Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Se sentará usted en la iglesia, señor, exactamente en el lugar que indica su entrada -dijo Tom.

– ¡Si me voy a sentar al lado de uno de esos dos, será mejor que me cambie de sitio!

– Estoy convencido de que el señor Dickens no admitiría su objeción -dijo Tom con ecuanimidad y tensando los músculos por si tenía que reducir al hombre-. Puede irse ahora si lo prefiere.

El hombre, echando humo y con aspecto de estar a punto de arrancarse los cabellos, se dio la vuelta y se marchó gritando improperios contra Charles Dickens por hacer lecturas abiertas y contra Abraham Lincoln por liberar a los negros permitiéndoles asistir a ellas. Los dos hombres de la fila se tocaron el ala del sombrero en agradecimiento a Tom.

Mientras tanto, la policía se dedicaba a extinguir hogueras demasiado cercanas a las casas de madera que había a ambos lados de la estrecha calle, provocando una oleada de amenazas y bravatas de la turba. Tom siguió inspeccionando la cola, impactado por la interminable variedad del género humano. Como había pasado en Boston, las clases altas tenían empleados o criados que les guardaban el puesto: en consecuencia, alrededor de las nueve de la mañana, la composición de la fila empezó a cambiar de gorras a sombreros, de mitones a guantes de seda y bastones de paseo.

Tom desvió su atención hacia una mujer que miraba inquisitivamente en dirección a él. Con ojos fríos y claros pero apagados, permanecía fuera de la fila de gente, casi como si estuviera realizando el mismo tipo de inspección que Tom. Llevaba un cuaderno de notas y escribía pensativa con un lápiz corto, con el ceño fruncido de una manera que parecía indicar que ésa era la expresión habitual de su rostro. ¿Sería otra taquígrafa de las que enviaban los editores piratas? La observadora pasó algunas hojas en busca de una limpia. Una de las hojas tenía un borrón de lodo o una especie de huella de barro pegada encima.

– ¿Quiere usted ponerse en la cola de las entradas, señora? -le preguntó Tom acercándose a ella y haciendo el gesto de levantarse el sombrero-. Permitimos que las mujeres se pongan en la fila, o puede usted pedir a alguien que le guarde el puesto.

En ese preciso momento, los bulliciosos hombres de la fila volvieron a prorrumpir en canciones.

Cantaremos, bailaremos y estaremos alegres,

y besaremos a las queridas muchachas.

Porque no volveremos a casa hasta que amanezca,

hasta que la luz del día aparezca…

– ¡Esos bribones horrendos y tan, tan vulgares! -comentó la mujer en voz alta del astroso grupo. Había extraído una navaja con empuñadura de nácar para sacar punta a la mina del lápiz. Tom observó que, para ser una navaja pequeña, tenía la hoja muy afilada-. No son en absoluto de los que apreciarían a Charles Dickens. He oído cómo esos rufianes necios se citaban unos a otros fragmentos… totalmente equivocados. ¡Uno de ellos atribuía una cita a Nickleby cuando era claramente de Oliver Twist ! «Las sorpresas, como las desgracias, rara vez llegan solas.»

Había algo en la mujer que despertaba un vago recuerdo en la memoria de Tom.

– ¿Ha asistido a alguna lectura anterior del señor Dickens? -le preguntó.

– ¿Que si he asistido a alguna? Acérquese más. ¿Cómo se llama usted, estimado muchacho?

Tom dudó, luego se inclinó hacia la mujer y se lo dijo. Tenía un aplomo masculino, pero sus rasgos, ensombrecidos por el amplio sombrero de plumas negras que estaba de moda, eran hermosos. Calculó que andaría por su cuadragésimo año de vida, pero hacía gala de una seguridad en sí misma digna de una belleza de dieciséis años o de una matrona de setenta.

– ¡Por supuesto que he asistido a sus lecturas! -dijo de repente con un tono de voz aún más elevado-. ¡Las adapta para mí, sabe usted! -hizo una pausa y frunció los labios-. Cambia sus libros a medida que los lee y con ello realiza todo tipo de locas improvisaciones para mí. Me refiero a Dickens -dijo tras comprobar la duración del silencio de Tom-. Me atrevería a asegurar que piensa usted que soy muy rara.

– ¿Señora?

– ¡Ah, sí! -exclamó-. Se está diciendo a sí mismo, aquí tenemos a una de esas americanas vulgares y horrendas. Pues bien, es cierto. No soy una buena chica. La verdad es que soy un íncubo. Y también soy medio inglesa, ¿sabe usted? Pero usted… usted es de la tierra de las patatas, ¿verdad? Sueña con la necesidad y el infortunio y lleva mantequilla en las venas -de repente dio un salto como si le hubiera asustado un trueno. Sacó un reloj de su bolso de tapicería-. ¡Llego espantosamente tarde! En el tiempo que llevamos hablando he faltado a dos citas. Adiós, au revoir .

Tom siguió su ronda cayendo en la cuenta de lo que le había llamado la atención de aquella mujer. No era exactamente la mujer, aunque con seguridad la había visto antes entre la muchedumbre que se formaba siempre alrededor de Dickens. Lo que le había llamado la atención había sido el cuaderno. El papel era exactamente del mismo color melocotón y del mismo tamaño ( exactamente el mismo , de eso estaba seguro) que la carta que habían encontrado en la habitación de Dickens y que todavía conservaba. Sacó la carta del bolsillo de la chaqueta. La autora declaraba ser la mayor lectora de Dickens en todo este país donde reina la vulgaridad , unas palabras similares a las que había pronunciado la señora. Tom se giró y vio que se alejaba de la fila.

– Señora -exclamó Tom, y ella empezó a apretar el paso-. Espere. ¡Señora!

Entonces Tom escuchó que alguien le llamaba de lejos. Intentó no hacer caso. Si la mujer era quien él creía que era, aquélla podía ser su oportunidad para quitarse de encima el peso de las preguntas sobre el incidente del hotel. Tom se abrió camino zigzagueando entre la aglomeración sin retirar la mirada de las plumas de su sombrero, que se balanceaban por encima de la marea de gente.

– ¡Branagan! -un nuevo grito, más alto, que esta vez no podía ignorar-. ¡Bra-Branagan!

Tom miró por encima de su hombro y descubrió que lo que hasta entonces había sido un pequeño altercado en la fila se había convertido en toda una batalla. Los combatientes se atacaban fieramente unos a otros con leños que habían cogido de las hogueras y pisoteaban a los caídos. En el centro de todo aquello se encontraba un grupo de especuladores y policías de Brooklyn. Los policías blandían las porras contra los palos. El señor George Washington se tambaleaba con la nariz chorreando sangre y mechones arrancados de la peluca blanca colgando de las orejas. Aprovechando que el combate se recrudecía, varios de los compradores más emprendedores, con las caras ensangrentadas, arrastraron sus colchones apresuradamente hasta los primeros puestos de la fila.

Tom se sumergió en el corazón de la pelea, embistió a uno de los atacantes y liberó a un policía. Un hombre, gritando como un salvaje, intentó pegar a Tom en la cabeza con un leño, pero él lo detuvo en el aire, lo rompió con las manos y lanzó al agresor a un banco de nieve. En ese momento, un refuerzo de policías cargó con las porras en ristre, ahuyentando a los alborotadores. Lo que muchos de ellos querían sobre todas las cosas era mantener sus puestos en la fila, y se aferraban a los barrotes de la verja que rodeaba la iglesia como si sus vidas dependieran de ello. Para su asombro, Tom se percató de que varios policías secretos, en vez de ayudar, sacaban provecho de la situación para ponerse en una posición privilegiada de la cola.

El revendedor vestido de George Washington vociferaba su ofendida protesta mientras era arrastrado del cinturón.

– ¡Dadle al soez forastero por sus mugrientos panfletos literarios honores que nunca se dieron a nuestros héroes nacionales, a nuestros propios demócratas como el mismísimo George Washington! ¡La guerra literaria entre el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo ha empezado!

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