– Usted ya debe de saber que ha habido otro. Sin embargo, no se trata de una de las mujeres de Morton Street. Era la viuda de un respetado juez. Una mujer de Santa Cruz, cuya casa fue poco después incendiada, sin duda para destruir ciertos documentos que podrían haber provocado un escándalo.
Las cejas de Amelia subieron aún más.
– ¡Qué trabajo tan fascinante realiza usted como periodista, señor Redmond!
Sentí que había obtenido su admiración de una manera un tanto deshonesta.
– Bueno, está claro que el señor McNair no ha tenido nada que ver en este asunto -dijo ella-. Y le estoy muy agradecida por todo lo que haya podido hacer por demostrar su inocencia.
No le respondí nada a esto.
La acompañé hasta la tienda Ciudad de París, donde se detuvo ante un escaparate de encajes y relucientes sedas. Maniquíes engalanados extendían sus manos enfundadas en guantes.
– Debo dejarle aquí, señor Redmond. Gracias por el té, ¡y por la interesante conversación! -dejó escapar una risa ligera e, inclinando su sombrilla, entró en el establecimiento.
Continué mi camino en dirección al viejo ayuntamiento de la ciudad, e incluso salté una vez chocando los talones en el aire. El hecho de que Amelia Brittain ya no estuviera prometida con Beau McNair me había levantado la moral.
Esa noche, en el sótano de la casa de los Barnacles, me quité la chaqueta y la camisa y aporreé el asiento de calesa, lanzando derechazos e izquierdazos, sudando en el tenue y frío polvo que despedía el asiento. Era consciente de que Belinda me miraba, sentada en el escalón más alto de las escaleras del sótano con las rodillas y los pies juntos y las manos unidas sobre su regazo. Yo seguí golpeando, lanzando mis puños totalmente separados unas veces, y otras juntos en posición de defensa, con la barbilla en el hombro y el sudor cayéndome por las sienes.
Cuando paré jadeante y me puse una toalla alrededor del cuello para ir a los baños, Belinda me dijo:
– Te comportas como si estuvieras furioso con alguien, Tom.
– Todo lo contrario -le dije.
Fidelidad: Virtud característica de aquellos que están a punto de ser traicionados.
– El Diccionario del Diablo-
En Sacramento, a medio camino de Virginia City, y con un retraso anunciado de no menos de dos horas, bajé del tren y recorrí las cuatro manzanas desde la estación hasta la casa de mis padres, una casa blanca con la pintura desconchada, apartada de la calle tras un estrecho porche y dos ventanas abuhardilladas en el segundo piso.
Al menos en tres ocasiones en mi juventud, durante las riadas del río Sacramento, el agua había inundado la casa y combado los paneles de madera de las paredes del pasillo, y por ello siempre flotaba en la casa un tenue hedor a barro del río.
En el piso de arriba, mis dos hermanos, mi hermana y yo escuchábamos a nuestros padres peleándose en el piso de abajo, o celebrando las paces en su dormitorio tan ruidosamente como las peleas. Tanto mis hermanos como mi hermana eran mayores que yo, y todos abandonaron el hogar en cuanto encontraron los medios para hacerlo, pero yo permanecí allí hasta acabar mis estudios en los Hermanos Cristianos, y luego, con una moneda de oro de veinte dólares cosida en un bolsillo, embarqué en el buque a vapor y bajé por el río hasta la City.
En el oscuro pasillo de la casa llamé a mi madre. Una sensación familiar me oprimió el pecho; de nuevo percibía el viejo olor a barro, la bocanada de cebollas hervidas y la pila de los platos desde la cocina. Mi madre se encontraba junto a la estufa, con los zapatos abiertos a los lados para que no le oprimiesen los juanetes. Se giró hacia mí con su dulce y desdentada sonrisa, y me miró con sus ojos azules rodeados de piel más oscura, como los ojos de un mapache.
– ¡Tommy! -se dejó caer en mis brazos con un gesto dramático-. ¿Qué diantre haces aquí?
– Estoy de camino a Virginia.
Frunció los labios observándome admirada.
– ¡Estás hecho un caballero elegante!
Sonreí y le dije que cada día que pasaba me volvía más elegante.
– Déjame que me ponga la dentadura y te prepararé una limonada. Enviaré al chico de la casa de al lado para que avise al Don.
– Tengo una hora.
Me senté en el porche en una de las desvencijadas sillas de mimbre, con los pies en alto sobre la barandilla, mirando la polvorienta calle. Allí un chucho color canela ladraba a un chino que pasaba. Los ladridos sonaban amortiguados en el caluroso día. Recordé entonces cuando perseguíamos a los chinos con otros chicos católicos. Todos detestábamos a los amarillos, aunque ya no recuerdo las razones.
Mi madre me trajo la limonada y se sentó a mi lado. Se había puesto la dentadura, se había cambiado el vestido y peinado el cabello recogiéndoselo en un moño canoso sobre la cabeza.
– ¿Has seguido rezando tus oraciones, Tommy? -preguntó.
– No con la frecuencia que debiera, Ma.
– El buen Señor te perdonará todo, hijo. Pero tú debes suplicar Su perdón.
– Sí, Ma.
Pero ya por aquel entonces yo pensaba como Bierce; que orar era como «rogar que las leyes del universo queden anuladas por la petición de un único solicitante, obviamente indigno».
Yo mismo me avergonzaría de rezar al Buen Señor para que me concediera el favor de una joven dama de Nob Hill, y tenía demasiado orgullo para confesar que además tenía pensamientos impuros sobre ella.
Mi madre escuchó el relato de mis éxitos en San Francisco como flamante reportero del Hornet. Me pavoneé un poco, y exageré otro tanto. Ella agradecía tanto las buenas noticias que resultaba imposible no inventarse algo para satisfacer su apetito. Sin embargo, opté por no mencionar a las prostitutas acuchilladas, consideré que ya la había entretenido lo suficiente.
– ¿Cómo está el Don? -pregunté.
– Sigue trabajando para el Ferrocarril. El señor Wallingford lo tiene en gran estima. Oh, tu padre es capaz de persuadir a un orangután para que le dé su último plátano -dijo esto último con orgullo.
Me preguntó por qué iba a Virginia City.
– El Don dice que la veta está totalmente agotada, que la gente ya se ha ido de allí. Van a cerrar las minas pronto. El Don es una autoridad mundial en todo lo referente a la minería, excepto en cómo sacar dinero de ella.
Me puso al día con informaciones de segunda mano sobre los éxitos de Michael en Denver, de Brian en Chicago y de Emma en Portland, ésta ya madre de tres hijos.
– ¿Y sabes qué es lo que padre hace exactamente para el Ferrocarril? -le pregunté.
Ella miró a un lado y a otro de la calle y bajó la voz.
– Bobby Wallingford consiguió un puesto en la asamblea legislativa. Creo que paga a los representantes y senadores. Tu padre probablemente le lleva el maletín del dinero y el libro de cuentas. Al Don le gusta regalar el dinero. Siempre ha sido muy bueno en eso.
Saqué el puro de Manila con vitola roja, blanca y azul que alguien le había regalado a Bierce y se lo di a mi madre.
– Gracias, cielo -dijo ella, guardándose el puro en un bolsillo.
Escuché el repiqueteo de cascos de caballo antes de ver al Don aparecer por la esquina montado en un elegante corcel plateado, ataviado con un sombrero de ala ancha y con un brazo en alto a modo de saludo. Ató las riendas a la valla y recorrió a zancadas el camino para abrazarme.
– ¡Qué alegría verte de nuevo, chico!
Era un hombre atractivo, un poco grueso a la altura de la cintura, pero elegantemente vestido, lucía patillas negras con pinceladas de blanco a cada lado de su amplia sonrisa. Mi madre volvió a entrar en la casa.
Le dije que estaba de camino a Virginia City por unos asuntos del periódico.
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