Matthew Pearl - El Club Dante

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Boston, 1865. Importantes personalidades están siendo brutalmente asesinadas por un criminal inspirado en los tormentos del Infierno de Dante. Sólo los miembros del club Dante -poetas y profesores de Harvard dirigidos por Henry Wadsworth Longfellow- pueden anticiparse al asesino e identificarle. Mientras preparan la primera traducción americana de La divina comedia enfrentándose a la oposición de la puritana vieja guardia de Harvard, los intelectuales deberán convertirse en detectives y pasar a la acción. Nicholas Ray, el primer policía negro del departamento de Boston, dirigirá la investigación oficial mientras los miembros del club llevan a cabo sus insólitas pesquisas. Un dantesco infierno medieval se cierne sobre las calles de la ciudad, en una época que toca a su fin, convulsa por la recién terminada guerra civil, el asesinato del presidente Lincoln y los disturbios raciales. Comparada insistentemente con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, aclamada por la crítica con una unanimidad asombrosa y refrendada por el público con su presencia en las listas de los libros más vendidos de New York Times, Boston Globe, Washington Post, Los Angeles Times, The Guardian, entre otros, El club Dante está a punto de ser publicada en veintiún países antes de ser llevada al cine. Matthew Pearl ha logrado un equilibrio perfecto entre realidad y ficción, una novela histórica de suspense que sorprende de principio a fin.

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Antes de que acabara la noche, Lowell había convencido a Longfellow de que contara a los reunidos la historia de los cigarros. Como nadie tenía la habilidad de halagar a Longfellow para hacerle hablar de sí mismo, debía centrarse su interés en un tema neutro, como el de los cigarros.

– Yo había sido convocado para tratar asuntos en el Corner -empezó a decir Longfellow, mientras Fields se reía por adelantado-, cuando el señor Fields me convenció de que lo acompañara a un tabaquero próximo para adquirir algunos regalos. El tabaquero sacó una caja de cierta marca de cigarros de la que les juro que nunca había oído hablar. Y dijo, con toda la seriedad del mundo: «Éstos, señor, son la clase preferida de Longfellow.»

– ¿Y qué replicó usted? -preguntó Greene, elevando la voz sobre las muestras de regocijo.

– Miré al hombre, luego los cigarros y dije: «Muy bien, pues los

probaré.» Y le pagué una caja para que me la enviara.

– ¿Y qué piensa ahora, mi querido Longfellow? -preguntó Lowell riendo, de tal modo que se le atragantó el postre. Longfellow exhaló un suspiro.

– Oh, creo que aquel hombre estaba completamente en lo cierto. Los encuentro buenos.

– «Así pues, es bueno que me arme de prudencia, pues si soy arrojado del lugar que me es más querido, yo…» -declamó el estudiante en tono de frustración, desplazando el dedo atrás y adelante bajo el texto italiano.

Desde hacía varios años, el estudio de Lowell en Elmwood se había desdoblado en aula para su curso sobre Dante. En su primera etapa como profesor de la cátedra Smith, solicitó un local y le asignaron un sombrío espacio situado en el sótano del edificio principal de la universidad, con largos tableros de madera en lugar de pupitres y un púlpito para el profesor, que, seguro, provenía de los tiempos de los puritanos. Al curso no asistían suficientes alumnos, se le dijo a Lowell, para merecer una de las aulas más deseadas. Dar clase en Elmwood le aportó la comodidad de una pipa y el calor de una chimenea, y era otra razón para no tener que salir de casa.

La clase se daba dos veces por semana en días escogidos por Lowell, algunas veces en domingo, pues le gustaba la idea de reunirse el mismo día de la semana que Boccaccio, siglos antes, había acudido a las primeras conferencias de Dante en Florencia. Mabel Lowell a menudo se sentaba y escuchaba las lecciones de su padre desde la habitación contigua, comunicada con la otra a través de dos arcadas.

– Recuerde, Mead -dijo el profesor Lowell cuando el estudiante frustrado se detuvo-. Recuerde que en esta quinta esfera del cielo, la esfera de los mártires, Cacciaguida ha profetizado a Dante que el poeta será desterrado de Florencia en cuanto regrese al mundo de los vivos, y que la sentencia será de muerte en la hoguera si vuelve a cruzar las puertas de la ciudad. Ahora, Mead, traduzca la frase siguiente, «io non perdessi li altri per i miei carmi», teniendo eso en cuenta.

El italiano de Lowell era fluido y siempre técnicamente correcto. Pero a Mead, un alumno de penúltimo año de Harvard, le gustaba pensar que la condición de norteamericano de Lowell se manifestaba en la escrupulosa pronunciación de cada sílaba, como si cada una de ellas no tuviera relación con la siguiente.

– «No perderé otros lugares a causa de mis poemas.»

– ¡Aténgase al texto, Mead! Carmi son cantos, no precisamente sus poemas, sino la auténtica musicalidad de su voz. En los tiempos de los ministriles, usted, pagando un dinero, habría podido escoger entre sus historias cantadas o un sermón. Un sermón que canta y una canción que predica; eso es la Commedia de Dante. «Para que por causa de mis cantos yo no pierda los otros lugares.» Una hermosa lectura, Mead -dijo Lowell con un gesto que parecía forzado y que comunicaba su aprobación general.

– Dante se repite -dijo en tono monótono Pliny Mead. Edward Sheldon, el estudiante sentado junto a él, se revolvió al oírlo. Mead continuó-: Como usted dice, un profeta divino ya ha previsto que Dante hallará refugio y protección con Can Grande. Entonces, ¿qué «otros» lugares podría necesitar Dante? Se incurre en falta de sentido por causa de la poesía.

Lowell replicó:

– Cuando Dante se refiere a un nuevo hogar en el futuro gracias a su trabajo, cuando alude a que busca otros lugares, no habla de su vida en 1302, el año de su destierro, sino de su segunda vida, su vida como la vivirá a través del poema por cientos de años.

Mead insistió:

– Pero Dante nunca alcanza de verdad el «lugar más querido», sino que se aparta de él. Florencia le ofreció una oportunidad de retornar al hogar, junto con su esposa y su familia, ¡y él la rechazó!

Pliny Mead nunca era de los que impresionan a los profesores o a sus iguales por su genialidad, pero desde la mañana que recibió las notas de su último período académico -que le produjeron una triste desilusión-había puesto la mirada con acritud sobre Lowell. Mead atribuía su baja calificación -y su consiguiente caída en la clasificación de la promoción de 1867 del duodécimo al decimoquinto puesto-al hecho de haberse mostrado en desacuerdo con Lowell en varias ocasiones durante los debates de literatura francesa, y a que el profesor no pudo soportar que se le considerase equivocado. Mead hubiera renunciado a su curso de lenguas vivas, pero el reglamento de la corporación establecía que, una vez matriculado en un curso de lengua, el estudiante debía permanecer tres períodos académicos más en el departamento; un recurso adoptado para disuadir la inconstancia de los muchachos. Así pues, Mead tropezó con el gran saco hinchado de Russell Lowell. Y con Dante Alighieri.

– ¡Menudo ofrecimiento le hicieron! -replicó Lowell riendo-. Clemencia plena para Dante y restauración de su posición en Florencia, y a cambio el poeta ¡debía solicitar la absolución y pagar una crecida suma de dinero! ¡Qué cosa tan degradante! Es impensable que un hombre que clama justicia acepte un compromiso tan corrupto con sus perseguidores.

– Bueno, ¡Dante sigue siendo florentino, digamos nosotros lo que digamos! -afirmó Mead, tratando de obtener el apoyo de Sheldon mediante una mirada de complicidad-. ¿No lo ves así, Sheldon? Dante escribe incesantemente sobre Florencia, y de los florentinos a los que conoce y con los que habla en su visita al más allá, ¡y todo eso lo escribe mientras está desterrado! Para mí está claro, amigos, que sólo anhela el retorno. La muerte del hombre en el destierro y la pobreza es un gran fracaso final.

Con irritación, Edward Sheldon observó que Mead hacía muecas que daban a entender que había dejado sin argumentos a Lowell, el cual se levantó y hundió las manos en su más bien raído batín. Pero Sheldon pudo ver en Lowell, pudo advertirlo en la manera de exhalar el humo de su pipa, que su mente estaba ocupada en elevados pensamientos. Parecía vagar por otro plano de percepción mental, muy por encima del estudio de Elmwood, mientras daba zancadas sobre la alfombra con sus botas de gruesos cordones. Era propio de Lowell no admitir a principiantes en una clase avanzada de literatura, pero el joven Sheldon había insistido, y Lowell le dijo que ya se vería si conseguía manejarse. Sheldon le guardó agradecimiento por la oportunidad y esperó la ocasión de defender a Lowell y a Dante en contra de Mead, de la misma manera que, de pequeño, había colocado monedas de cobre en las vías del tren. Sheldon abrió la boca, pero Mead lo acalló con una mirada y Sheldon se guardó sus pensamientos para sí.

Lowell no pudo disimular una mirada de decepción hacia Sheldon, y luego se volvió hacia Mead.

– ¿Dónde está en usted el judío, muchacho? -preguntó.

– ¿Qué? -exclamó Mead, ofendido.

– No, no se preocupe. No era eso en lo que estaba pensando, Mead. El tema de Dante es el hombre, no un hombre -aclaró finalmente con la tierna paciencia que sólo reservaba para los estudiantes-. Los italianos siempre se agarran a Dante para tratar de que diga que está a favor de su política y de su manera de pensar. ¡Su manera de pensar, claro! Confinarlo en Florencia o en Italia es sustraerlo a las simpatías de la humanidad. Leemos el Paraíso perdido como un poema, pero la Commedia de Dante la leemos como una crónica para nuestras vidas interiores. ¿Conocen, muchachos, Isaías 38, 10?

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