Forster rió sombríamente y se retorció las manos como si estuviera escurriendo ropa mojada.
– ¡Monstruosa idea! ¡Su gira dejó a Dickens enfermo, cojo de un pie y privado de toda la vitalidad con la que partió de nuestras costas! Me opuse rotundamente a su partida, como le dije a ese gorila ávido de oro que es Dolby. Si los lectores americanos no hubieran adquirido los libros del señor Dickens sin pagar los derechos de autor durante tantos años, si nos hubieran hecho participes de sus leyes de propiedad intelectual, no habría necesitado ese ingreso extra. ¡Pensar que todos los que daban brincos a su alrededor le llamaban «Jefe», como si fuera un indio salvaje…!
– Recuerdo que a Charles le gustaba que le llamaran jefe -interrumpió una voz femenina-. Con todos los motivos que tenemos para ponernos tristes, podemos al menos alegrarnos de que tuviera vigor suficiente para viajar.
La voz de las alturas correspondía a una mujer elegante y esbelta, recién rebasados los cuarenta años, que bajaba las escaleras.
– Les presento a la señorita Georgina Hogarth -farfulló indiferente Forster a sus visitantes-. Mi colega albacea de la casa y todas sus posesiones.
– Por favor, llámenme Georgy. Todos me llaman así en Gadshill -dijo en un tono relajante que se impuso a la estridencia de Forster.
Osgood supo por su nombre que era la cuñada de Dickens. Aun después de que Catherine, la mujer de Dickens, se fuera de Gadshill, la tía Georgy siguió siendo la confidente y ama de llaves del escritor, y una madre para sus dos sobrinas y sus seis sobrinos. La separación entre Dickens y Catherine nunca fue un divorcio oficial; el cronista de la armonía doméstica no podía permitirse una mancha permanente como ésa en su imagen pública. Las novelas de Dickens ensalzaban la familia y los ideales de lealtad y perdón. Su público esperaba que él fuera un ejemplo de ese comportamiento.
Dickens y Georgy se hicieron tan inseparables que otros miembros de la familia Hogarth, furiosos por que hubiera tomado partido por Charles, supuestamente difundieron perversas calumnias sobre que él la había seducido. El hecho de que la encantadora Georgy nunca se casara no contribuyó a aplacar las murmuraciones.
Osgood recordaba que la revista Harper's había disfrutado de una venta extraordinaria al importar los rumores sobre Dickens y Georgy a América. Para hacer que el asunto sea aún más escandaloso, una joven dama, la hermana de la señora Dickens, ha asumido las «labores del hogar» de Dickens , había comentado la revista, cuando Catherine se había marchado hacía ya más de diez años. Todo este asunto repugna enormemente a nuestras ideas sobre la permanencia del matrimonio .
– Gracias a los dos. Me doy perfecta cuenta de que están ya bastante ocupados sin nuestra visita -dijo Osgood.
– A decir verdad, señor Osgood, desearíamos tener más invitados que no fueran horrendos subastadores o agentes inmobiliarios subiendo y bajando por toda la casa -la tía Georgy lucía una sonrisa radiante que evocaba en la mente la imagen del bullicioso hogar que debió de ser-. ¿Pasamos?
En el salón se encontraba sentada una joven y atractiva mujer con aspecto de matrona, aproximadamente de la edad de Osgood, acariciando las teclas del piano de palo de rosa. Llevaba un vestido de luto a la moda bajo el peso de unas aparatosas joyas de luto y tocaba con un aire abstraído. Osgood, momentáneamente distraído por la música y su ejecutante, explicó a sus anfitriones la misión que les llevaba allí.
– Nuestra empresa tiene intención de publicar El misterio de Edwin Drood en América. Pero en nuestro país estamos rodeados de piratas literarios que utilizan la impunidad que les ofrece el fallecimiento del señor Dickens para saquear el texto en su beneficio.
– ¡Típico de América! -salmodió Forster-. La avaricia abunda en la tierra del yankee-doodle .
– Tampoco escasea aquí, señor Forster -regañó Georgy al amigo de Dickens.
– Debido a la peculiaridad de nuestras leyes -continuó Osgood-, nos encontraremos en una situación comprometida si los piratas ponen en circulación sus copias baratas. Habíamos depositado todas las esperanzas de éxito para nuestra empresa, y naturalmente para los derechos del señor Dickens, basándonos en nuestros ideales morales, no en las leyes. Ahora todo eso pasaría a usted y a su familia -dijo dirigiéndose a Georgy-. Pero eso nunca llegará a suceder si los deseos de Dickens de que seamos sus editores exclusivos se desvanecen con su muerte.
En este punto de la entrevista, una difusa mancha blanquecina, que al fijarse mejor resultó ser una perra Pomerania, cruzó la habitación y aterrizó a los pies de Osgood. Le dedicó un ladrido agudo al editor, pero cuando éste le acercó una mano, el perro sacudió el hocico y le ladró en tono recriminatorio. La mujer que tocaba el piano dejó de hacerlo con una nota discordante y, levantándose las amplias faldas, se acercó a su lado apresurada. La virtuosa se retiró el velo negro mostrando la cara para presentarse como Mamie Dickens, la primera hija del novelista, la que Forster había calificado de hermosa y soltera.
– Pido disculpas por su comportamiento, señor Osgood -dijo Mamie tímidamente-. Ésta es la señora Bouncer, es una criatura encantadora, pero cuando se enfada se pone como el perro de Mefistófeles. Como toda joven inglesa realmente bien educada, nunca tolera que un hombre le acerque una mano. En cambio, le gusta que los hombres la acaricien con el pie.
La señora Bouncer daba vueltas y vueltas alrededor de Osgood acompañándose de un ladrido asmático. Osgood intercambió una mirada fugaz con Rebecca, quien parecía estar a punto de romper a reír pero se reprimía. Osgood se desató un zapato y, cuando la señora Bouncer saltó de inmediato sobre él, le rascó la barriga con el pie.
– ¡Oh, qué encanto! -exclamó Mamie mordiéndose el labio inferior emocionada-. Eso era lo que más echaba de menos. Oh, ¿también tienen que llevarse eso? -dijo volviéndose desazonada. Un trabajador estaba envolviendo una fuente de pie de color rosa que había retirado de la repisa de la chimenea-. Cuando era pequeña me fascinaba. ¿Puedo detener a ese horrible operario, tía? -susurró.
– Lo siento mucho, Mamie. Ya sabes que sólo podemos quedarnos con lo estrictamente necesario.
Osgood le dirigió a Mamie una mirada de conmiseración. Rebecca observó cómo miraba Osgood a la patética señorita Dickens. Durante unos instantes los tres quedaron tan abstraídos e imprecisos como las figuras de un esbozo.
– Teníamos la esperanza -dijo Osgood regresando a su asunto- de que tal vez aquí se hubieran encontrado más páginas de El misterio de Edwin Drood aparte de las seis entregas que el señor Forster nos ha enviado a Boston.
Georgy sacudió la cabeza tristemente.
– Me temo que no las hay. La tinta de las últimas hojas de papel de la sexta entrega todavía se estaba secando en su escritorio cuando sufrió el colapso. Lo vi con mis propios ojos.
– ¿Quizá haya memorandos o fragmentos? O correspondencia personal sobre cómo pensaba continuar la novela que pudiera satisfacer la curiosidad natural de los lectores.
– Podía haber sido así -respondió Georgy-. Pero el señor Dickens quemaba toda su correspondencia privada periódicamente y les pedía a sus amigos que hicieran lo mismo. Le daba espanto la utilización inadecuada que con frecuencia se da a las cartas de las personas célebres. Todavía recuerdo una vez, hace años, que hizo una hoguera y los niños asaron cebollas en las cenizas de cartas de grandes nombres como Tennyson, Thackeray o Carlyle.
– Dígame, señor Osgood -interrumpió Forster con una extraña expresión de desprecio-, ¿de qué le servirían las notas sobre el libro, suponiendo que existieran, sin Charles Dickens que escribiera los capítulos en sí?
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