Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Osgood revisó la redacción del testamento con Georgina Hogarth en el café del Falstaff Inn y le expuso sus opiniones sobre las obligaciones contraídas con respecto a Forster. El documento establecía una distribución de responsabilidades y obligaciones admirablemente complicada. Forster controlaba todos los manuscritos de las obras publicadas por Dickens. Pero el documento cedía a Georgy todos los papeles privados de la casa, además de las decisiones relacionadas con las joyas y los objetos familiares del escritorio de Dickens, tales como la pluma de ganso que Forster se había quedado temporalmente.

– El señor Forster -le contó Georgy a Osgood- entiende que su deber consiste en recordar al mundo que Charles debe ser adorado. Por eso está enterrado en el Rincón de los Poetas en vez de en nuestra humilde aldea, como habría sido su deseo. Si el señor Forster hubiera podido manejar la pluma de Dickens por él sobre las líneas de su testamento, lo habría hecho.

Aquella tarde, tras un trayecto en tren de una hora entre Higham y Londres, Osgood y Rebecca entraron en el lugar hecho por la mano del hombre más sobrecogedor de toda Inglaterra: la abadía de Westminster. Tanto Osgood como su asistente levantaron automáticamente las cabezas hacia el extraordinario techo de gran altura, donde las prolongaciones de las columnas se juntaban como las copas de los árboles de un bosque se entrelazan sobre el cielo de la mañana. La luz que entraba a chorros en la abadía estaba teñida por los cristales de colores de los rosetones que les rodeaban.

En la nave lateral sur, los visitantes americanos encontraron la lápida de mármol que cubría el ataúd de Charles Dickens. El aparatoso monumento del Rincón de los Poetas en la famosa catedral estaba rodeado por las tumbas de los escritores más grandes. La del propio Dickens estaba flanqueada por las estatuas de Addison y Shakespeare, y el busto de Thackeray. A pesar de que se habían seguido pocas más de sus instrucciones, las palabras incrustadas en la losa rezaban como lo había pedido Dickens:

Charles Dickens

Nacido el 7 de febrero de 1812

Muerto el 9 de junio de 1870

Un tropel de gente entraba en fila para dejar versos o flores sobre la tumba del novelista y los restos de las ofrendas del día anterior empezaban a marchitarse con el aire cálido de la abadía.

Mientras se encontraban allí, una flor pasó volando ante ellos en dirección a la tumba. El capullo tenía pétalos grandes y carnosos de un violeta encendido. El editor miró por encima de su hombro y vio alejarse a un hombre con sombrero de ala ancha que le cubría la mayor parte de su rostro anguloso y rojizo.

– ¿Ha visto a ese hombre? -le preguntó Osgood a Rebecca.

– ¿Quién? -respondió ella.

Osgood había visto antes aquella cara.

– Creo que era el hombre del chalet… El paciente de ese extraño experimento de hipnosis.

En ese momento apareció en la abadía otra caravana de dolientes que lloraban a Dickens. Habían llegado de la lejana Dublín para ver el lugar de descanso definitivo del escritor, le explicaron entusiasmados a Osgood, como si él fuera el encargado. Abarrotaron el Rincón de los Poetas, arrinconando a Osgood, y mientras el paciente de la terapia de mesmerismo desapareció.

Sin saber muy bien adónde dirigirse, Osgood y Rebecca pasearon por las calles de Londres.

Habían dado con toda una sucesión de callejones sin salida en la investigación que llevaban a cabo en Gadshill. Habían oído decir que existía una residente en Londres llamada Emma James que aseguraba tener el manuscrito completo de El misterio de Edwin Drood . Resultó ser una médium espiritista que estaba dictando las últimas seis entregas de la novela en contacto con la «pluma espiritual» de Charles Dickens y pensaba comenzar en breve la siguiente novela fantasmal del autor, titulada La vida y aventuras de Bockley Wickleheap . Otros rumores (por ejemplo, que Wilkie Collins, el popular novelista colega de Dickens y su colaborador ocasional, había sido contratado para terminar la novela) resultaron ser igualmente improductivos. También habían oído que, unos meses antes de su muerte, Dickens se había ofrecido en una audiencia en la Corte a contarle el final a la reina Victoria.

– ¿Señor Osgood? -dijo Rebecca-. Parece usted inquieto.

– Quizá hoy me encuentre demasiado acalorado. Vamos a hacerle una visita al señor Forster en su oficina, puede que él sepa algo de Dickens y la Reina.

Osgood no quería desanimar a Rebecca diciendo nada más. Temía la posibilidad de regresar a Boston y tener que decirle a J. T. Fields que El misterio de Edwin Drood nunca se desvelaría, que Drood seguiría perdido en todos los sentidos. Y que el declive económico de Fields, Osgood & Co. podría no estar muy lejos.

Proteger a nuestros autores era el lema de Fields sobre todo lo demás. En eso iba pensando Osgood mientras caminaban. Sus esfuerzos en Inglaterra no iban sólo dirigidos a la supervivencia financiera de su empresa y sus empleados, sino también de los autores: Longfellow, Lowell, Holmes, Stowe, Emerson y otros. Si la editorial se desplomaba en el precipicio financiero que les amenazaba, ¿cómo se las arreglarían los autores desamparados? Sí, eran escritores queridos, pero ¿le importaría eso a un editor de la calaña que representaba el Mayor Harper? Sin Fields y Osgood para protegerles, ¿quedarían sepultados en la oscuridad, como Edgar Allan Poe o el una vez prometedor Herman Melville? El verdadero futuro de la edición no estaba en que los editores se convirtieran en industriales, como preveía Harper, sino en que fueran socios de los autores, la unión de las dos mitades de la portada.

Osgood pensaba en toda la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros. En otro tiempo había llegado a plantearse ser poeta: ¡ahora aquello le hacía reír por dentro! Un joven Osgood, estudiante ejemplar, que recitaba un poema a la clase de la Standish Academy. Aquel octubre vio cómo una docena de sus compañeros de clase dejaban los estudios para ir a buscar oro en California, pero él prefería las silenciosas salas de la escuela a las agrestes colinas de California. Phi Beta Kappa en Bowdoin, delegado de clase, miembro del Club Pecunian, pero amigo de los rivales Atenienses. Todo el mundo que le rodeaba esperó siempre que triunfara en la vida. Abrazar la causa de otros artistas y genios que sin su ayuda podrían no haber salido adelante había supuesto un tremendo sacrificio de sus propias ambiciones artísticas.

Con el peso de estos pensamientos sobre su cabeza, llegaron al edificio oficial que albergaba la Delegación de Salud Mental, donde Forster ejercía su cargo. Les recibió un funcionario del Gobierno. Osgood le explicó que querían hablar con el señor Forster.

– ¿Son ustedes americanos? -preguntó el funcionario levantando las cejas con interés.

– Sí, así es -respondió Osgood.

– ¡Americanos! -sonrió el funcionario-. Bueno -dijo con renovada seriedad-, me temo que no tenemos escupideras en la sala de espera.

– No hay problema -dijo Osgood cortésmente-, ya que nosotros no mascamos tabaco.

– ¿No? -preguntó sorprendido el funcionario y luego miró a Rebecca a la boca como si quisiera confirmar que efectivamente no estaba mascando tabaco-. ¿Pueden esperar un momento?

El funcionario regresó con una dirección escrita en un papel.

– El señor Forster salió de la oficina hace unas horas. Creo que pueden encontrarle aquí. Les he escrito unas indicaciones detalladas, porque los americanos siempre se pierden en Londres.

– Gracias, le buscaremos allí -dijo Osgood.

El día era cada vez más caluroso y húmedo. Londres, con sus pavimentos y sus aglomeraciones de transeúntes en vacaciones y atareados hombres de negocios, era menos agradable que Gadshill, con sus campos ondulantes y sus generosos ramilletes de vegetación.

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