El hombre se aferró a la manga de la chaqueta de Tom como si necesitara ayuda desesperadamente.
– ¿Quién diantres es ese hombre que está leyendo en el estrado?
– Charles Dickens -replicó Tom.
– ¿Pero no es el auténtico Charles Dickens, el hombre cuyos libros llevo años leyendo?
– ¡Sí!
– Pues entonces, lo único que puedo decir al respecto es que no sabe del señor Scrooge más de lo que sabe una vaca de plisar una camisa, al menos de mi idea de Scrooge.
– ¡Le conozco! ¡Es el espectro de Marley! -Dickens se mordió las uñas como lo hacía Scrooge en el cuento. Se frotó los ojos y miró fijamente a la aparición. Los músculos de su cara se tensaron, su rostro adoptó los rasgos del rostro de un anciano.
Tom corrió hasta el fondo del escenario y subió las escaleras de atrás hasta alcanzar la cúpula que remataba el techo de la sala. Le rodeaban paneles de cristal que ofrecían una visión completa de la ciudad y hasta de las islas del puerto. Filas de respiraderos cuadrados se alineaban alrededor de la cúpula para dejar salir de forma constante el calor y el aire del interior. Tom se echó en el suelo y deslizó la cabeza y la mano entre el entramado de tuberías de gas que separaba la cúpula de la sala. Podía ver a Dolby abajo del todo, instándole a cumplir con su misión.
– ¡Piedad! Pavorosa aparición, ¿por qué me atormentas? -preguntaba Scrooge.
Una mujer joven con el pelo rojo brillante y un vestido del mismo color, sentada en la primera fila, levantó la mirada hacia el artefacto de gas y resolló sonoramente. Dickens hizo una pausa, dirigió la mirada a la mujer y, con un imperceptible gesto de la mano, le pidió que conservara la calma. ¡O sea, que el jefe lo había visto! También él sabía que era necesario evitar el pánico; y aquella preciosa chica, que seguramente había hecho grandes esfuerzos durante meses para conseguir un asiento a los pies de su autor favorito de todo el mundo, de repente tenía que confiarle su vida.
Desde un asiento del centro, una mujer chilló. Tom se estremeció al comprender la impotencia de su posición y tener que admitir que estaban a punto de presenciar una escena de pánico colectivo… Pero entonces se dio cuenta de que se trataba de una joven de luto que sufría al escuchar la desdicha del pequeño Tim. Un acomodador acompañó atentamente a la joven madre atormentada hasta la puerta.
Mientras tanto, Tom estiró el brazo hasta el armazón de hierro para bajar la llama de gas. Luego, tras hacer una señal a Dolby para que estuviera preparado en caso de que se cayera algo, Tom sujetó el armazón con una mano mientras enrollaba meticulosamente el cable en otra parte de la estructura de hierro y empezó a asegurar el extremo contrario a un gancho del techo que había quedado allí de alguna actuación anterior. Oleadas de risas le llegaban desde el público. Dickens bebió un trago de agua del vaso que tenía a su lado en la mesa de lectura. Mientras anudaba el cable, con la cabeza y los brazos apenas asomando del techo a la vista del público (le habrían visto de no estar fascinados por Dickens), Tom miró para abajo y la vio de inmediato.
En el fondo del segundo anfiteatro. ¡El íncubo que perseguía! Estaba rebuscando en el interior de su bolso. ¿Y miraba a Tom? ¿Había descubierto que la estaba viendo desde allí arriba?
El corazón se le aceleró.
– ¡Venga! ¡Termina ya! -apremió Dolby desde abajo con un susurro ronco de desesperación-. ¡Deprisa, Branagan! ¡Deprisa!
Tom deseaba acabar con aquello más de lo que Dolby podía suponer. Casi había concluido su trabajo cuando cayó en la cuenta: Dickens estaba dando fin a su lectura del Cuento de Navidad . Eso significaba que llegaba el intermedio. Las puertas se abrirían y el íncubo, que posiblemente ya había visto que la había descubierto, tendría libertad para huir.
– Y para el pequeño Tim, que no murió… (atronadora salva de vítores) . Y, como el pequeño Tim había señalado, ¡que Dios os bendiga a todos!
Un objeto grande cayó volando al estrado y rodó hacia el orador. Tom dio un respingo. Un ramo de rosas de todos los colores.
Una vez rematada la reparación, Tom hizo un intento de retroceder y notó que se le había quedado el brazo atrapado entre dos tuberías. No podía moverlo. Abajo, Dickens cerraba el libro y el público estallaba en una ovación arrebatada. Dickens saludó y dejó el escenario.
Con una mueca de dolor, Tom tiró con fuerza del brazo cortándoselo en ambos lados con las tuberías al sacarlo. Se levantó, corrió hasta las estrechas escaleras y las bajó a toda velocidad. Hombres y mujeres se levantaron de los asientos como si fueran uno, unos para aplaudir, otros para dirigirse a las puertas a tomar el aire, fumar o estirar las piernas antes de la segunda hora de lectura. Hubo un remolino de color cuando una mujer…, no, no una, sino cuatro o cinco mujeres, saltaron al escenario para hacerse con los pétalos de geranio que habían caído de la solapa de Dickens durante la lectura.
Dolby se acercó a un lado del estrado con una sonrisa de felicitación para Tom y una mano afectuosamente extendida, pero Tom no tenía tiempo que perder. En cuanto llegó a la sala se lanzó en una carrera enloquecida por el pasillo inclinado del teatro, subió al primer piso, llegó al segundo y, casi saltando por encima de dos filas, agarró a la mujer por los hombros como si la abrazara.
– ¿Fue usted quien entró en la habitación de Dickens en el Parker House? -interrogó Tom.
Ella rechazó la expresión acusadora en los ojos de Tom con su poderosa mirada. Luego sonrió y, con una voz audible e irreverente, dijo:
– ¡Sí que me considera rara!
Tom pudo observar que la bolsa de la mujer estaba repleta de papeles. Sacó unas cuantas hojas. Eran idénticas en forma y tamaño a la nota que había encontrado en la cama de Dickens.
– Fue usted.
Ella le concedió una exigua sonrisa.
– Usted es capaz de ver cosas que otros no ven. Mi marido no. Usted lo entiende. Él me necesita. El Jefe . El Jefe me necesita. Todas esas no están a la altura de la gente de su categoría -lo que más sorprendió a Tom fue aquella palabra informal: el Jefe. El Líder, el Gran Hechicero, el Inimitable, eran los sobrenombres que le daba su público fervoroso. Pero nadie de fuera de su círculo le llamaba el Jefe. ¿Hasta qué punto se había acercado a él?
De repente, los ojos de la mujer se nublaron y le miró con desprecio como si él le acabara de escupir a la cara.
– Es usted el hombre más malvado y desagradable del mundo -ahora fue ella la que, efectivamente, le escupió a la cara con una mueca de asco-. Tengo montones de amigos, todos ellos son más que amables conmigo y nadie que me conoce me olvida nunca. ¡El príncipe de Gales es un gran amigo y protector mío! El Jefe volverá a ser amado -esta última frase la pronunció para ella haciendo una imitación escalofriantemente perfecta del ligero acento irlandés de Tom.
Tom se percató entonces de que en el respaldo de madera de la butaca que quedaba delante de ella había algo grabado. Eran marcas profundas y estaban hechas con una navaja. Palabras y frases, citas de las novelas de Dickens se montaban unas sobre otras formando un galimatías ininteligible. La única palabra que Tom pudo distinguir pasando los dedos por encima de la butaca fue «amado».
Para entonces se había empezado a formar a su alrededor un corro de espectadores. Tom rebuscaba en la bolsa de la mujer la navaja con empuñadura de nácar que le había visto empuñar en Brooklyn, pero se detuvo cuando, en su lugar, dio con una pequeña pistola.
– No es fácil amar a un hombre que posee el fuego de los genios -dijo ella confidencialmente mientras hacía un gesto con la cabeza en dirección a la pistola-. Su voz perdura en mis oídos incluso cuando no quiero oírla. «No te haces una idea de lo que es tener a alguien maravilloso encariñado de ti», dice él, «a no ser que hayas sufrido la depresión y las amarguras de la soledad».
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