– Branagan, ¿va to-todo bien. por ahí? -Dolby llegó a su lado corriendo, sin aliento y observando con atención a todos los hombres derribados alrededor de su empleado. Luego miró a Tom con un recién encontrado respeto.
Tom se miraba la palma de la mano, que se había quemado con el leño encendido y necesitaba vendarse de inmediato.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó a Dolby.
– ¡Un desastre! -exclamó éste. Con un tartamudeo fortalecido por el susto, le explicó que habían empezado la venta de entradas ateniéndose a su nueva política contra los especuladores. Cuando quedó claro que la primera sección de la cola iba a obtener las entradas de las últimas filas, los impulsivos especuladores protestaron y maldijeron a grandes voces, mientras los más sensatos intentaban sobornar a los de atrás para cambiar de sitio con ellos. Los que no eran revendedores también protestaron. Los diversos jaleos fueron creciendo hasta generar un auténtico caos por toda la fila.
– ¿Dónde estabas? -le dijo Dolby a Tom acusadoramente-. ¡Querían hacerme pe-pedazos!
Tom miró hacia atrás pero sabía que la mujer del cuaderno habría desaparecido. Ahora ya no tenía sentido sacar de quicio a su superior.
– Le pido perdón, señor Dolby. Estaba revisando las hogueras.
– Deberías haber estado al tanto.
– Lo siento, señor.
Dolby se enderezó el traje y la chalina, aunque siguió teniendo la apariencia de un modelo del desaliño.
– Bueno, sigamos adelante. Todavía tenemos que sacarle a esta caterva dos mil dólares por lo menos, ¡si queda un dólar! ¿No es ése el american way ?
Tras una serie de lecturas en Nueva York, el calendario exigía que Dickens, Dolby y el resto del equipo fueran a Boston. Como la nieve había bloqueado el ferrocarril, esperaron hasta el sábado en Nueva York, donde tuvieron que sufrir las columnas de los periódicos que condenaban los acontecimientos de la venta de entradas en Brooklyn y culpaban a un «irlandés irascible» empleado de Dickens de haber comenzado lo que casi se convirtió en un motín. Este hecho fue confirmado por un irreprochable testigo «de peluca, hebillas y sombrero de tres picos», el revendedor vestido de George Washington, que instó a la policía a detener a Tom de inmediato. Entretanto, Dickens había caído en las simas de un resfriado tremendo («los resfriados ingleses son malos, pero no se pueden comparar con los de este país», anunció gravemente), pero a Dolby le preocupaba que fuera algo peor, tal vez la gripe. En aquellas circunstancias, otro extenuante trayecto en tren no sería de gran ayuda. Dickens indicó con un gesto a Henry Scott que sacara una petaca de la bolsa de viaje tan pronto como ocuparon sus asientos.
Henry por su parte rezaba por Dickens antes de cada viaje en tren.
– ¿Pasa algo malo, Henry? -le preguntó Tom al ver por primera vez aquel despliegue.
– ¡Staplehurst! -respondió él sombríamente.
– ¿Staplehurst?
– Sí, nada más que eso. Si Staplehurst no hubiera existido, ni aquel 9 de junio, tal vez el jefe no fuera un hombre tan melancólico.
– A mí me sigue pareciendo bastante alegre -señaló Tom-, para lo que usted califica de hombre melancólico.
– ¿Es que no lee los periódicos? ¿Es que no sabe nada de nada, Tom Branagan?
Le contó entonces que aproximadamente dos años antes, el 9 de junio de 1865, Dickens había estado a punto de morir. Un terrible accidente de tren cerca de la aldea de Staplehurst. Los raíles que cubrían un puente habían sido retirados para su reparación sin avisar a los trenes que debían pasar por allí. Dickens y su cuadrilla iban en el «tren de la marea» que venía de Francia y que, al llegar al tramo sin raíles, quedó colgado sobre el puente.
Dickens logró rescatar a Nelly Ternan y a su madre del vagón de primera clase que colgaba en el vacío y después el novelista escaló por el barranco que tenían debajo para salvar a cuantas víctimas le fue posible. A pesar de sus denodados esfuerzos, aquel día murieron diez personas ante la mirada impotente del escritor. Dickens volvió a descolgarse dos veces más hasta el vagón de tren suspendido durante aquel calvario. La primera para ir a buscar brandy para los pacientes que sufrían. Entonces se dio cuenta de que tenía que volver por muy peligroso que fuera. En su abrigo guardaba una nueva entrega de la novela que estaba escribiendo, Nuestro común amigo , cuyas páginas estaban deterioradas pero enteras. Después de aquello, siempre que ponía el pie en el vagón de un tren, en un barco, o incluso en un coche de punto, no podía evitar pensar que éste podría ser nuestro trayecto final en esta tierra . El brandy le ayudaba a templar los nervios en estas ocasiones.
– Staplehurst -repitió Henry, y acabó su relato con una oración silenciosa-. Amén -dijo en voz baja.
– Amén -coreó Tom.
Una estufa calentaba el vagón en el que se instalaron en su viaje de vuelta a Boston, pero era difícil decir si hacía que el compartimento resultara más cómodo o más miserable en combinación con el número de pasajeros y los movimientos secos del tren. La ruta exprés de nueve horas se veía considerablemente retrasada por los ríos de Stonington y New London, ambos en el camino de Connecticut. En cada uno de estos lugares el tren navegaba sobre un ferry para cruzar el río y los viajeros tenían plena libertad de quedarse a bordo del tren o de explorar el barco y comer en su restaurante. Dickens se quedó en el tren durante estas travesías en ferry, incluso cuando un navío de guerra americano que pasaba cerca enarboló una bandera británica y atacó una interpretación del Dios salve a la Reina en su honor. El escritor se limitó a observar por la ventanilla.
Su ánimo parecía particularmente contenido en aquel trayecto, que pasaba concentrado en una parsimoniosa partida de cartas a tres manos con Tom y Henry.
– Recuerdo -dijo Dickens con un inesperado entusiasmo sin dirigirse a nadie en particular- que en mi primera visita a América, sí, ¡entonces fue cuando practiqué por primera vez el arte del mesmerismo! Es extraño apreciar que el ferrocarril parece haberse estancado mientras que la mayoría de las cosas en este país ha cambiado para mejor. Era horrible entonces y sigue siéndolo ahora.
– ¿Mesmerismo, Jefe? -preguntó Tom-. ¿Lo ha experimentado usted mismo?
– Ah, Branagan, el espiritualismo no es más que un camelo, pero los insondables lazos entre hombre y hombre son tan reales, y tan peligrosos, como este tren plantado sobre un desvencijado bote.
Dickens describió cómo puso en práctica las lecciones recibidas del afamado espiritualista John Elliotson para mesmerizar a su mujer mientras estaban en Pittsburgh en 1842.
– Admito que sentí cierta alarma al ver que Catherine caía en un profundo sueño magnético durante seis minutos, aunque me sentí lo bastante alentado por el imprevisto éxito como para repetirlo la noche siguiente. Cuando regresé a Inglaterra lo intenté con Georgy, la tía de mis hijos, mi cuñada y mi mejor y más íntima amiga. Georgy, la más dulce de las personas, se volvió casi violenta bajo su influjo -Dickens rió de buena gana al recordarlo, pero pronto se volvió a quedar callado y abatido de nuevo, tal vez por el recuerdo de Catherine. Nunca hablaba de Catherine, la madre de sus ocho hijos, del mismo modo que nunca hablaba realmente de Nelly Ternan y, por supuesto, tampoco consentía que hablara nadie mas-. Bueno, es posible que el señor Scott ya haya oído todo esto con anterioridad -continuó-. ¿Qué le parecería poner a prueba mis habilidades como mesmerizador, señor Branagan?
– ¿Conmigo? -preguntó Tom.
– ¡Qué divertido, Jefe! -exclamó Henry.
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