salvo bajo el brazo y salió corriendo, pero al escapar de la multitud perdió el equilibrio y tropezó justo cuando cruzaba el umbral de la antesala. La fuente salió volando.

– ¡No! -gritó Osgood sin poder hacer otra cosa que esperar el momento en que se hiciera trizas.

Un hombre surgió de las sombras y atrapó la fuente antes de que cayera al suelo.

Osgood respiró aliviado. La fuente había sobrevivido. El hombre que le miraba desde debajo de un sombrero de ala ancha tenía unos ojos inteligentes y resueltos. En el ojal de su solapa lucía una carnosa flor violeta.

– ¡Todavía están detrás de usted! -dijo-. Sígame.

19

El rescatador condujo a Osgood a través de un pasillo de servicio de Christie's hasta el sótano y de allí a la calle. Ambos salieron a un estrecho callejón que les llevó al anonimato de las bulliciosas aglomeraciones de Londres.

– ¿Qué ha hecho usted para resultarles tan incondicionalmente interesante? -preguntó el hombre después de que miraran a su alrededor y comprobaran que no les seguía nadie.

– Sinceramente, no lo sé -respondió Osgood-. Le pregunté al subastador por un objeto que había olvidado, el lote ochenta y cinco. Está aquí, en el catálogo. Me había fijado en él en Gadshill el día que estuvo usted allí… Incluso vi cómo lo embalaban los trabajadores de la subasta al día siguiente -Osgood le entregó el catálogo.

El hombre asintió con la cabeza mientras cruzaban la animada plazoleta de edificios de ladrillo y mortero. Todos los peatones de Londres, hasta los más pobres vendedores de periódicos, llevaban una flor en la solapa, pero ninguno lucía una amapola de opio.

– Si vio usted sacar de la casa esa figura de escayola y está impresa en el catálogo, sabemos que llegó hasta las dependencias de la casa de subastas. Entonces ¿por qué iba a olvidarla? Sólo queda una suposición posible. Que fuera robada en las dependencias de Christie's cuando el catálogo ya estaba impreso y sin tiempo suficiente para corregirlo, o sea, poco antes de la una en punto. Eso explicaría que fueran detrás de usted.

– ¿Quiere decir que creyeron que yo había robado la figura? -exclamó Osgood.

– ¡Poco probable! Pero usted estaba llamando la atención sobre el hecho de su desaparición. Piénselo desde su punto de vista. Si apareciera en los periódicos un robo en la casa Christie's se enterarían todos los mejores marchantes de Londres. También repararían en que había ocurrido en una subasta importante como la de Dickens. ¿Cuántos clientes les abandonarían en favor de las casas de subastas competidoras?

Osgood se quedó pensándolo. Recordó lo que le había dicho el señor Wakefield en el Samaria sobre utilizar Christie's para sus negocios de té y decidió que le escribiría para pedirle que indagara sobre lo que había pasado con la figurita. Por el momento, Osgood se dedicó a estudiar el porte y los modales equilibrados del hombre que de un modo tan irracional se había comportado en el chalet de Gadshill.

– Quería hablar con usted, señor -dijo Osgood cautelosamente.

– Lo sé -respondió su compañero de paseo sin perder el paso.

– ¿Lo sabe?

– Me ha estado buscando en la abadía.

– ¿O sea, que vio que volvíamos allí? ¡Nos ha estado siguiendo! -exclamó Osgood.

– No, no ha hecho falta la menor investigación. Sin embargo, se aprenden muchas cosas con sólo tener los ojos abiertos, amigo mío.

– ¿Como qué? -preguntó Osgood con auténtica curiosidad, pero también como prueba la cordura del hombre.

– En primer lugar, le vi profundamente interesado en mi flor cuando coincidimos en el Rincón de los Poetas.

– La amapola de opio.

Él asintió.

– Luego, otro día, comprobé que alguien se había llevado una de mis flores. Supuse que lo más probable era que hubiera sido la misma persona que con tanta atención la contempló la primera vez: usted.

– Supongo que eso tiene lógica.

– ¿Ha recibido alguna respuesta sobre mí de sus cartas a los expertos en mesmerismo?

– ¿Cómo? -Osgood se quedó boquiabierto-. ¡Pero si he dejado a mi asistente en el hostal escribiendo las cartas de las que hablamos! Le he pedido que se encargara de ello esta misma mañana, pensando que, al faltar el señor Dickens, tal vez hubiera usted buscado dichos servicios en otro lugar. ¿Cómo es posible que lo sepa?

– ¡Ah, no lo sabia! También eso era una simple suposición, lo que es una manera mucho más cómoda de recabar información que conocerla de verdad.

Osgood estaba impresionado.

– ¿Ha ido a ver a otros mesmerizadores?

– El señor Dickens me curó por completo. No lo necesito.

– Señor, le debo mi agradecimiento por lo que podía haber pasado hoy en la casa de subastas. Me llamo James Ripley Osgood.

El hombre se volvió hacia el editor con aire militar. En esta ocasión, su lacio pelo blanco estaba peinado con un cuidado meticuloso, aunque la ropa estaba desaliñada y floja. Sus rasgos curtidos por el sol eran atractivos, grandes y cincelados. A Osgood no le sorprendía que Dickens hubiera aceptado en su casa a aquel granjero; su empeño en ayudar a los trabajadores pobres era tan grande como su empeño en escribir, porque recordaba su propia infancia humilde.

– Creo que ya está usted preparado, Ripley -dijo el hombre con una enigmática sonrisa de dientes torcidos tras adoptar sin dudarlo un apodo para el editor.

– Dijo usted lo mismo en el chalet. Pero ¿preparado para qué?

– Hombre, para descubrir la verdad sobre Edwin Drood.

Osgood tuvo mucho cuidado de no mostrar su excitación, ni siquiera sorpresa ante aquella extraordinaria declaración.

– ¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle su nombre, señor? -respondió Osgood.

– Le pido disculpas. Estaba en una de mis fases alteradas cuando me vio en Gadshill y no me comportaba con corrección. No me presenté. ¡Qué pensará de mí! -sacudió la cabeza como reprochándoselo a sí mismo-. Me llamo Dick Datchery. Ahora que ya sabe quién soy, podemos hablar con libertad.

20

Rebecca recibió aviso por una nota que le llevó un mensajero de que esperara a Osgood en la sala de café del Falstaff. Cuando llegó, ella aguardó pacientemente sentada a que él dejara el sombrero y la chaqueta ligera en el colgador y depositara su cartera y un paquete cuidadosamente envuelto en papel encima de la mesa. Parecía encontrarse en un estado de excitación e impaciencia contenidas. Le relató todo lo sucedido en la subasta, su huida y lo que había descubierto en su reunión con el paciente hipnotizado.

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