– ¿Ese endemoniado periodista?
– Es mi jefe.
Le echó un rápido vistazo a la tarjeta de visita que le había dado y que sostenía combada en su mano.
– Usted es Thomas Redmond -dijo.
– Sí, señora.
– Conocí en una ocasión a un tal Cletus Redmond -su arrugado y viejo rostro con sedosas mejillas adquirió un inequívoco aire de coquetería-. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de Cletus Redmond.
– Se casó con mi madre -dije.
– ¡Cielo Santo! ¡Es el hijo de Cletus Redmond!
– Sí, señora.
– ¿Y dónde está ahora su querido padre?
– En Sacramento, trabajando para los Ferrocarriles, cuando no está persiguiendo la última bonanza. ¿Dónde lo conoció usted?
– En el condado de Washoe.
Sentí que me recorría una corriente eléctrica al vislumbrar algún tipo de conexión. Washoe era la Veta de Comstock, en Virginia City, y hasta ese momento ignoraba que mi padre hubiera estado allí, aunque tenía sentido. Había estado en Austin, Eureka y Tonopah durante distintos periodos de tiempo. Los contactos de mi padre con los minerales, más que bonanzas, habían sido borrascas, pero nunca perdió la esperanza de que tendría un último golpe de suerte en pago por su fe y paciencia.
El hombre había pasado toda su vida, desde que llegó a California en el 49 a los diecisiete años, persiguiendo bonanzas y mujeres. Parecía ser que la señora Bettis era una de las que sí habían respondido a sus encantos irlandeses. En Washoe, el juez Hamon había estado escribiendo sus memorias, las cuales pondrían en un aprieto tanto al Ferrocarril en general, como al senador Jennings en particular, al revelar sobornos y corruptelas durante el juicio de los granjeros de Mussel Slough. La señora Hamon a su vez se había mostrado muy cauta y había solicitado entrevistarse con Bierce. El asesino la interceptó antes de que pudiera ver al periodista e incendió la casa de los Hamon con los papeles del juez en su interior.
Sólo tuve que doblar la esquina de la Plaza para encontrar la cuadra de caballos de alquiler. Allí indagué si alguien había alquilado una calesa durante las primeras horas de aquella tarde. Por ejemplo, un hombre con sombrero de copa. El mozo de cuadra cojo escupió tabaco al polvo del suelo.
– Se llevó un carro y regresó una hora más tarde.
– ¿Le dio algún nombre?
– Dijo que se llamaba Brown -el mozo se rascó el cuello y entrecerró los ojos mirando al sol-. Llevaba un arma. La vi dentro de su abrigo cuando se subió al carro.
Di otra vuelta por la plaza y me pasé por el Buchanan's Saloon, ubicado junto a Liddell House para tomar una cerveza.
Al cruzar las puertas batientes del salón sentí que pasaba de la brillante luz del día a la total oscuridad de la noche, y percibí un destello de espejos tras la barra y una camisa blanca moviéndose. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra pude ver a Brown encorvado al fondo de la barra. Tenía el sombrero sobre un taburete cercano y un vaso de whisky delante. No había nadie más en el lugar a excepción del barman, que se acercó cuando me decidí por uno de los taburetes. El pálido rostro de Brown, poroso por la viruela, se volvió para mirarme. Casi pude sentir el escrutinio de sus ojos en mi perfil.
En Sacramento, nuestros vecinos tenían un perro color canela llamado Rufus, muy aficionado a matar gatos. Nuestro gato blanco y negro se divertía molestándolo, sentándose sobre la valla con la cola contoneándose justo fuera del alcance de Rufus, mientras éste lo miraba. Era un perro viejo, con ojos inyectados de sangre y una agresividad en la mirada tan intensa que resultaba inquietante. No pude ver si los ojos de Brown estaban inyectados de sangre, pero sí sentí esa misma intensidad en su mirada.
Cuando se levantó de su taburete, retrocedí hasta la puerta y salí. Un chico con chaleco y pantalones cortos pasaba por allí.
– ¿Dónde puedo encontrar a un policía?
– Donde el sheriff -dijo-. En la siguiente esquina, en dirección a la bahía.
Persuadí a un ayudante del sheriff de que un extraño llamado Brown tenía algo que ver con el incendio en la casa de los Hamon y con el asesinato de la señora Hamon en San Francisco. Pero cuando volvimos al salón, Brown ya se había ido.
– Preguntó quién era usted, y le dije que no lo sabía -nos dijo el barman, secándose las manos en su delantal-. Soltó unos cuantos improperios y se esfumó por la puerta de atrás.
Aún no habían dado con Brown cuando me retiré a mi habitación después de cenar en el hotel. No creía que fueran a encontrarlo. Me dio la impresión de que era un profesional.
Me senté junto al pequeño escritorio, bajo el siseo y el calor de una lámpara de gas, escribiendo notas en papel con membrete del hotel. No se oía ningún ruido, pero por alguna razón eché una mirada a la puerta. El pomo estaba moviéndose lentamente. Giró media vuelta, paró, y luego volvió a girar a la posición inicial. Seguía sin oírse ningún ruido cuando me levanté y me quedé de pie mirando la puerta, la cual afortunadamente había cerrado con llave.
A mis espaldas, a través de la ventana, oí cómo unas ruedas de carro cruzaban la plaza. El pomo no volvió a girar. Permanecí atento esperando escuchar el sonido de pasos al alejarse, pero no oí nada.
No dormí mucho esa noche y tomé el tren de regreso a San Francisco por la mañana.
Amor: Demencia transitoria curable mediante el casamiento, o mediante el alejamiento del enfermo de las influencias que le indujeron el trastorno.
– El Diccionario del Diablo-
En el Hornet , tras informar de mis aventuras en Santa Cruz, Bierce me dio una carta para que la leyera:
14 de julio, 188-
Estimado Se ñ or Bierce:
Usted se ha preguntado en su peri ó dico sobre las picas y su relaci ó n con los asesinatos de Morton Street. Las picas significan muerte. Un pico es utilizado para excavar una tumba. A la Reina de Picas se la conoce por ser la dama de la muerte. Hay una mina en Washoe a la que se conoc í a como Jota de Picas. Pertenece a la Reina de Picas.
La Jota de Picas forma parte de los yacimientos Consolidated-Ohio, los cuales han sido una propiedad tan rentable como el Homestake de George Hearst o el Ophir de Will Sharon. Cuando a ú n se llamaba Jota de Picas, la mina fue adquirida por inversores que se hac í an llamar los Picas, en referencia a la herramienta que se utiliza en miner í a. Dos de las picas se transformaron en corazones, y compraron a un tercero para desplumar a las gallinas. Ese tercero sufrir í a m á s tarde un ataque de tr é boles [7] , a modo de dejevu.
Con esta carta tan s ó lo pretendo informarle de los distintos significados de las picas, aunque qui é n puede saber lo que ronda por la mente enferma del loco destripador de Morton Street.
La carta venía firmada por «Un antiguo Picas».
De pie a mi lado, mientras yo leía la misiva sentado, Bierce sonreía radiante.
– Casi todo el montón de correo que recibo lo destino directamente a la papelera tras leer la primera línea -dijo-, ¡pero esta carta es un espécimen maravilloso! El escritor no carece de educación, a pesar del error ortográfico de «dejevu».
– Lady Caroline -dije.
– ¡La Reina de Picas! ¿Es ella el objetivo final de la progresión de los asesinatos? ¿Tiene el asesino la esperanza de dañar a esa dama inalcanzable estrangulándola con sus dedos y rebanándola con su inquisitivo cuchillo? ¡Es algo impensable! Y sin embargo, una vez contemplado, no contar con esa hipótesis es también impensable.
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