– ¡Sí, ya lo vi! Un excelente trabajo. Cuide a ese joven autor, Fields -dijo Lowell.
– Hummm. -Fields sonrió al oír estas palabras-. Al parecer debería consultarle a usted antes de permitir que un autor ponga la pluma sobre el papel. Ciertamente, The Review se apresuró a acabar con nuestra Vida de Percival. ¡Un extraño podría muy bien preguntarse por qué no me muestra usted la mínima consideración!
– Fields, yo no lisonjeo a nadie por sentimentalismo -declaró Lowell-. Usted sabe muy bien que conviene publicar un libro que es pobre en sí pero que está en el camino de un trabajo mejor sobre el tema.
– Pregunto a los presentes si es justo que Lowell publique en The North American Review, una de mis revistas, un ataque contra un libro de mi casa.
– Bueno, pues yo, a mi vez, pregunto si alguien de los presentes ha leído el libro y está dispuesto a discutir mis conclusiones -replicó Lowell.
– Me arriesgaría a contestar con un resonante no en nombre de todos los que están a la mesa -admitió Fields-, pero yo les aseguro que desde el día en que apareció el artículo de Lowell ¡no se ha vendido un solo ejemplar del libro!
Holmes golpeó el vaso con el tenedor.
– Aquí mismo formulo una acusación contra Lowell por asesinato, pues ha matado irremisiblemente la Vida.
Todos rieron.
– Oh, lo que murió fue un nonato, juez Holmes -replicó el defensor-; ¡yo me limité a clavar los clavos de su ataúd!
– Díganme -intervino Greene, que trató de conferir a su voz un tono despreocupado, volviendo a su tema preferido-. ¿Alguien ha advertido un carácter dantesco en los días y fechas de este año?
– Corresponden exactamente a los del dantesco 1300 -respondió Longfellow asintiendo-. En ambos años Viernes Santo cayó el veinticinco de marzo.
– ¡Gloria! -exclamó Lowell-. Este año hace quinientos sesenta y cinco que Dante descendió a la citta dolente, a la ciudad doliente. ¿No había de ser éste el año de una traducción, aunque sea mala? -preguntó con una sonrisa infantil.
Pero su comentario le recordó la persistencia de la corporación de Harvard, y su amplia sonrisa se marchitó. Longfellow dijo:
– Mañana, con nuestros últimos cantos del Inferno en la mano, descenderemos entre los diablos de la imprenta (los Malebranches de Riverside Press) y nos aproximaremos, arrastrándonos, al final. He prometido enviar una edición limitada del Inferno a la Comisión Florentina a fines de año, para que se sume, humildemente, por supuesto, a la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante.
– Ustedes saben, mis queridos amigos -dijo Lowell frunciendo el entrecejo-, que esos malditos estúpidos de Harvard aún están tratando por todos los medios de suspender mi curso sobre Dante.
– Y después de que Augustus Manning me advirtiera sobre las consecuencias de publicar la traducción -precisó Fields, tamborileando sobre la mesa con gesto de frustración.
– ¿Por qué habrían de llegar a tales extremos? -inquirió Greene, alarmado.
– De una u otra forma tratan de mantener todo lo lejos posible a Dante -explicó Longfellow amablemente-. Temen su influencia porque es extranjero y católico, querido Greene.
Holmes, exhibiendo una simpatía espontánea, dijo:
– Supongo que podría entenderse, en parte, porque hay algo dantesco que nos afecta. ¿Cuántos padres fueron al cementerio del monte Auburn a visitar la tumba de sus hijos el pasado junio, en lugar de acudir a su fiesta de graduación? En muchos casos creo que ya tenemos bastante con el infierno del que acabamos de salir.
Lowell se estaba sirviendo su tercer o cuarto vaso de falerno tinto. Al otro lado de la mesa, Fields trataba sin éxito de calmarlo con una mirada de apaciguamiento. Pero Lowell dijo:
– ¡Una vez empiecen a arrojar libros al fuego, nos mandarán a nosotros a un infierno del que nos costará escapar, querido Holmes!
– Oh, no crea que me gusta la idea de tratar de impermeabilizar la mente norteamericana contra cuestiones que el cielo le hace llover encima, querido Lowell. Pero acaso… -Holmes dudó. Aquélla era su oportunidad. Se volvió a Longfellow-: Acaso deberíamos considerar un plan de publicación menos ambicioso, querido Longfellow… Una edición limitada, al principio, a unas docenas de ejemplares, para que nuestros amigos y colegas estudiosos pudieran apreciarla, pudieran comprender su fuerza antes de divulgar la obra entre las masas…
Lowell saltó en su asiento.
– ¿Es que el doctor Manning ha hablado con usted? ¿Acaso Manning le envió a alguien para meterle miedo, Holmes?
– Por favor, Lowell -intervino Fields, sonriendo diplomáticamente-. Manning nunca acudiría a Holmes con ese propósito.
– ¿Qué? -El doctor Holmes hizo como que no se enteraba. Lowell aún estaba aguardando la respuesta-. Desde luego que no, Lowell. Manning es precisamente uno de esos hongos que siempre crecen en las universidades más antiguas. Pero me parece que no pretendemos suscitar un conflicto innecesario. Sólo serviría para apartarnos de Dante, que es lo que nos interesa. Tendría que ver con la lucha, no con la poesía. Demasiados médicos utilizan la medicina para atiborrar a sus pacientes con todos los potingues posibles. Deberíamos ser juiciosos con nuestras honradas curas, y cautelosos en nuestros progresos literarios.
– Cuanto más unidos, mejor -sentenció Fields, dirigiéndose a todos los presentes.
– ¡No podemos mostrarnos cautelosos ante los tiranos! -protestó Lowell.
– Ni tampoco deseamos formar un ejército de cinco personas contra el mundo entero -añadió Holmes.
Estaba ansioso porque Fields empezaba a considerar su idea de esperar. Completaría su novela antes de que la nación llegara a oír hablar de Dante.
– ¡Yo quiero que me quemen en la hoguera! -exclamó Lowell-. ¡No! Quisiera que me encerraran a solas una hora con la corporación de Harvard al completo antes que retrasar la publicación de la traducción.
– Por supuesto que no cambiaremos los planes de edición -dijo Fields. El viento dejó de soplar a favor de las velas de Holmes-. Pero Holmes tiene razón en lo de sacar esto adelante nosotros solos. Podríamos tratar de conseguir apoyo. Podría llamar al anciano profesor Ticknor para que ejerza la influencia que pueda quedarle. Y quizá al señor Emerson, que leyó a Dante hace años. Nadie en el mundo sabe si de un libro se venderán cinco mil ejemplares o no cuando se publique. Pero si se venden esos cinco mil ejemplares, bien pueden venderse veinticinco mil.
– ¿Pueden tratar de despojarlo de su plaza de profesor, señor Lowell? -interrumpió Greene, preocupado todavía por la corporación de Harvard.
– Jamey es demasiado famoso para eso -rechazó Fields.
– ¡Me importa un rábano lo que hagan conmigo, en todos los sentidos! No entregaré Dante a los filisteos.
– ¡Ni ninguno de nosotros! -se apresuró a declarar Holmes.
Para su sorpresa, nadie lo contradijo; antes bien, todos parecían más decididos a darle la razón y más convencidos de que podría salvar a sus amigos de Dante, y a Dante del ardor de sus amigos. El animoso volumen de sus exclamaciones contagió a los circunstantes, que prorrumpieron en «Oigan, oigan» y «¡Eso, eso!». La voz de Lowell era la más fuerte.
Greene, viendo un resto de relleno de tomate en su tintineante tenedor, se inclinó para compartir aquella riqueza con Trap. Desde debajo de la mesa, Greene vio que Longfellow se ponía de pie.
Aunque sólo eran cinco amigos reunidos en el comedor de Longfellow, en la extrema intimidad de la casa Craigie, lo insólito de que el anfitrión se pusiera de pie para proponer un brindis suscitó un silencio total.
– A la salud de los reunidos a la mesa.
Eso es todo cuanto dijo. Pero ellos lanzaron hurras como si estuvieran ante otra proclamación de la Independencia. Llegaron luego la tarta de cerezas, el helado y el coñac con terrones de azúcar flameantes, se desenvolvieron los cigarros y se encendieron con las velas del centro de la mesa.
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