Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Disculpe, señorita Sand. Se me han ido los ojos hacia eso. Una cosa bastante grotesca, ¿no le parece?

Sobre la chimenea descansaba una figurita de escayola de color amarillo claro. Representaba a un hombre oriental con un fez inclinado que fumaba una pipa sentado en un sofá con las piernas cruzadas. Osgood la levantó y la separó a la distancia del brazo para examinarla. Pesaba más de lo que parecía.

En ese momento un hombre subió corriendo las escaleras del chalet y entró en el estudio. El intruso llevaba un traje raído y el pelo desordenado y sin sombrero, rematando un rostro tostado por el sol. Era el mismo hombre que el editor había visto por el telescopio caminando por los campos de lúpulo el día anterior. Tenía la boca abierta como en un gesto de terror inesperado y agarró el brazo de Osgood.

– ¿Necesita ayuda, señor? -le preguntó Osgood.

El hombre estudió al editor con mirada escrutadora. Alargó la otra mano hacia Osgood y la dejó extendida. Cautelosamente, Osgood ofreció la suya para que la estrechara. El desconocido la agarró con ambas manos y la estrechó con fuerza. Rebecca ahogó un grito.

– ¡Sí, ya lo veo! Es usted. Es usted. ¡Está preparado! -dijo atropelladamente el hombre, mientras un criado de Gadshill entraba como una tromba.

– Vámonos -el bigotudo criado se llevó al invasor tirándole de la oreja como si fuera un niño travieso-. Vamos, compañero. Acaba ya con ese comportamiento salvaje. Hay mucho trabajo que hacer. Lo siento mucho, señor, señorita. Yo me ocuparé de que no les moleste más.

Aquella misma tarde Osgood tomó el tren a Londres mientras Rebecca continuaba con su investigación. Utilizando el mapa de su guía, localizó las oficinas de Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. El día de su llegada, Osgood les había mandado un mensajero con su tarjeta y una nota en la que pedía una entrevista, pero todavía estaba aguardando una respuesta. Osgood no podía permitirse el lujo de esperar si quería que su estancia en Inglaterra diera resultados a tiempo.

Pero tuvo que esperar más todavía en las animadas oficinas de la editorial en Piccadilly. Era el día de las revistas, cuando todos los editores, impresores, encuadernadores y libreros de Londres se apuraban para hacer llegar sus últimos folletines y publicaciones periódicas a los lectores. En el caso de Chapman & Hall, esto significaba la nueva entrega de El misterio de Edwin Drood . Los chicos de reparto llenaban sus sacas con los cuadernillos de portada verde de la entrega para repartirla por kioscos y puestos de libros de toda la ciudad y hasta de los pueblos más lejanos, gritándose instrucciones unos a otros. El primer día del mes siguiente, el próximo día de las revistas, se distribuiría y vendería al ávido público el último capítulo en manos de los editores… Y los piratas de América tendrían todo lo que necesitaban.

Mientras contemplaba aquel desbarajuste de oficinistas y mensajeros, Osgood reparó en que la sola mención del nombre del señor Chapman provocaba un alud de reverencias y miradas huidizas entre los trabajadores de la casa. Llevaba esperando una hora sentado en la antesala cuando hizo su aparición Chapman, de anchos hombros e indumentaria de sport.

– Lo siento terriblemente, muchacho -dijo después de que Osgood se hubiera presentado-. Tengo que irme corriendo al campo para ir de caza con una gente importantísima… Unos aburridos de espanto, la verdad, pero importantísimos. ¿Puede pasar a vernos en otro momento?

Osgood echó una nueva y prolongada mirada a la oficina de Chapman y su plantilla antes de emprender su regreso a Rochester con una creciente sensación de inutilidad. Después de alquilar una calesa en la estación de Higham, Osgood se encontró con que la fiel Rebecca continuaba inmersa en el trabajo en el chalet de Gadshill.

Al cabo de otras dos horas, los hombres de la casa de subastas Christie's llegaron para acabar por fin con la tranquilidad del chalet. Los trabajadores se apoderaron de la figurita oriental y de otros objetos vendibles del interior del sanctasanctórum de Dickens. Iban acompañados por una eficiente tía Georgy, que les daba instrucciones.

Georgy sacudía la cabeza con un gesto de digna frustración mientras los hombres hacían su labor.

– Supongo que es inútil intentar fingir que las cosas no han cambiado para siempre. ¡Qué vacío me parece ahora el mundo!

– ¿Adónde irá cuando se venda Gadshill, tía Georgy? -preguntó Rebecca.

– Mamie y yo vamos a buscar una casita en Londres, a pesar de que se me ponen los pelos de punta al pensar en los largos y duros inviernos de la ciudad.

– Creo que usted y el señor Dickens serán siempre parte de esta tierra, pase lo que pase -dijo Osgood-. Dondequiera que vayan.

Georgy miró a Osgood fijamente.

– Debo confesar que mi papel como albacea es algo nuevo para mí. No en el sentido de intervenir en las trayectorias de los niños, que ha sido la dedicación de mi vida, sino en lo que se refiere a leer documentos y contratos.

– Puedo imaginar la tensión -dijo Osgood.

– He tenido que aprender demasiado deprisa que es raro encontrar un hombre de negocios que pueda presumir de honesto. Perdóneme, pero me pregunto si podría abusar de usted mientras se encuentra en Rochester. ¿Sería tan amable de repasar el testamento del señor Dickens si le dejo una copia en el Falstaff?

– Será para mí un honor y un placer -dijo Osgood levantándose y haciendo una reverencia- poder compensar su amabilidad.

– Gracias. Me tranquilizará dedicar una hora a aclarar dudas con alguien… Con alguien que no sea el señor Forster, para ser totalmente sincera. Para empezar, ¡me siento tan inmadura a su lado! Como si no tuviera fuerza de voluntad propia cuando está cerca de mí.

Se quedaron callados al oír unas sonoras pisadas que subían las escaleras. Acto seguido apareció la figura corpulenta de Forster, que recordó a voces a los obreros el valor de lo que estaban transportando en sus inexpertas manos.

– Criaturas inútiles -sentenció Forster volviéndose hacia el escritorio, donde sus ojos cayeron sobre el rimero de papeles azules. Se frotó las manos una contra otra-. ¡Ah, ahí está! Verá usted, señor Osgood. Todos los manuscritos del libro del señor Dickens me fueron legados en su testamento para que yo me hiciera cargo de ellos.

Forster, con manos delicadas y temblorosas, agarró el manuscrito de Drood por los lados y lo recogió. Su veneración era conmovedora, si bien excesiva.

– Son las últimas que quedan en la casa, creo -consultó a la tía Georgy.

– Es el último manuscrito que queda aquí -dijo Georgy suspirando-. El último que queda en todas partes.

Con el manuscrito a buen recaudo en su maletín, los ojos de Forster se dirigieron hacia una pluma en particular. Era una larga pluma de ganso, blanca y flexible, con la punta manchada de tinta azul seca.

– Es ésa, ¿verdad? -preguntó.

Georgy asintió con la cabeza.

Rebecca preguntó de qué se trataba.

– Ésa es la pluma con la que escribió El misterio de Edwin Drood , señorita Sand -respondió Georgy-. A Charles le gustaba usar una sola pluma para cada libro, de esa manera le confería una cierta pureza. No quería que el espíritu de la pluma se mezclara con facturas insignificantes y cheques diversos. Con ésta acabó la sexta entrega de la novela inmediatamente antes de entrar en la casa.

Osgood preguntó si podía verla. La levantó de la mesa y le dio vueltas en la mano, luego la empuñó como si ella sola fuera capaz de terminar las últimas seis entregas de Drood.

– ¿Puedo -empezó a decir Forster pasándose la lengua por los labios agrietados y carnosos- guardarla en mi despacho?

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