Oakley Hall - Ambrose Bierce y la Reina de Picas

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Ambrose Bierce y la Reina de Picas: краткое содержание, описание и аннотация

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Ambrose Bierce y la Reina de Picas: San Francisco, finales de la década de 1880. Un joven auxiliar de imprenta y aspirante a reportero, Tom Redmond, se une al temido escritor y editor del semanario satírico The Hornet, Ambrose Bierce, para investigar una serie de brutales asesinatos de prostitutas cometidos en un barrio de la emergente ciudad. El asesino, conocido como el Destripador de Morton Street, deja siempre un naipe del palo de picas sobre los cuerpos desnudos de sus víctimas. Las conjeturas iniciales, así como las pruebas practicadas, apuntan a que tras la salvaje cacería podría estar una poderosa familia de nuevos ricos de dudosa integridad aliada con los inmorales y a menudo violentos propietarios del monopolio del ferrocarril. Para Tom Redmond, que teme por la vida de la joven por la que se siente atraído, resolver el misterio es de importancia capital, para «el amargo» Bierce es sólo una nueva oportunidad para alimentar su guerra particular contra los magnates de la minería y de la todopoderosa Southern Pacific Railroad y sus políticos títeres. Ambrose Bierce y la Reina de Picas es tanto una narración de ambientación histórica como una apasionante novela de misterio, el retrato que realiza Oakley Hall -autor de la novela de culto llevada al cine Warlock (1958) y especialista en la historia del Oeste americano- dando vida al genial escritor norteamericano Ambrose Bierce resulta impecable. En esta novela Hall va más allá de la habitual recreación literaria a partir de determinados hechos reales y nos ofrece una subyugante y peculiar historia policiaca, en la que cada capítulo se abre con una corrosiva definición tomada de El Diccionario del Diablo, la patibularia y desternillante recopilación de aforismos de Ambrose Bierce.

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– Triste lugar -dijo él, agitando la cabeza y sentándose en una silla junto a la mía con sus relucientes botas en alto sobre la barandilla.

– Gracias, cariño -dijo cuando mi madre le trajo un vaso de limonada.

– Tú pasaste un tiempo allí, ¿verdad? -dije.

– Muy poco tiempo -dijo él-. En Washoe te roban el dinero bastante rápido.

Me sonrió como si ambos estuviéramos al tanto de sus debilidades.

– Háblame de Comstock -dije.

– Nunca he estado allí, ¿y tú?

– Nunca he estado en Nevada.

– Comstock costeó la Guerra, ya sabes. Hizo a San Francisco lo que es hoy. Mineral de plata y tejemanejes bursátiles.

Se las apañó para asentir y negar con la cabeza al mismo tiempo, como si surgieran en su interior pasados recuerdos y placeres.

Luego adoptó una expresión adusta.

– Bueno, hijo, hay dos cañones que recorren Mount Davidson: Six-Mile Canyon y Gold Canyon. Había allí un viejo pájaro llamado Henry Comstock que invirtió dinero y se hizo con las tierras. Le llamaban el Viejo Panqueque. Encontraron algo de oro, pero mezclado con gran cantidad de limo azulado. Un buen día alguien envió ese barro azul a analizar y resultó que se trataba de plata, a tres mil dólares la tonelada.

Mi madre nos observaba sentada en la silla más alejada, envuelta en el humo azul del puro que le había traído.

– Cuéntale lo de aquella mina en la que participaste -dijo ella.

– Se dice que existían alrededor de diecisiete mil participaciones en Mount Davidson en los años 60, y cinco de ellas eran mías -afirmó mi padre-. Tan sólo en 1863 había tres mil propiedades de Comstock con acciones en la Bolsa de San Francisco. La mayoría perdieron todo su valor, como las mías. En otros casos se perdieron porque alguien más listo te las ganaba a las cartas.

»Ophir, Hale & Norcross, Yellow Jacket, Consolidated-Virginia y Con-Ohio habían perforado agujeros de 150 o 180 metros de profundidad, de los que agotaron todo el mineral que contenían.

»Las acciones se desplomaron, y el Grupo Ralston y el Banco de California comenzaron a comprar todas las acciones y participaciones, mientras Ralston enviaba a Will Sharon a Virginia City para que se hiciera cargo de los negocios. La Gran Bonanza apareció a unos trescientos metros y reportó enormes fortunas para Ralston y Sharon. También para Nat McNair y aquellos irlandeses que controlaban la Consolidated-Virginia, y un grupo de otros peces pequeños. De esta manera, el Banco de California y Frisco comenzaron a obtener enormes beneficios gracias a la plata de Comstock.

»A continuación se sucedieron una serie de tejemanejes con opciones sobre acciones y chanchullos varios, subidas y bajadas, auditorías y bancarrotas, bonanzas falsas y verdaderas, hasta que todo explotó y el Banco de California quebró y Bill Ralston estiró la pata. Sharon se quedó con sus deudas y sus activos, canceló las deudas pagando un puñado de peniques por dólar adeudado, y conservó los activos mostrándose ante todos como el podrido y sibilino hijo de puta de dos caras que es. He oído que ahora anda ocupado con esa demanda de la Rosa de Sharon, o como se llame.

Le pregunté si había conocido a Highgrade [8]Carrie. Entrecerró ligeramente los ojos unos segundos antes de clavarlos en los míos.

– Oí hablar de ella, hijo -dijo él-. Una mujer de bandera, por lo que sé. El ángel de los mineros.

– Un ángel es ángel por sus acciones -apostilló mi madre.

– Y por sus acciones es por lo que se la conocía como el ángel de los mineros -afirmó mi padre.

Cuando llegó la hora de marcharme, mi padre me llevó en el corcel plateado prestado. Iba sentado detrás de la silla, y me sentí de nuevo como un niño. Me volví para despedirme de mi madre en el porche.

Abrazado a la espalda de mi padre y sacudido por el movimiento del caballo, recordé lo bueno y lo malo de mi niñez. El Don había sido la mayor parte de lo bueno. Habíamos pescado a orillas del río, junto al enorme tronco seco, sentados hombro con hombro y las cañas en un mismo ángulo, mientras los sedales se hundían juntos en el pardo remolino de agua. Me había enseñado a jugar al béisbol, lanzando pacientemente la pelota a mi guante, el cual heredé de Michael, y blandiendo pacientemente el bate de Brian. Me traía libros nuevos que yo sabía que no podía permitirse. Siempre había hecho caso omiso a lo que pudiera o no pudiera permitirse. Recuerdo haberle visto llorar cuando Michael le propinó un puñetazo en un ojo y abandonó el hogar.

– Había damas muy bellas en Virginia City -me dijo mi padre por encima del hombro-. Julia Bulette y Highgrade Carrie. Aquellos sí que fueron buenos tiempos.

– Una tal señora Bettis me dijo que te conoció en Washoe -dije yo.

– No recuerdo a nadie con ese nombre. ¿Qué aspecto tenía?

No logré recordar muy bien el aspecto de la señora Bettis, y mucho menos describirla.

– Probablemente ése sea su nombre de casada -comentó mi padre-. O quizás utilizaba en Washoe un nombre falso. Mucha gente utilizaba nombres falsos en Comstock.

Me dejó en la estación tras prometerme que me invitaría a una buena cena la próxima vez que visitara la ciudad. El tren sufrió un retraso de media hora hasta que el revisor anunció la salida y los vagones se tambalearon y traquetearon con el tirón de la locomotora.

El Truckee & Virginia enfiló hacia el sur por el Valle de Washoe y contemplé por la ventana los picos orientales de Sierra Nevada. La línea de nieve era tan recta que parecía trazada con una regla. La nieve reflejaba los rayos de sol ofreciendo un espectáculo celeste de la virginal naturaleza. También observé la escasa vegetación en la parte baja de las laderas; allí los hombres habían talado los bosques y serrado los árboles para apuntalar las minas de Comstock.

Tras una parada en Carson City, el tren prosiguió petardeando alrededor de la montaña, subiendo paulatinamente curva tras curva y túnel tras túnel, chapado de zinc ennegrecido en profundo contraste con las chispas que salían de las chimeneas, avanzando tan lentamente que se podía bajar de los vagones y andar a su lado. Subíamos hacia Mount Davidson, Virginia City y la Veta de Comstock. La montaña estaba plagada de madrigueras de coyote y chozas desvencijadas.

Bajé del vagón en la estación subterránea de la ciudad, y pude distinguir el tenue y peculiar golpeteo de las acerías y plantas de estampación.

Unos cuantos vagos, una mujer con chal y un niño enfermizo cogido de la mano, y un indio cubierto con manta y el rostro más oscuro que el barro, observaban en pie a los pasajeros que bajaban del tren. Escalé la colina por la ladera en sombra de la montaña. La mochila me golpeaba el muslo mientras recorría C Street; había salones y tiendas a ambos lados de la calle, con porches cubiertos de madera que parecían precisar de algún arreglo. Virginia City no era una comunidad muy animada.

En el Hotel International, donde las escupideras relucían entre palmeras en macetas sobre alfombras desgastadas, el jaleo de las estampadoras, más que oírse, podía sentirse a través de las suelas de los zapatos. Reservé una habitación en la segunda planta. No parecía haber ningún otro huésped alojado. Cuando abrí la ventana de mi habitación con vistas a C Street y a un barranco con depósitos marrones de tierra y relave de mineral, el golpeteo de las fábricas de estampación de metal volvió a oírse aún más fuerte.

Un carromato, tirado por un caballo agotado de color gris y un apático conductor, me llevó a mí y a un minero con camisa roja y una pierna lisiada hacia el extremo norte de C Street, donde me habían indicado que estaba la Consolidated-Ohio, propietaria de la Jota de Picas. Desde una carretera llena de baches, observé más abajo un ramal de vía donde había algunos vagones de plataforma cargados de leños y un grupo de edificios de madera con techos de chapa ondulada salpicada de manchas de óxido. Todos los edificios estaban agrupados alrededor de una construcción de dos alturas, con aljibes, escaleras de mano y chimeneas sin humo en el techo. A través de unas ventanas altas se vislumbraban hileras de maquinaria polvorienta. Sobre la sección más alta de este edificio principal aún se podían leer las siguientes borrosas palabras: Consolidated-Ohio. La Con-Ohio, efectivamente, parecía clausurada.

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