– La nota de Agassiz daba a entender al menos que estaba interesado en las muestras de insectos.
Lowell trató de aparentar indiferencia. Ahora estaba seguro de que, en efecto, el insecto del estudio de Healey lo había picado, y le preocupaba lo que Agassiz pudiera decir acerca de sus terribles efectos: «Ah, no hay esperanza, pobre Lowell, qué pena.» Lowell no confiaba en la opinión de Holmes de que esa clase de insecto no podía picar. ¿Qué tipo de insecto que se precie mínimamente no pica? Lowell aguardaba el fatal pronóstico. Al menos hubiera sido un alivio escucharlo. No le había dicho a Holmes lo mucho que la herida había crecido en los últimos días, lo a menudo que la sentía latir dentro de la pierna, y cómo podía seguir el rastro del dolor hora tras hora permear todos sus nervios. No quería mostrarse tan débil ante Holmes.
– Ah, ¿le gusta eso, Lowell?
Louis Agassiz entró con las muestras de los insectos en sus manos carnosas, que siempre olían a aceite, pescado y alcohol, incluso tras un concienzudo lavado. Lowell había olvidado que se hallaba de pie junto al esqueleto, que semejaba una hiperbólica gallina. Agassiz dijo orgullosamente:
– ¡El cónsul de Mauricio me trajo dos esqueletos de dodo mientras yo estaba de viaje! ¿No es un tesoro?
– ¿Cree usted que era bueno para comer, Agassiz? -preguntó Holmes.
– Oh, sí. ¡Lástima que no pudiéramos tener dodo en nuestro club del Sábado! Una buena comida ha sido siempre la mayor bendición para la humanidad. Qué lástima. Bueno, ¿estamos listos?
Lowell y Holmes lo siguieron hasta una mesa y tomaron asiento. Agassiz extrajo cuidadosamente los insectos de los tubos de solución alcohólica.
– Ante todo dígame dónde encontraron estos bichitos tan especiales, doctor Holmes.
– En realidad los encontró Lowell -respondió Holmes con cautela-. Cerca de Beacon Hill.
– Beacon Hill -repitió Agassiz, aunque el nombre sonó completamente distinto, pronunciado con su espeso acento suizo alemán-. Dígame, doctor Holmes, ¿qué opina usted de ellos?
A Holmes no le gustaba la costumbre de formular preguntas tendentes a provocar respuestas erróneas.
– No es mi especialidad. Pero son moscas azules, ¿verdad, Agassiz? -Ah, sí. ¿Género? -preguntó Agassiz.
– Cochliomyia -respondió Holmes.
– ¿Especie?
– Macellaria.
– ¡Ja, ja! -rió Agassiz-. En efecto, parecen eso si nos atenemos a los libros. ¿No es así, querido Holmes?
– Entonces, ¿no son… eso? -preguntó Lowell.
Parecía como si toda la sangre se le hubiera ido del rostro. Si Holmes estaba equivocado, las moscas podían no ser inofensivas.
– Las dos moscas son casi idénticas físicamente -dijo Agassiz, y suspiró de un modo que cortaba toda respuesta-. Casi.
Agassiz se dirigió a su estantería de libros. Sus facciones anchas y su figura corpulenta lo hacían parecer más un político de éxito que un biólogo y botánico. El nuevo Museo de Zoología Comparada era la culminación de toda su carrera, pues finalmente podía contar con recursos para completar su clasificación de la miríada de especies innominadas de animales y plantas.
– Permítanme que les muestre algo. Podemos nombrar unas dos mil quinientas especies de moscas norteamericanas. Pero, según mis estimaciones, ahora mismo hay diez mil especies de moscas viviendo entre nosotros.
Mostró algunos dibujos. Eran toscas, más bien grotescas representaciones de rostros humanos, con las narices reemplazadas por orificios extraños, como borrones oscuros. Agassiz explicó:
– Hace unos pocos años, el doctor Coquerel, cirujano de la Armada Imperial francesa, fue llamado a la colonia de la isla del Diablo, en la Guayana francesa, al norte de Brasil. Cinco colonos estaban ingresados en el hospital con síntomas graves e inidentificables. Uno de los hombres murió poco después de la llegada del doctor Coquerel. Cuando perfundió agua en los senos del cráneo del cadáver, se encontraron dentro trescientas larvas de mosca azul.
Holmes quedó desconcertado.
– ¿Que las larvas estaban dentro de un hombre…, de un hombre vivo?
– ¡No interrumpa, Holmes! -exclamó Lowell.
Agassiz asintió a la pregunta de Holmes con un pesado silencio.
– Pero la Cochliomyia macellaria sólo puede digerir tejido muerto -objetó Holmes-. No hay larvas capaces de parasitismo.
– ¡Recuerde las ocho mil moscas no descubiertas a las que acabo de referirme, Holmes! -lo aleccionó Agassiz-. No se trataba de la Cochliomyia macellaria. Era una especie distinta, amigos míos. Una que nunca habíamos visto antes… o que no queríamos creer que existiera. Una hembra de esta especie pone huevos en las ventanas de la nariz del paciente, los huevos eclosionan, las larvas se metamorfosean en gusanos y se alimentan penetrando en el interior de la cabeza. Otros dos hombres de la isla del Diablo murieron por la misma infestación. El doctor sólo pudo salvar a los otros extrayéndoles los gusanos de la nariz. Los gusanos de Macellaria sólo pueden vivir en tejido muerto y prefieren por encima de todo los cadáveres, pero las larvas de esta especie de mosca, Holmes, sólo sobrevive en tejido vivo.
Agassiz aguardó a que las reacciones se reflejaran en los rostros de sus interlocutores. Luego continuó:
– La hembra se aparea una sola vez, pero puede poner un elevadísimo número de huevos cada tres días, diez u once veces a lo largo de su ciclo vital, que dura un mes. Una sola mosca hembra puede poner cuatrocientos huevos en una sola puesta. Busca heridas calientes en animales o humanos para anidar. Los huevos eclosionan y salen los gusanos, que se arrastran al interior de la herida, abriéndose paso a través del cuerpo. Cuanto más infestada está la carne con gusanos, más atraídas se sienten las moscas adultas. Los gusanos se alimentan de tejido vivo hasta que, unos días más tarde, se metamorfosean en moscas. Mi amigo Coquerel llamó a esta especie Cochliomyia hominivorax.
– Homini… vorax -repitió Lowell. Tradujo con voz ronca, mirando a Holmes-: Comedora de hombres.
– Exactamente -confirmó Agassiz con el contenido entusiasmo de un científico que tiene un terrible descubrimiento que anunciar-. Coquerel informó de esto a las publicaciones científicas, aunque pocos creyeron en sus pruebas.
– Pero ¿usted sí? -preguntó Holmes.
– Sin duda alguna -respondió Agassiz en tono grave-. Desde que Coquerel me envió estos dibujos, he estudiado historiales médicos y registros de los últimos treinta años, en busca de menciones de experiencias similares de personas que desconocían estos detalles. Sainte-Hilaire recogió un caso de una larva hallada bajo la piel de un niño. El doctor Livingston, según Cobbold, encontró varias larvas de dípteros en el hombro de un negro herido, en Brasil. En mis viajes he descubierto que esas moscas se llaman las Waregas, conocidas como una plaga tanto para hombres como para animales. En la guerra con México, se informó de las que el pueblo llamaba «moscas de carne», las cuales depositaban sus huevos en las heridas de los soldados que quedaban toda la noche a la intemperie. A veces los gusanos no causaban daño, pues se alimentaban sólo de tejido muerto. Éstas eran moscas azules comunes, gusanos de Macellaria comunes como aquellos con los que usted está familiarizado, doctor Holmes. Pero otras veces el cuerpo era invadido por oleadas enteras, y las vidas de los soldados no podían salvarse. Habían sido agujereados de dentro afuera. ¿Se dan cuenta? Ésas eran las Hominivorax. Esas moscas deben hacer su presa en las personas y los animales indefensos. Es la única fuente para la supervivencia de su prole. Su vida requiere la ingestión de vida. La investigación sólo está en sus comienzos, amigos míos, y es muy emocionante. Miren, yo recogí mis primeros especimenes de Hominivorax durante mi viaje a Brasil. Superficialmente, los dos tipos de moscas azules son, en muchos aspectos, el mismo. Hay que fijarse en la coloración viva y utilizar el instrumento de medición más sensible. Así fui capaz de reconocer ayer sus muestras.
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