A medida que los Ferrocarriles de Central Pacific avanzaban cent í metro a cent í metro por la Sierra para unirse a la l í nea de Union Pacific y conectar as í las dos costas de la naci ó n, los Cuatro Grandes ya planeaban su Monopolio del transporte en el estado de California. El primer paso fue la adquisici ó n de las l í neas de ferrocarriles ya existentes, y a continuaci ó n la construcci ó n de nuevas l í neas en el interior. Estas rutas finalmente se convirtieron en la propiedad m á s valiosa de los Cuatro Grandes: los Ferrocarriles del Pac í fico Sur. Tambi é n adquirieron instalaciones para las terminales de Oakland y San Francisco con el mismo prop ó sito.
A principios de los a ñ os 70 la Compa ñí a del Pac í fico Sur hab í a logrado controlar el movimiento de mercanc í as hacia y desde California, y tambi é n dentro de los l í mites del estado. Las rutas que no eran de su propiedad en California eran tan s ó lo cinco, con unos escasos 95 kil ó metros de v í a.
Las tarifas y horarios de las l í neas del Pac í fico Sur son decididos dependiendo « del total del tr á fico que pueda soportar » . Las tarifas de transporte para las empresas navieras son incrementadas hasta el m á ximo que é stas pueden permitirse, y las que se cargan a los productos agr í colas est á n basadas en los actuales precios de mercado. Las tarifas son bajas donde hay competencia por parte del transporte fluvial, y m á s altas donde no hay competencia, y el flete es m á s barato de un lado a otro del pa í s que entre San Francisco y Reno.
Cuando las gentes de California fueron conscientes de que estaban atrapadas en los tent á culos del Pulpo, los Ferrocarriles ya controlaban la asamblea legislativa, al gobernador, las agencias reguladoras estatales, los gobiernos de la ciudad y del condado, frecuentemente incluso los juzgados, y ejercen poder en el Congreso Nacional.
Se vota a los candidatos anti-ferrocarril y se les elige para gobernar, se aprueban leyes otorgando mayores poderes al Estado para regular las tarifas de ferrocarriles, pero estas leyes nunca se ejecutan. La Compa ñí a del Pac í fico Sur siempre logra detener el proceso legislativo: mediante el veto del gobernador, o recusando las leyes en los tribunales y controlando las agencias responsables de ejecutar las leyes.
Bandas de matones del Ferrocarril interrumpen las reuniones antimonopolio. Los que se oponen al Ferrocarril son castigados, los funcionarios p ú blicos son sobornados, los periodistas intimidados, y los granjeros « rebeldes » , cuyos derechos de propiedad sobre tierras agr í colas de los Ferrocarriles han sido quebrantados, son asesinados por sicarios.
A pesar de que los californianos alzan un grito constante de protesta y denuncia contra el Pulpo, tras la marcha de Mark Hopkins en 1878 (el ú nico miembro de los Cuatro Grandes del que se haya dicho que podr í a valer la pena cruzar la calle para darle los buenos d í as), Charles Crocker, Collis Huntington y Leland Stanford descansan pl á cidamente en sus magn í ficas mansiones en lo alto de Nob Hill, dominando todo San Francisco bajo un cielo sin nubes.
Bierce señaló que al menos él no había sido intimidado por los Ferrocarriles.
Oportunidad: Una ocasión propicia para pescarse una desilusión.
– El Diccionario del Diablo-
El tercer asesinato de Morton Street ocurrió esa misma noche. La víctima en esta ocasión no era una prostituta, sino una mujer bien vestida y de mediana edad, estrangulada en lugar de acuchillada, aunque se la encontró con las faldas levantadas sobre su cabeza, como si el asesino hubiera sido interrumpido en mitad del proceso.
Encontraron el cuerpo sobre un montón de basura, en un rincón de un callejón de Morton Street, y la víctima estaba marcada con el tres de picas, aunque esta vez la carta no fue depositada en la boca.
Pude observar el cadáver en la plancha de mármol de la morgue de Dunbar Alley; la hinchada y agonizante expresión, la boca abierta y la garganta amoratada. Era una mujer de unos cincuenta años, robusta y con pelo canoso, y con un lunar en la barbilla. La falda y la chaqueta que llevaba eran negras, sus manos bien cuidadas, sin callos y con las uñas arregladas. Llevaba una sortija de boda de oro y un rubí grande rodeado de pequeñas piedras rojas. No había nada con lo que poder identificarla, y en esta ocasión, ni tan siquiera había testigos.
Bierce y yo nos encontramos con el sargento Nix en Dinkin's.
– Dicen que se ha cargado a otra, señor Bierce. ¡Este desgraciado va a hacer que todas las putas vuelvan corriendo a Cincinnati! -exclamó Dick Dinkins desde el otro lado de la barra. Bierce saludó pero no respondió. Los hombres en la barra nos observaban por el espejo o nos miraban de lado por encima del hombro rodeados por el agradable tufo a cerveza. El sargento Nix estaba sentado con las botas en alto y el casco en su regazo.
– Nuestro sospechoso se encontraba en una fiesta de Nob Hill, en la mansión de una familia llamada Brittain -dijo él.
– Su prometida, a quien usted conoce -Bierce me dijo esto último a mí. Dio un sorbo a su cerveza y se atusó el bigote con el dedo índice.
En ese instante sentí una mezcla de alivio y decepción.
– ¿Un estrangulador distinto? -preguntó Bierce.
– Un imitador intentando sacar provecho del tres de picas. No fue acuchillada, ni le sacaron los intestinos. Es posible.
– Un maníaco de la repetición -afirmó Bierce-. ¿Tienen alguna idea de quién es la víctima?
Nix negó con la cabeza.
– Estamos comprobando los hoteles en caso de que estuviera aquí de visita. El capitán piensa que debía de ser de fuera.
– ¿Porque no la reconoció? Se supone que es infalible.
– Eso es lo que le gusta proclamar a él -dijo Nix. Dinkins le trajo una cerveza.
– Iba vestida de negro -dijo Bierce-. ¿De luto?
¡Una deducción!
– ¡Podría ser! -dije yo. Nix nos miraba interesado.
– Averiguaremos quién era -dijo-. Pero lo que es seguro es que no es una palomita de Morton Street. Las mujeres de allí son como espectros.
Aún estábamos sentados a la mesa cuando un policía entró y le entregó a Nix una hoja de papel doblada. El agente permaneció de pie junto a la mesa hasta que Nix hubo leído la nota y le dio permiso para retirarse. Nix puso el papel sobre la mesa entre nosotros.
– Estaba alojada en el Grand. Señora Hiram Hamon. La esposa del Juez Hamon, el cual murió hace un mes. Había venido desde Santa Cruz. El juez Hamon se retiró allí tras abandonar su cargo en el Tribunal de Circuito.
Bierce se había enderezado.
– La señora Hamon había pedido entrevistarse conmigo esta misma tarde para tratar un asunto -informó lúgubremente.
Nix y yo lo miramos.
– ¿Qué asunto? -pregunté.
– Su carta sólo me informaba de que tenía información importante en la que yo podría estar interesado.
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