Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– ¡Como Dios manda! Ahora hablas como el viejo cancerbero Forster. A veces me pregunto si me casé para hacer feliz a mi querido padre en un momento en que en nuestra casa no había más que tristezas. ¿O me casé porque sabía que padre y su cancerbero despreciaban a mi marido?

– ¡Katie Collins!

– ¡ Intolerable y todo eso! -dijo Katie imitando la voz de Forster, y luego se frotó las manos como él lo haría.

– Díganme -intervino Osgood-, ¿saben ustedes quién es el hombre que acudió a Gadshill en busca de tratamiento en los últimos meses, un hombre alto con porte militar y largo pelo blanco?

Mamie asintió.

– Creo que he visto al hombre al que se refiere en la casa. Era un seguidor de los métodos de padre muy entregado e insistente. Incluso cuando padre se retrasaba por sus compromisos, él esperaba durante horas delante de su estudio.

– ¿Saben cómo se llama? -preguntó Osgood.

– Me temo que no -dijo Mamie suspirando-. Padre era un fanático del mesmerismo de tomo y lomo y creía que era un buen remedio para cualquier enfermedad. Sé de varios casos, el mío entre muchos otros, en los que utilizó su poder en este terreno con absoluto éxito. Siempre estuvo interesado en la curiosa influencia que puede ejercer una personalidad sobre otra.

– Bueno, señor Osgood -Katie, aburrida de la conversación, examinó al editor con aire coqueto-. ¿Y dónde estaba usted cuando una chica tenía que buscar marido?

A Rebecca pareció abochornarle la pregunta tanto como a Osgood. Katie levantó una ceja para demostrar que lo había notado.

– Señorita Sand -dijo la deslenguada Katie-, ¿no le parece que Mamie estaría radiante vestida de novia del brazo de un hombre como éste?

– Supongo que sí, señora -respondió Rebecca recatadamente.

– ¿Es usted de esa clase de chicas que tienen un buen concepto de las bodas, señorita Sand? -insistió Katie.

– No dedico demasiado tiempo a pensar en bodas -contestó Rebecca.

Mamie interrumpió el incómodo momento.

– El señor Osgood y la señorita Sand han hecho un largo viaje hasta aquí por negocios, Katie, y para saber más de El misterio de Edwin Drood .

– Los negocios son un aburrimiento -dijo Katie chascando los dedos-. Oh, muy bien. ¿De verdad quieren abrirse camino en el intrincado laberinto y llegar al corazón del misterio? ¡Si quieren saber el final de Drood no tienen más que comprarme una cinta nueva para el pelo! Todas las mías se van a subastar.

– ¡Oh, no tomes el pelo a todo el mundo, Katie! -exclamó Mamie.

– Bueno, se lo contaré -dijo Katie mientras se enroscaba los rizos cobrizos en un dedo con aire coqueto-. Drood está vivo o está muerto; Rosa se casa con Tartar o se mete a monja; Dick Datchery encuentra el cadáver de Drood o a Drood jugando a las cartas en el sótano con el tutor de Rosa, Grewgious. ¡No tengo ni la menor idea! Y ésa es la respuesta a la adivinanza.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osgood.

– Ni el viejo cancerbero, ni la fiel tía Georgy, ni mis descarriados hermanos, ninguna de esas queridas criaturas sabe cómo iba a terminar porque mi padre no quería que lo supieran; no quería que lo supiera nadie en el universo excepto él, señor Osgood. Para él era un juego. Siempre le encantó sorprendernos y una vez que se lo proponía era tremendamente testarudo.

Al volver al Falstaff Inn aquella misma noche, «Sir Falstaff» le llevó un té a Osgood, que estaba sentado absorto junto a la chimenea del salón. Rebecca se había retirado a su habitación a leer. Sir Falstaff parecía perdido en sus pensamientos y la bandeja se le resbaló estrellando la tetera y la taza.

– Lo siento mucho, señor Osgood -dijo el hospedero después de que su hermana barriera los añicos y recogiera con una mopa el té derramado. El hombre parecía triste por algo más que la porcelana rota.

Osgood siguió la mirada del hospedero y descubrió su punto de atención. Era una de las densas flores violetas que dejaban en la abadía: Osgood la había traído con la intención de pedirle a uno de los vendedores callejeros de plantas que la identificara.

– Qué cosa más fea, ¿verdad, Sir Falstaff? Siento mucho haber adornado su mesa con un hierbajo tan descaradamente horrendo -le dijo-. ¿No se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un poco de agua fría?

El hombre declinó la oferta con un gesto trémulo.

– Señor Osgood, ¿no lo sabía? Esa flor… ¡es una amapola de opio! Me siento como si me hubieran golpeado en el corazón con un mazo.

– ¡No lo sabía! -dijo Osgood a modo de disculpa, a pesar de que seguía sin entender la reacción del dueño.

El hospedero miró con expresión de fatalidad al fuego de la chimenea, se quitó la gorra y la plegó sobre su regazo.

– No podía saberlo, señor Osgood. Hace muchos años que aprendí a odiar esa planta perversa. Mi hijo no tenía más que veinte primaveras de edad y de juicio y tuvimos que enterrarle por culpa de la maligna seducción de esa planta. La casa quedó completamente vacía sin él. Por eso, cuando se fue, mi hermana y yo nos mudamos aquí desde nuestra casa en la ciudad para encargarnos de este pequeño hostal: proporcionar placer a otra gente cuando has perdido todo el tuyo es un pequeño milagro.

Osgood estrujó la flor y la guardó en el bolsillo de su chaleco como sin darle importancia. El pobre Sir Falstaff, con la cara inexpresiva y baja, no se movió.

– Pero ¿qué es esto? Basta ya de esta actitud solemne -el hospedero se levantó de repente de su silla, se puso el sombrero y recuperó la alegría-. Sí, ya basta. Ahora ¿qué le parece un poco de cerveza para levantar el ánimo?

Al día siguiente Osgood volvió a tomar el ruidoso tren a Charing Cross. Había pensado asistir a la subasta en la que se venderían las pertenencias de Gadshill en beneficio de la familia Dickens.

Se había dado tiempo de sobra para llegar a la casa de subastas situada en King Street bastante antes del anunciado comienzo «a la una en punto sin demora». Además, pensó Osgood, era el día del partido de críquet anual entre Eton y Harrow, que embotellaría las calles. Su sensación de frustración había ido en aumento las últimas horas. Cada vez tenía menos esperanza de que volviera a aparecer el paciente, pero la amapola le había hecho pensar en la figurita oriental del fumador de opio que adornaba el estudio de verano de Dickens. ¿Se habría fijado en ella mientras escribía las escenas de consumo de opio en El misterio de Edwin Drood ? ¿Sería aquel objeto la fuente de sus ideas? De ser así, Osgood quería otra oportunidad para observarla detalladamente.

La gran sala de subasta de Christie, Manson & Woods era una institución en Londres y lo demostraba lo polvorienta y mugrienta que estaba. Para sorpresa de Osgood, la caldeada sala estaba abarrotada ya a las doce de la mañana. Y tampoco se trataba sólo de los habituales coleccionistas arrogantes, comerciantes mercenarios y representantes de otros compradores; codo a codo con los hombres y mujeres de la alta sociedad que vestían sus elegantes linos, la sala acogía a una multitud de personas con los sencillos atavíos de las clases trabajadoras. A1 mirar alrededor parecía que todos los personajes de cada una de las novelas de Dickens, aristócratas y llanos, pomposos y austeros, habían cobrado vida para acudir a Christie's con las carteras abiertas.

Osgood comprobó que no podía llegar contracorriente a través de la muchedumbre ansiosa hasta ninguna de las mesas cubiertas por un tapete verde más próximas al subastador. En cambio, encontró una silla libre junto a la mesa del secretario de la subasta.

Osgood marcó con un círculo dos artículos en su catálogo. Los vecinos que ocupaban las sillas que le rodeaban se miraban unos a otros suspicazmente, convencido cada uno de ellos de que los demás estaban allí exclusivamente para quedarse con el objeto que él ya había elegido de entre los efectos personales de Dickens. Los ojos de Osgood también se encontraron con los de Arthur Grunwald, el actor del Surrey, que le saludó con un teatral gesto de cabeza como si uno de ellos fuera a morir ese mismo día o, como mucho, al día siguiente. Llevaba una ancha bufanda a pesar de que hacía calor y humedad.

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