James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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– Yo no puedo hacer nada, monsieur. Relájese.

– ¿Cuánto tardaremos? -Quizás otros quince minutos. ¿Cómo saberlo?

Henri se enfureció aún más consigo mismo. Había sido estúpido ir a París como una suerte de epílogo irónico a la muerte de Gina. No sólo estúpido sino autocomplaciente, o quizás autodestructivo. ¿Era eso? «¿Resulta que ahora quiero que me pillen?»

Observó la calle por la ventanilla abierta, ansiando que la absurda caravana de políticos pasara de una vez, cuando oyó risas en una brasserie de la esquina.

Miró hacia allí.

Un hombre con chaqueta azul, jersey rosado y pantalones caqui, un americano, por supuesto, le hacía una cómica reverencia a una joven con suéter azul. La gente que los rodeaba se puso a aplaudir y Henri miró con mayor atención. El hombre le resultaba conocido. Su mente se paró en seco.

No dio crédito. Quiso preguntarle al conductor si él veía lo mismo. ¿Eran Ben Hawkins y Amanda Diaz? «Porque me parece que me he vuelto loco.»

Entonces Hawkins movió la silla de metal, la hizo girar, sentándose de frente a la calle, y Henri no tuvo más dudas. Era Ben. La última vez que había mirado el rastreador, Hawkins y la chica estaban en Los Ángeles.

Repasó el fin de semana hasta la noche del sábado, después de la muerte de Gina. Había enviado el vídeo a Ben, pero no había comprobado el rastreador GPS. No lo había hecho en un par de días.

¿Ben lo había descubierto y había tirado el chip?

Por un instante tuvo una sensación totalmente nueva para él: sintió miedo. Miedo de volverse chapucero, de distender su rígida disciplina, de perder la compostura. No podía permitir que ocurriera.

Nunca más.

Henri ladró que no podía esperar más. Pasó unos billetes al conductor, cogió la maleta y el maletín y se apeó.

Caminó entre los coches hacia la acera. Moviéndose deprisa, se agazapó en un recoveco entre dos tiendas, a sólo diez metros de la brasserie.

Observó con el corazón palpitante mientras Ben y Amanda se marchaban del restaurante caminando del brazo por Rivoli. Dejó que se adelantaran y los siguió, manteniéndolos a la vista hasta que llegaron al Singe Vert, un hotelucho de la Place André Malraux.

Una vez que ambos entraron, Henri fue al bar del hotel, el Jacques' Americaine, contiguo al vestíbulo. Pidió un whisky al camarero, que trataba de flirtear con una morena de cara equina.

Bebió la copa y vigiló el vestíbulo por el espejo del bar. Cuando vio que Ben bajaba, giró en el taburete y observó que le entregaba la llave al encargado.

Henri memorizó el número bajo el gancho de la llave.

108

Ya eran las ocho y media cuando llegué a la Place Vendôme, un cuadrado enorme con calzadas por los cuatro lados y un monumento de bronce de veinte metros en el centro, en memoria de Napoleón Bonaparte. Al oeste de la Place está la Rue St. Honoré, paraíso de compras de los ricos, y frente a la plaza se yergue la apabullante arquitectura gótica francesa del hotel Ritz; piedra color miel, luces, toldos demie-lune sobre las puertas y ventanas.

Caminé por la alfombra roja y atravesé la puerta giratoria para entrar en el vestíbulo y miré los suntuosos sofás, los candelabros que arrojaban una luz tenue sobre las pinturas al óleo y la cara feliz de los huéspedes.

Encontré los teléfonos internos y pedí a la operadora que me pusiera con Henri Benoit. Mis palpitaciones marcaron los segundos, hasta que la mujer respondió que esperaban a Monsieur Benoit, pero que aún no se había registrado. ¿Quería dejarle un recado?

– Volveré a llamar -dije-. Merci.

No me había equivocado.

Henri estaba en París, o vendría pronto. Y se alojaba en el Ritz.

Al colgar el auricular, sentí un borbotón de emociones pensando en todas las personas inocentes que Henri había matado. Pensé en Levon y Barbara, y en los días y noches sofocantes que había pasado encadenado en una caravana, sentado frente a un lunático homicida.

Y luego pensé en Henri amenazando con matar a Amanda.

Me senté en un rincón desde donde vigilar la puerta, oculto detrás de un International Herald Tribune, pensando que era lo mismo que vigilar desde un coche patrulla, aunque sin el café ni la cháchara de un compañero. Podía quedarme allí para siempre, porque al fin me había adelantado a Henri, ese maldito psicópata. Él no sabía que yo estaba allí, pero yo sabía que él vendría.

En las dos eternas horas siguientes, me imaginé viendo a Henri entrar en el hotel con su maleta, registrarse en la recepción. Yo lo identificaría a pesar del disfraz, lo seguiría al ascensor y le daría la misma sorpresa escalofriante que una vez él me había dado.

Aún no sabía qué haría después.

Tal vez amarrarlo, llamar a la policía y hacerlo detener bajo la sospecha de haber matado a Gina Prazzi. Pero eso era demasiado arriesgado. Pensé en meterle un balazo en la cabeza y entregarme en la embajada de Estados Unidos, para lidiar con la situación después.

Analicé la primera opción: los policías me preguntarían quién era Gina Prazzi y cómo sabía que estaba muerta. Me imaginé mostrándoles la película de Henri, en que el cadáver de Gina no se veía. Si Henri se había deshecho del cuerpo ni siquiera lo arrestarían. Y yo quedaría bajo sospecha. Más aún, sería el principal sospechoso.

Luego la segunda opción: me imaginé apuntándole con el 38, obligándolo a volverse, diciendo: «¡Las manos contra la pared, no te muevas!» Esa idea me gustaba.

Eso pensaba cuando entre las muchas personas que cruzaban el vestíbulo vi pasar a dos bellas mujeres y un hombre que se dirigían a la recepción. Las mujeres eran jóvenes y elegantes, anglófonas, hablaban y reían, prodigándole atenciones al hombre que iba entre ambas.

Entrelazaban los brazos como compañeros de estudios, y se separaron cuando llegaron a la puerta giratoria. El hombre se rezagó caballerosamente para cederles la delantera a las dos atractivas mujeres.

La euforia que sentí estaba a kilómetros de mi pensamiento consciente. Pero registré los rasgos blandos del hombre, su contextura, su modo de vestir. Ahora era rubio, usaba gafas grandes de montura negra, andaba un poco encorvado.

Así era como se disfrazaba Henri. Me había dicho que sus disfraces funcionaban porque eran sencillos. Adoptaba cierto modo de andar o hablar, y luego añadía algunos detalles visuales desorientadores pero recordables. Se transformaba en su nueva identidad. Y yo sabía esto al margen de la nueva identidad que él hubiera adoptado.

El hombre que iba con aquellas dos mujeres era Henri Benoit.

109

Dejé el periódico y los seguí con la mirada mientras salían a la calle por la puerta giratoria, uno a uno.

Me dirigí hacia la puerta principal para ver adónde se encaminaba Henri. Pero antes de llegar a la puerta giratoria, un rebaño de turistas se agolpó frente a mí, tambaleándose, riendo, apiñándose dentro de la puerta mientras yo aguardaba, queriendo gritarles: «¡Imbéciles, no estorbéis!»

Cuando logré salir, Henri y las dos mujeres ya estaban lejos, caminando por la galería que bordea el lado oeste de la calle. Cogieron por la Rue de Castiglione, hacia la de Rivoli. Atiné a ver que giraban a la izquierda cuando llegué a la esquina. Luego vi que las dos mujeres miraban el escaparate de una zapatería exclusiva y vislumbré el cabello rubio de Henri más allá. Procuré no perderlo de vista, pero él desapareció en la estación de metro Tuilleries, al final de la calle.

Corrí en medio del tráfico, bajé al andén por la escalera, pero es una de las estaciones más concurridas y no logré localizar a Henri. Traté de mirar a todas partes al mismo tiempo, escudriñando los grupos de viajeros que circulaban por la estación.

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