James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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Se encendieron luces brillantes, y cuando Henri pudo ver, descubrió las cámaras y una media docena de hombres encapuchados alineados contra una pared.

Uno de esos hombres arrastró a su compañero de celda y amigo, Marty Switzer, hasta el centro de la habitación y lo obligó a levantarse.

Switzer respondió las preguntas. Dijo que era canadiense, que tenía veintiocho años, que sus padres y su novia vivían en Ottawa, que realizaba operaciones militares. Sí, era un espía.

Mintió tal como se esperaba, reconociendo que lo trataban bien. Luego uno de los encapuchados lo arrojó al suelo, le alzó la cabeza por el pelo y le pasó un cuchillo dentado por la nuca. Brotó sangre y se oyó el coro del takbir: Alahu Akbar. Alá es grande.

Henri quedó fascinado por la facilidad con que habían tronchado la cabeza de Switzer con pocos tajos, un acto definitivo y veloz al mismo tiempo.

Cuando el verdugo mostró la cabeza a la cámara, la expresión de angustia de Switzer estaba fija en su rostro. Henri había pensado en decirle algo, como si Marty aún pudiera escucharlo.

Hubo otra cosa que Henri no olvidaría nunca. Mientras aguardaba la muerte, sintió un torrente de excitación. No entendía esa emoción, ni podía definirla. Mientras yacía en el suelo, se había preguntado si estaba eufórico porque pronto lo liberarían del sufrimiento.

O quizás acababa de comprender quién era en verdad, y lo que había en su médula.

Disfrutaba de la muerte, incluso de la propia.

62

En el Edomae le sirvieron más té y Henri regresó al presente; le dio las gracias a la camarera mecánicamente. Sorbió el té, pero no podía desprenderse del recuerdo.

Pensó en el tribunal de encapuchados, el cuerpo decapitado de un hombre que había sido su amigo, el suelo pegajoso de sangre. En ese momento sus sentidos estaban tan agudizados que oía el zumbido de la electricidad en las lámparas.

Había clavado los ojos en los restantes hombres de su unidad mientras los separaban del montón: Raymond Drake, ex marine de Alabama, que gritaba pidiendo ayuda a Dios; el otro chico, Lonnie Bell, ex SEAL de Luisiana, que estaba en estado de shock y nunca decía una palabra, ni siquiera gritaba.

Ambos hombres fueron decapitados en medio de gritos exultantes, y luego arrastraron a Henri del pelo hasta el ensangrentado centro de la habitación. Una voz salió de la oscuridad más allá de las luces.

– Di tu nombre a la cámara. Di de dónde eres.

– Estaré armado y aguardando en el infierno -respondió en árabe-. Saluda a Saddam con mi mayor desprecio.

Se rieron y se burlaron de su acento. Sintió tufo a excremento cuando le vendaron los ojos. Esperaba que lo empujaran al suelo, pero en cambio le arrojaron una manta tosca sobre la cabeza.

Debía de haberse desmayado porque cuando despertó estaba amarrado con sogas y arqueado en la parte trasera de un vehículo donde viajó durante horas. Luego lo arrojaron en la frontera siria.

Tenía miedo de creerlo, pero era cierto.

Estaba vivo. ¡Vivo!

– Cuenta a los americanos lo que hemos hecho, infiel. Y lo que haremos. Al menos tú tratas de hablar nuestro idioma.

Una bota le pateó la espalda y el vehículo se alejó.

Regresó a Estados Unidos a través de una cadena clandestina de organizaciones amigas entre Siria y Beirut, donde obtuvo nueva documentación, y en un avión de carga de Beirut a Vancouver. Hizo autoestop hasta Seattle, robó un coche y logró llegar a un pueblo minero de Wisconsin. Pero Henri no se comunicó con su controlador de Brewster-North.

No quería volver a ver a Carl Obst, nunca.

Pero Brewster-North había hecho cosas magníficas por Henri. Habían borrado su pasado al contratarlo, eliminado su verdadero nombre, sus huellas digitales, todo su historial de los registros. Y ahora lo daban por muerto.

Contaba con eso.

Frente a él, ahora, en un exclusivo restaurante japonés de Tailandia, la adorable Mai-Britt había notado que la mente de Henri se había alejado.

– ¿Te encuentras bien, Paul? -preguntó-. ¿Te molesta que ese hombre me esté mirando?

Siguieron a Carl Obst con los ojos mientras él salía del restaurante con su travestí. Obst no miró atrás.

– No, no me molesta -dijo Henri con una sonrisa-. Todo está bien.

– Perfecto, porque me preguntaba si podríamos continuar la velada más íntimamente.

– Oye, lo lamento. Ojalá pudiera -le dijo Henri a aquella muchacha que tenía el cuello más elegante desde la segunda esposa de Enrique VIII-. Ojalá dispusiera de tiempo -añadió, asiéndole la mano-. Pero tengo un vuelo de madrugada.

– Al cuerno con los negocios -bromeó Mai-Britt-. Esta noche estás de vacaciones.

Él se inclinó sobre la mesa y le besó la mejilla.

Se imaginó acariciando ese cuerpo desnudo, pero se contuvo. Ya estaba pensando en el asunto que lo aguardaba en Los Ángeles, y se reía para sus adentros al pensar en la sorpresa que se llevaría Ben Hawkins.

63

Henri pasó un fin de semana largo en el Sheraton del aeropuerto de Los Ángeles, moviéndose anónimamente entre los demás viajeros de negocios. Aprovechó el tiempo para releer las novelas de Ben Hawkins y cada artículo periodístico que Ben hubiera escrito. Había comprado provisiones y había hecho viajes de ensayo hasta Venice Beach y la calle donde vivía Ben, muy cerca de Little Tokio.

Poco después de las cinco de la tarde del lunes llevó su coche de alquiler hasta la autopista 105. Las amarillentas paredes de cemento que bordeaban los ocho carriles estaban iluminadas por una luz dorada, salpicada de espinosas matas de buganvillas rojas y moradas y góticos grafitos de pandillas latinas que daban a la sórdida carretera un sabor caribeño, al menos para él.

Henri siguió la 105 hasta la salida de la 110 en Los Angeles Street, y enfiló en medio de un tráfico lento hasta Alameda, una arteria importante que llegaba al centro de la ciudad.

Era la hora punta, pero Henri no tenía prisa. Estaba entusiasmado con una idea que había rumiado en las tres últimas semanas y cuyo desenlace espectacular podía cambiarle la vida.

El plan se centraba en Ben Hawkins, periodista, novelista y ex detective.

Henri había pensado en él desde aquella noche en Maui, frente al Wailea Princess, cuando Ben había estirado la mano para tocar a Barbara McDaniels.

Esperó el semáforo, y cuando se encendió la luz verde viró a la derecha hacia Traction, una calleja paralela al río Los Ángeles cerca de las vías de la Union Pacific.

Siguiendo el coche abollado que lo precedía, Henri recorrió el acogedor vecindario de Ben, con sus restaurantes elegantes y exclusivas tiendas de ropa, y encontró un sitio para aparcar frente al edificio de ladrillo blanco y ocho pisos donde vivía Ben.

Se apeó del coche, abrió el maletero y sacó una americana de la bolsa. Se metió una pistola en la cintura de los pantalones, se abotonó la americana y se echó hacia atrás el pelo castaño estriado de plata.

Luego volvió al coche, encontró una buena emisora de música y pasó veinte minutos escuchando Beethoven y Mozart, mirando a los peatones que recorrían esa calle agradable, hasta que vio al hombre al que aguardaba.

Ben, vestido con pantalones holgados y un jersey, llevaba un elegante maletín de cuero en la mano derecha. Entró en el restaurante Ay Caramba, y Henri aguardó pacientemente a que saliera con su cena mexicana en un recipiente de plástico.

Henri cerró su coche y siguió a Ben por Traction hasta el corto tramo de escaleras. Ben estaba insertando la llave en la cerradura.

– Perdón -dijo-, ¿el señor Hawkins?

Ben se volvió con expresión alerta.

Henri sonrió, se abrió la chaqueta y le mostró su arma.

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