Nicholas Rey sacó un papel del chaleco y lo enrolló entre los dedos.
– Me refiero en particular a un poema que creo ha estado ayudando a traducir de una lengua extranjera.
Manning juntó sus torcidos dedos y fijó la mirada en el papel doblado en la mano del patrullero.
– Mi querido oficial -dijo Manning-. ¿Ha habido algún problema?
Era notorio por su mirada que deseaba que la respuesta fuera sí.
Dinanzi. Rey estudió el rostro de Manning, el modo como las elásticas comisuras de la boca del anciano profesor parecían contraerse a causa de la expectación.
Manning pasó la mano sobre la pulida superficie de su cuero cabelludo. Dinanzi a me.
– Lo que yo quería preguntar… -empezó a decir Manning, ensayando otra táctica; ahora estaba menos ansioso-. ¿Ha habido algún conflicto? ¿Alguna clase de queja?
El presidente Hill se pellizcó la barbilla, deseando que Manning se hubiera marchado con los demás miembros de la corporación.
– Me pregunto si no deberíamos llamar al propio profesor Lowell para hablar con él.
Dinanzi a me non fuor cose create Se non etterne, e io etterno duro.
¿Qué significaba aquello? Si Longfellow y sus poetas habían re conocido las palabras, ¿por qué hicieron todo lo posible para alejar lo de ellas?
– No tiene sentido, reverendo -atajó Manning-. El profeso Lowell no puede ser molestado por cualquier nadería. Agente, debo insistir en que, si se ha producido alguna incidencia, nos la señale ahora mismo, y nosotros la resolveremos con la rapidez y la discreción adecuadas. ¿Comprende, patrullero? -dijo Manning, inclinándose hacia delante con afabilidad-. Ha habido intentos, por parte del profesor Lowell y de varios colegas literatos, de introducir cierta literata en nuestra ciudad que no es la apropiada. Sus enseñanzas pondrían en peligro la paz de millones de buenas almas. Como miembro de 1, corporación, se me ha impuesto el deber de defender la buena reputación de la universidad contra esa clase de manchas. El lema de 1‹ universidad es Christo et ecclesiae, señor, y nosotros debemos procuras vivir según el espíritu cristiano de ese ideal.
– Pero el lema solía ser veritas -dijo el presidente Hill tranquilamente-. La verdad.
Manning le dirigió una mirada afilada.
El patrullero Rey dudó otro momento y luego devolvió el papel a su bolsillo.
– He expresado algún interés por la poesía que el señor Lowel ha estado traduciendo. Él pensó que ustedes, caballeros, podrían orientarme sobre el lugar adecuado para su estudio.
Las mejillas del doctor Manning adquirieron color rápidamente
– ¿Quiere usted decir que ésta es una visita puramente literaria? -preguntó, contrariado.
Y como Rey no respondiera, Manning aseguró al oficial que Lowell quiso tomarle el pelo -a él y a la universidad-por diversión. Si Rey deseaba estudiar la poesía del diablo, podía hacerlo a los pies del propio diablo.
Rey atravesó el campus de Harvard, donde silbaban los vientos fríos alrededor de los viejos edificios de ladrillo. Se sintió abrumado y confuso en cuanto a su propósito. Entonces una campana de alarma empezó a sonar; sonaba, al parecer, desde todos los rincones del universo. Y Rey echó a correr.
Oliver Wendell Holmes, poeta y médico, iluminó los insectos colocados en sus portaobjetos, sirviéndose de una bujía situada junto a uno de sus microscopios.
Se inclinó y observó a través de la lente una mosca azul, ajustando la posición del sujeto. El insecto estaba saltando y retorciéndose, como poseído por una extremada ira contra su observador.
No. No era el insecto.
Era la propia platina del microscopio lo que estaba temblando. Unos cascos de caballo atronaron el exterior, para estallar en una súbita parada. Holmes corrió a la ventana y apartó las cortinas. Amelia entró procedente del vestíbulo. Con temible gravedad, Holmes le ordenó permanecer allí, pero ella lo siguió hasta la puerta principal. La figura vestida de azul oscuro de un fornido policía se recortó contra el cielo, mientras tiraba de las riendas con todas sus fuerzas para apaciguar a las inquietas yeguas salpicadas de manchas grises, enganchadas al carruaje.
– ¿Doctor Holmes? -le llamó desde el pescante-. Tiene que venir conmigo en seguida.
Amelia dio un paso adelante.
– ¡Wendell! ¿Qué sucede?
Holmes ya estaba resollando.
– Melia, envía una nota a la casa Craigie. Diles que ha ocurrido algo y que se reúnan conmigo en el Corner dentro de una hora. Siento tenerme que ir así, pero no puedo evitarlo.
Antes de que ella pudiera protestar, Holmes montó de un salto en el carruaje policial, y los caballos emprendieron un tempestuoso galope, dejando un rastro de hojas muertas y polvo. Oliver Wendell Holmes junior lo observó a través de las cortinas de la sala de estar de la tercera planta, y se preguntó en qué nueva insensatez andaba metido ahora su padre.
Un frío penetrante se había apoderado del aire. Los cielos se estaban abriendo. Un segundo carruaje galopó hasta detenerse en el mismo punto que el otro acababa de abandonar. Se trataba de la berlina de Fields. James Russell Lowell abrió la portezuela y preguntó a la señora Holmes, con una erupción de palabras, dónde encontrar al doctor. Ella se inclinó hacia delante lo suficiente para distinguir los perfiles de Henry Longfellow y de J. T. Fields.
– No sé adónde ha ido, señor Lowell. Pero vino a buscarlo la policía. Me encargó que enviara una nota a la casa Craigie pidiéndoles que se reunieran en el Corner. James Lowell, ¡me gustaría saber qué se traen entre manos!
Lowell miró en torno al carruaje, indefenso. En la esquina de la calle Charles, dos niños distribuían octavillas gritando: «¡Desaparecido! ¡Desaparecido! Tome una hoja, por favor, caballero, señora.»
Lowell introdujo la mano en el bolsillo del gabán, sintiendo el temor secándole la garganta. Sacó la mano con la octavilla arrugada que se había echado al bolsillo en la plaza del mercado de Cambridge, tras haber visto al fantasma en compañía de Edward Sheldon. La desarrugó frotándola contra la manga, y la boca de Lowell tembló al exclamar:
– Oh, Dios mío…
– Hemos distribuido patrulleros y centinelas por toda la ciudad desde el asesinato del reverendo Talbot. ¡Pero no se ha visto nada!
El sargento Stoneweather lo dijo a gritos desde el pescante, mientras los dos caballos, llenos de picaduras de pulgas, corrían alejándose de la calle Charles, con sus músculos danzando. Cada pocos minutos, el sargento echaba mano del látigo y lo hacía culebrear.
La mente de Holmes nadaba a contracorriente, con el fondo del contundente trote y del crujido de la grava bajo las ruedas. El único hecho comprensible del que el cochero le había informado, o al menos el único que el atemorizado pasajero había digerido, era que el patrullero Rey lo había enviado en busca de Holmes. En el puerto, el carruaje se detuvo bruscamente. Desde allí, un bote de la policía trasladó a Holmes a una de las islas del soñoliento puerto, donde se alzaba, fuera de uso, un castillo hecho de macizo granito de Quincy, desprovisto de ventanas y ahora dominio de las ratas. Los bastiones permanecían desiertos, y unos cañones aparecían tumbados junto a marchitas banderas de las barras y estrellas. Penetraron en el fuerte Warren, el doctor tras el sargento, pasaron ante una hilera de policías pálidos como espectros que ya habían estado en el escenario del suceso, atravesaron un laberinto de estancias y bajaron por un túnel de piedra, frío y negro como el betún, para llegar, finalmente, a un almacén instalado en una extraña cámara excavada en la roca.
El pequeño doctor tropezó y estuvo a punto de caerse. Su mente dio un salto en el tiempo. Cuando estudiaba en la École de Médecine de París, el joven Holmes había presenciado combats des animaux, una exhibición bárbara de bulldogs luchando entre ellos para luego dejarlos libres contra un lobo, un oso, un jabalí, un toro y un asno atado a un poste. Aun durante su audaz juventud, Holmes supo que nunca extirparía de su alma la marca al hierro del calvinismo, por más poesía que escribiera. Quedaba la tentación de creer que el mundo era una simple trampa para el pecado humano. Pero el pecado, tal como él lo veía, era tan sólo el fallo de un ser de factura imperfecta en su empeño por mantener una ley perfecta. Para los antepasados, el gran misterio de la vida era este pecado; para el doctor Holmes, era el sufrimiento. Pero nunca hubiera esperado hallar tanto sufrimiento. La memoria oscura, las alegrías y las risas irrumpieron como una estampida en la mente ofuscada de Holmes ahora, cuando miró adelante.
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