Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– ¿Branagan? -prorrumpió Dolby nadando contracorriente entre la multitud-. Branagan, ¿qué significa esto? La gente está mirando hacia aquí. ¿Quién es esta mujer? ¿Qué está haciendo?, ¡retire eso! ¡Va a provocar un tumulto!

El policía que antes había estado haciendo guardia con Tom en la puerta también se abrió paso entre la gente con dos agentes más a su lado. Inesperadamente, echaron a Tom a un lado.

– ¡Retírese! -dijo uno de ellos.

– Agente -se explicó Tom-, esta mujer irrumpió en la habitación de Dickens en el hotel Parker House y aseguraría que fue quien asaltó a la viuda en Nueva York. Quiere hacerle daño… ¡Lleva un arma consigo!

Uno de los policías sacó el arma del bolso. Ella asintió con la cabeza.

– Sí, es mía, agente. Para protegerme. Por si a alguien se le pasara por la cabeza robarme las entradas para la lectura. Y éste no es más que un insolente con muy mala pinta, ¿no es verdad? -dijo mirando a Dolby-. ¿Quién es usted?

– Deben alejar a esta mujer de Dickens de inmediato, agentes -dijo Tom.

– ¡Diablos! -dijo el policía boqueando pasmado ante la situación, sin saber cómo reaccionar por un momento-. Lo siento mucho, señora Barton -dijo por fin quitándose el sombrero. Se volvió hacia Tom-: Después de todo no eres más que un dublinés camorrista. Ya lo decían los periódicos al comentar tu intervención en. Brooklyn. ¿Tienes la menor idea de quién es esta señora ? -dijo poniendo el énfasis en la palabra como para distinguirla de una simple mujer-. Espero por tu bien que no presente cargos por agresión.

– ¡Vamos a ver! -dijo Tom volviendo a cargar contra ella-. ¿Qué importa su nombre?

– Haznos caso, irlandesito, o tendremos que escribir a tu madre para que te lleve a casa a cuidar de los cerdos -el agente se puso delante de la señora para interceptar a Tom-. ¡No te acerques a ella o nos veremos obligados a encerrarte!

– No será necesario, agente, no será necesario en absoluto -dijo Dolby agarrando a Tom de la mano y bajando la voz hasta convertirla en un susurro para ocultar la escena a los periodistas-. Ha sido una simple equivocación por parte de un hombre bienintencionado. Va a regresar al hotel y se va a quedar allí el resto de la lectura.

– ¡Señor Dolby! -intentó protestar Tom.

– ¡Branagan! -bramó Dolby-. ¡Ahora cállese!

– Hay que ver, todo este escándalo por mí. ¿Me da lo que es mío, señor? -dijo la señora Barton tranquilamente. El agente de policía le entregó su pistola. Ella la aceptó con una espeluznante sonrisa y la guardó en su extraño bolso de tapicería-. Ese Thomas es un chico verdaderamente adorable. Me recuerda un poema de… En fin, no consigo acordarme de quién. Uno de los trágicos. Hay demasiados poetas hoy en día.

Dolby se llevó a Tom Branagan a rastras por los pasillos intentando que el muchacho dejara de mirar desafiante a la mujer.

Au revoir , Thomas -dijo despidiéndole con la mano-. Como dice el señor Weller, «¡He venido a ocuparme de ti, cariño!».

– ¡Que no se acerque a Dickens! -gritó Tom impotente a los policías-. ¡Que no se le acerque!

TERCERA ENTREGA

14

Kent, Inglaterra, 30 de junio de 1870

James R. Osgood y su asistente Rebecca Sand no encontraron un comité de bienvenida ni pañuelos agitándose por su llegada cuando el vapor atracó en el puerto de Liverpool. Osgood esperaba que John Forster, el albacea de Dickens, o Frederic Chapman, el editor inglés, les mandaran un coche a buscarles al muelle después de que Fields les comunicara las noticias de su visita. Pero fue el señor Wakefield, su compañero de viaje a bordo del barco, quien, al ver que se encontraban desamparados y solos, les organizó galantemente un transporte que les acercara a la estación de Higham, en la campiña de Kent. Aconsejó a Osgood que acordara una tarifa con el cochero antes de subirse al vehículo o se exponían al abuso. Antes de abordar el carruaje, Wakefield les recomendó también que buscaran alojamiento en un hostal llamado Falstaff Inn, «un pequeño y encantador establecimiento… ¡y el único que hay!».

En la antigua ciudad provinciana de Rochester, en sus pintorescas y estrechas callejuelas, Dickens parecía estar por todas partes. Al pasar delante del cementerio que rodeaba la iglesia, en la primera lápida que vieron se leía DORRIT; Osgood conjeturó que allí Dickens debió de pensar por primera vez en la historia de avaricia y encarcelamiento de La pequeña Dorrit . Un cartel sobre la puerta de un almacén en High Street decía BARNABY y en otro lugar, tal vez para completarlo, se leía RUDGE.

Osgood pensó en la popularidad de Dickens. La gente había ido a la iglesia a rezar por la pequeña Nell, había llorado por Paul Dombey como lo haría por su propio hijo, había gritado de júbilo (y cómo habían gritado en el Tremont Temple) cuando el pequeño Tim salvó la vida. Sus libros se convertían en realidad para cualquiera que los leyera, fuera un humilde trabajador del puerto o un patricio de Mayfair. Por eso, incluso aquellos que nunca en su vida habían leído una novela, leían las suyas.

Su carruaje remontó lentamente una empinada colina verde hasta la cima, donde se asentaba un atrayente edificio blanco bañado por un rústico encanto estival. El descolorido rótulo de la casa estaba decorado con el obeso personaje de Shakespeare, el alegre Falstaff, con el príncipe Hal y una escena con Falstaff metido dentro de una cesta de ropa sucia mientras las Alegres Comadres reían. El hostal estaba situado sobre una pradera ondulante justo enfrente de las vallas de madera de la finca de Dickens, conocida por el nombre de Gadshill Place.

El patrón del hostal les recibió en los escalones y su aspecto les dejó inmovilizados por un instante. De constitución sólida, pero no gordo, iba vestido con un atuendo isabelino colorista y amplio, y bien acolchado por añadidura. Su abullonada gorra de terciopelo llevaba las plumas marchitas de un pájaro entero. Les dijo que le llamaran Falstaff o «Sir John» y sostenía una copa de cerveza para brindar a la menor ocasión que se presentara.

– Podrían ustedes arruinarnos con su apetito y seguirían siendo bienvenidos -dijo-. ¡Ése es el lema del Falstaff Inn!

– Me pregunto si todos los hosteleros ingleses van vestidos así -susurró Rebecca mientras el dueño y un muchacho cargaban sus baúles.

– ¡Vengan, Sir Falstaff les acompañará a sus habitaciones! -exclamó el alegre hostelero.

A la mañana siguiente John Forster, tras ser advertido de su llegada, se reunió con ellos en la sala de café mientras se recuperaban de la travesía atlántica con huevos, jamón cocido y café. A pesar de que llevaba un costoso traje a medida de estilo londinense, Forster se parecía más a Falstaff que el hostelero, con un cuerpo esférico, los andares lentos y cara de niño mimado. Pero, al contrario que en el caso del hostelero, este Falstaff no transmitía ninguna alegría.

– Y ésta debe de ser la señora Osgood -tanteó Forster extendiendo su mano.

Osgood se apresuró a corregirle, explicando su posición de asistente.

– Ah, ya -respondió Forster secamente, retirándole la mano con premura y sentándose a la mesa-. O sea, que lleva luto por su marido -comentó intuitivamente del atuendo negro.

– Lo cierto es que es por mi hermano, señor. Por mi hermano Daniel.

Forster frunció el ceño consternado, no por la posible turbación de la joven dama, sino por haberse equivocado dos veces seguidas.

– ¡Supongo que hay que agradecer a América que se pueda llevar como compañeras de viaje a ruborosas jovencitas en calidad de asistentes! Es una buena cosa.

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