– Amanda, soy yo. Estoy solo. Puedes abrir.
Abrió segundos después. Tenía la cara surcada de lágrimas, y la mordaza le había dejado magulladuras en las comisuras de la boca. La acuné entre mis brazos y ella se apoyó en mí, sollozando como una niña inconsolable.
La mecí largo rato. Luego la desvestí, me quité la ropa y la ayudé a acostarse. Apagué la luz del techo, dejando sólo una pequeña lámpara sobre la mesilla. Me deslicé bajo las mantas y abracé a Amanda. Ella apretó la cara contra mi pecho, se pegó a mi cuerpo con brazos y piernas.
– Háblame, cariño -le dije-. Cuéntame todo.
– Él ha llamado a la puerta. Ha dicho que traía flores. ¿Te imaginas un truco más simple? Pero le he creído, Ben.
– ¿Ha dicho que yo las enviaba?
– Eso creo. Sí, eso dijo.
– No sé cómo ha averiguado que estábamos aquí. ¿Cómo ha obtenido esa pista? No lo entiendo.
– Cuando he abierto la puerta, le ha dado una patada y me ha agarrado.
– Ojalá lo hubiera matado, Amanda.
– Yo no sabía quién era. Un hombre negro. Me ha inmovilizado los brazos a la espalda. Me ha dicho… Oh, esto me da náuseas -dijo, sollozando.
– ¿Qué ha dicho?
– «Te amo, Amanda.»
La escuchaba y oía ecos al mismo tiempo. Henri me había contado que amaba a Kim, que amaba a Julia. ¿Cuánto habría esperado Henri para demostrarle su amor a Amanda, violándola y estrangulándola con las manos enfundadas en aquellos guantes azules?
– Lo lamento -susurré-. Lo lamento mucho.
– Yo soy una idiota por haber venido aquí, Ben. Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí? ¿Tres horas? Soy yo quien lo lamenta. Hasta ahora no había entendido lo que habrás sufrido en esos tres días con él.
Rompió a llorar de nuevo y la calmé, le repetí que todo saldría bien.
– No lo sé, cariño -me dijo con voz tensa y ahogada-. ¿Por qué estás tan seguro?
Me levanté de la cama, abrí el ordenador portátil y reservé dos vuelos de regreso a Estados Unidos por la mañana.
Era medianoche y yo todavía me paseaba por la habitación. Tomé un par de Tylenol y volví a acostarme, pero no podía dormir. Ni siquiera lograba mantener los ojos cerrados más de unos segundos.
El televisor era pequeño y viejo, pero lo encendí y sintonicé la CNN.
Miré los titulares y me erguí cuando una voz anunció:
«La policía no tiene sospechosos en el homicidio de Gina Prazzi, heredera de la fortuna de los Prazzi, magnates navieros. La hallaron asesinada hace veinticuatro horas en una habitación del exclusivo hotel francés Château de Mirambeau.»
Cuando la cara de Gina apareció en la pantalla, tuve la sensación de que la conocía íntimamente. La había visto pasar ante la cámara en un hotel, cuando ella no sabía que su vida estaba a punto de terminar.
Contemplé las declaraciones del comisionado de policía a la prensa. Tradujeron y repitieron sus palabras para los que acababan de sintonizar. La señorita Prazzi se había registrado en el Château de Mirambeau. Los empleados creían que había dos personas en la habitación, pero nadie había visto al otro huésped. La policía no divulgaría más información sobre el asesinato por el momento.
Era suficiente para mí. Yo conocía toda la historia, pero antes no sabía que Gina Prazzi era un nombre real, no un alias.
¿Qué otras mentiras me había dicho Henri? ¿Por qué motivo? ¿Por qué había mentido? ¿Para contarme la verdad?
Miré la pantalla.
«En los Países Bajos, una joven fue hallada asesinada esta mañana en Ámsterdam -decía el presentador-. Esta tragedia llama la atención de los criminólogos internacionales porque ciertos elementos recuerdan al homicidio de las dos jóvenes de Barbados, y también la muerte de las famosas modelos americanas asesinadas hace dos meses en Hawai.»
Subí el volumen mientras las caras aparecían en la pantalla: Sara Russo, Wendy Emerson, Kim McDaniels y Julia Winkler. Y una cara nueva, una joven llamada Mieke Helsloot.
«La señorita Helsloot, de veinticinco años, era la secretaria del célebre arquitecto Jan van der Heuvel, de Ámsterdam, que se hallaba en una reunión en Copenhague en el momento del homicidio. El señor Van der Heuvel ha sido entrevistado en su hotel hace unos minutos.»
Cielo santo. Yo conocía ese nombre.
La pantalla mostró a Van der Heuvel saliendo de su hotel de Copenhague, maleta en mano, los periodistas agolpados al pie de una escalera redonda. Tenía unos cuarenta años, cabello cano y rasgos angulosos. Parecía sinceramente conmocionado y asustado.
«Acabo de enterarme de esta terrible tragedia -declaró ante los micrófonos-. Estoy conmovido y dolorido. Mieke Helsloot era una joven correcta y decente, e ignoro por qué alguien querría hacerle algo tan espantoso. Es un día muy luctuoso. Mieke estaba a punto de casarse.»
Henri me había dicho que Jan van der Heuvel era el alias de un miembro de la Alianza; él lo llamaba «el holandés». Van der Heuvel era el sujeto que había acompañado a Henri y a Gina durante su viaje por la Riviera francesa.
Y ahora, a menos de un día de la muerte de Gina Prazzi, la secretaria de Van der Heuvel aparecía asesinada.
Si no hubiera sido policía, habría considerado que estas dos muertes eran mera coincidencia. Las mujeres eran diferentes y los crímenes habían ocurrido a cientos de kilómetros de distancia uno de otro. Pero ahora veía dos piezas más del rompecabezas, parte de un dibujo.
Henri había amado a Gina Prazzi, y la había matado. Odiaba a Jan van der Heuvel. Quizás había querido matarlo también, así que pensándolo bien… Quizás Henri no sabía que ese día Van der Heuvel estaba en Dinamarca.
Quizás había matado a la secretaria como sucedáneo.
Cuando desperté, la luz entraba por un ventanuco. Amanda yacía de costado, mirando hacia el otro lado, su largo pelo oscuro derramado sobre la almohada. Y de pronto me enfurecí al recordar a Henri con su cara ennegrecida, apuntando el arma a la cabeza de Amanda, los ojos desencajados de ella.
En ese momento no me importaba por qué Henri había matado, qué se proponía hacer, por qué el libro era tan importante para él ni por qué parecía estar perdiendo el control. Sólo me importaba una cosa: proteger a Amanda y al bebé.
Cogí mi reloj, vi que eran casi las siete y media. Sacudí suavemente el hombro de Amanda, que abrió los ojos. Jadeó, pero al ver mi cara el semblante se le demudó.
– Por un momento he pensado…
– ¿Que todo era un sueño?
– Sí.
Apoyé la cabeza en su vientre y ella me acarició el pelo.
– ¿Es la manita del bebé? -pregunté.
– Bobo… Tengo hambre.
Fingí que hablaba para el bebé y me hice bocina con las manos.
– Hola, Rorro. Soy papá -dije, como si esa diminuta combinación de nuestros ADN pudiera oírme.
Amanda lanzó una carcajada y me alegré de robarle una risa, pero yo lloré bajo la ducha cuando ella no me veía. Ojalá hubiera matado a Henri cuando lo tenía encañonado. Ojalá lo hubiera hecho. Entonces todo habría terminado.
Mantuve a Amanda cerca de mí mientras pagaba la cuenta en la recepción, y luego llamé un taxi para que nos llevara al aeropuerto Charles de Gaulle.
– ¿Cómo vamos a irnos a Los Ángeles justo ahora? -preguntó Amanda.
– No lo haremos.
Ella ladeó la cabeza y me miró sorprendida.
– ¿Y qué estamos haciendo?
Le dije lo que había decidido, le di una breve lista de nombres y números en el dorso de mi tarjeta, y añadí que alguien la recibiría cuando aterrizara el avión. Ella me escuchó, sin poner reparos cuando le dije que no me telefoneara ni enviara e-mails, nada. Sólo tenía que descansar y comer bien.
Читать дальше