Se me hizo un nudo en la garganta y temblaba espasmódicamente, sudando. Me aliviaba que Henri hubiera muerto, pero al mismo tiempo mi sangre gritaba en mis arterias. Me aterraban las imágenes morbosas e indelebles que acababan de grabarme en el cerebro.
Dentro de la sala de interrogatorios, la expresión impávida de Horst Werner no había cambiado, pero alzó la cara y sonrió dulcemente cuando se abrió la puerta y entró un hombre de traje oscuro que le apoyó una mano en el hombro.
Mi intérprete confirmó mi intuición: había llegado el abogado de Werner.
La conversación entre el abogado y el comisario Voelker fue un breve y áspero cruce de palabras que se resumía en un hecho inapelable: no había pruebas suficientes para retener a Werner.
Me quedé pasmado viendo cómo Werner salía de la sala con su abogado. Libre.
Un momento después, Voelker se reunió conmigo en el cuarto de observación y me dijo que aún no había terminado. Ya se habían obtenido órdenes judiciales para inspeccionar los datos bancarios y telefónicos de Werner. Presionarían a los miembros de la Alianza allá donde estuvieran, aseguró. Sólo era cuestión de tiempo, y acabarían encerrando a Werner. La Interpol y el FBI ya trabajaban en el caso.
Salí de la comisaría con las piernas flojas, pero disfruté del aire puro y la luz diurna. Un coche aguardaba para llevarme al aeropuerto. Le dije al chófer que se diera prisa. Encendió el motor y subió el cristal de la mampara, pero tras arrancar mantuvo una velocidad moderada.
En mi cabeza, Van der Heuvel decía: «Tenga miedo de Horst Werner.» Y vaya si tenía miedo. Werner se enteraría de que yo había hecho transcripciones de la confesión de Henri. Se podían usar como prueba contra él y los Mirones. Yo había reemplazado a Henri como el gran testigo, el que podía arruinar a Werner y a los demás con acusaciones de asesinato múltiple.
Mi cerebro cruzaba continentes. Golpeé la mampara. -Más aprisa -le grité al conductor-. Vaya más aprisa.
Tenía que llegar hasta Amanda en avión, en helicóptero, en lo que fuera. Tenía que llegar el primero. Teníamos que ocultarnos. No sabía por cuánto tiempo, ni me importaba.
Sabía lo que haría Horst Werner si nos encontraba.
Lo sabía.
Y no podía dejar de preguntarme otra cosa: ¿Henri estaba muerto de verdad?
¿Qué había visto en la comisaría?
Aquel parpadeo, ¿era un guiño? ¿Aquella filmación era una de sus artimañas?
– Más aprisa.
por Benjamín Hawkins
Carta a mis lectores
Cuando se publicó este libro, las ventas excedieron las expectativas de la editorial, pero nunca se me había ocurrido que estaría en miles de librerías de todo el mundo, y que yo me encontraría viviendo en una cabaña en la falda de una montaña en un país que no es el mío. «Ten cuidado con lo que deseas, porque puede cumplirse», dirían algunos. Y yo respondería: «Tengo lo que deseaba, de un modo que jamás habría imaginado.»
Estoy con Amanda, mi amada, y ella se ha adaptado fácilmente a la sobrecogedora belleza y la soledad de nuestra nueva vida. Es bilingüe y me ha enseñado a hablar otro idioma, y a cocinar. Desde el principio cultivamos un huerto, y una vez por semana bajamos a un pueblo encantador en busca de pan, queso y otras vituallas.
Amanda y yo nos casamos en esta aldea, en una pequeña iglesia construida por manos devotas, bendecidos por un sacerdote y una congregación que nos ha acogido con afecto. El bebé será bautizado aquí cuando llegue a este mundo, y no veo el momento de que nazca. Nuestro hijo.
Pero ¿cuál será su herencia? ¿Qué dicha puedo prometerle?
La primera vez que vi el vehículo que subía por el camino que trepa desde el valle, le entregué un arma a mi prometida y dispuse pistolas en la mesa cerca de la ventana.
El coche era un transporte privado que mi editorial había contratado para traerme la correspondencia y noticias del mundo. Después de cachear al conductor y recibir el envío, leí todo lo que me había mandado Zagami. Supe que habían capturado a los Mirones, que todos irán a juicio por homicidio, asociación ilícita para cometer crímenes y otros delitos que los mantendrán en la cárcel de por vida.
En ciertos días mi mente se concentra en Horst Werner, sus brazos largos y sus puños de acero, y mientras su juicio se prolonga, pienso que al menos sé dónde está.
Y después pienso en Henri.
A veces proyecto las imágenes de su muerte en mi mente, como una película pasando por los dientes de un anticuado proyector. Miro su horrenda ejecución y me convenzo de que realmente está muerto.
En otras ocasiones tengo la certeza de que ha engañado a todo el mundo, de que vive bajo un nombre falso, igual que yo. Y de que un día nos encontrará.
Quiero dar las gracias a mis lectores por sus cartas, su preocupación y sus plegarias por nuestra seguridad. Aquí la vida es grata. A veces soy muy feliz, pero no puedo superar del todo mi temor por el monstruo psicópata que conocí tan bien, y nunca podré olvidar a la familia McDaniels: Levon, Barbara y Kim.
Los autores quieren expresar su gratitud a estos talentosos profesionales por concederles generosamente su tiempo y sus conocimientos: el doctor Humphrey Germaniuk, el comisario Richard Conklin, Clint Van Zandt, el doctor David Smith, la doctora Maria Paige y Allison Adato.
También nuestro agradecimiento a nuestros excelentes investigadores: Rebecca DiLiberto, Ellie Shurtleff, Kai McBride, Sage Hyman, Alan Graison, Nick Dragash y Lynn Colomello.
Un reconocimiento especial a Michael Hampton, Jim y Dorian Morley, Sue y Ben Emdin, y a Mary Jordan, que hace que todo esto sea posible.
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