James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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Pasaron noticias deportivas e información sobre los mercados, y luego aparecieron las caras de las chicas nuevas, Wendy y Sara.

– Me encantaba Sara -le dijo a Gina, que trataba de aflojar los nudos que le sujetaban las muñecas al cabezal-. Nunca rogó por su vida. Nunca hizo preguntas tontas.

– Si tuviera las manos libres, podría hacerte algunas cosas agradables.

– Lo pensaré.

Henri apagó el remoto, giró y se montó sobre el fabuloso trasero de Gina, le apoyó las manos en los hombros y trazó círculos bajo la nuca con los pulgares. Estaba teniendo otra erección. Muy dura, dolorosa.

– Esto empieza a aburrirme -dijo Gina-. Quizás este reencuentro fue una mala idea.

Henri le cerró los dedos suavemente sobre la garganta, siempre jugando. Sintió que ella se tensaba y una pátina de sudor le perlaba la piel.

Bien. Le gustaba que ella tuviera miedo.

– ¿Todavía te aburres? -Apretó hasta que Gina tosió y tiró de las amarras, jadeando el nombre de Henri mientras procuraba respirar.

La soltó y, mientras ella respiraba trabajosamente, le desató las muñecas. Ella sacudió las manos y rodó sobre sí misma.

– Sabía que no podías hacerlo -dijo, aún resollando.

– No. No podría hacer eso.

Gina se levantó de la cama y fue al baño. Henri la siguió con la mirada, se levantó, volvió a meter la mano en la bolsa y la siguió.

– ¿Qué quieres ahora? -preguntó ella, mirándolo por el espejo.

– El tiempo se ha acabado.

Henri le apuntó la pistola a la nuca y disparó. Miró los ojos que se agrandaban en el espejo salpicado de sangre, siguió el cuerpo que se desplomaba en el suelo. Le descerrajó dos balazos más. Luego le tomó el pulso, limpió el arma y el silenciador y la puso al lado de ella.

Después de ducharse, Henri se vistió. Luego descargó el vídeo a su ordenador, limpió las habitaciones, recogió sus cosas y verificó que todo estuviera como debía estar.

Miró un instante los tres relojes de diamantes que había en la mesilla y se acordó del día en que la había conocido.

«Tengo unas horas para ti.»

El valor de esos relojes sumaba cien mil euros. Pero el riesgo no valía la pena. Los dejó sobre la mesilla. Una buena propina para la camarera.

Gina había utilizado su tarjeta de crédito, así que Henri salió de la habitación y cerró la puerta. Abandonó del hotel tranquilamente, subió a su coche alquilado y se dirigió al aeropuerto.

99

El domingo por la tarde estaba de vuelta en mi bunker, de vuelta en mi libro. En el armario tenía comida basura para un mes y estaba decidido a terminar el bosquejo de capítulos ampliado para Zagami, que lo esperaba en su e-mail por la mañana.

A las siete encendí la televisión. Acababa de empezar 60 Minutos y los homicidios de Barbados eran el principal titular.

«Los expertos forenses -comentaba Morley Safer- dicen que las muertes de Wendy Emerson y Sara Russo, combinadas con los cinco homicidios de Maui, forman parte de una serie de asesinatos sádicos y brutales cuyo fin no se adivina. En este momento, policías de todo el mundo vuelven a examinar casos de homicidio sin resolver, buscando cualquier pista que pueda conducir a un asesino en serie que no haya dejado testigos conocidos, víctimas vivas, ni una huella de sí mismo. Bob Simon, corresponsal de la CBS, habló con algunos de esos policías.»

Aparecieron vídeos en la pantalla.

Miré a policías retirados entrevistados en su hogar y me asombró su expresión lúgubre y voz trémula. Uno tenía lágrimas en los ojos mientras enseñaba fotos de una niña de doce años cuyo asesino nunca había sido descubierto.

Apagué el televisor y grité tapándome la boca.

Henri estaba vivo en mi mente, en el pasado, el presente y el futuro. Yo conocía sus métodos y sus víctimas y ahora adaptaba mi estilo a la cadencia de su voz. A veces, y esto me asustaba de veras, pensaba que era él.

Abrí una cerveza y la empiné frente a la nevera abierta. Luego regresé al ordenador. Revisé mi correo, algo que no hacía desde el fin de semana con Amanda. Abrí una docena de mensajes antes de llegar al marcado como «¿Todos satisfechos?». Tenía un archivo adjunto.

Mis dedos se paralizaron sobre el teclado. No reconocía la dirección del remitente, pero parpadeé ante el encabezado antes de abrir el mensaje: «Ben, sigo trabajando con frenesí. ¿Y tú?» La firma era H. B.

Toqué la cinta adhesiva pegada a mi costado izquierdo y palpé el adminículo que enviaba mi posición al ordenador de Henri.

Luego descargué el archivo adjunto.

100

El vídeo se iniciaba con un estallido de luz y un primer plano de la cara digitalmente distorsionada de Henri. Se volvía y caminaba hacia una cama con baldaquino de lo que parecía la habitación de un hotel exclusivo. Reparé en el exquisito mobiliario, la tradicional flor de lis que se repetía en los cortinajes, la alfombra y la tapicería.

Miré la cama, donde vi a una mujer desnuda tendida de bruces, estirando las manos, tirando de los cordeles que le sujetaban las muñecas al cabezal.

«Oh, no -pensé-. Aquí vamos de nuevo.»

Henri se metió en la cama con ella y ambos hablaron con tono displicente. No pude distinguir lo que decían hasta que ella alzó la voz para pedirle que la desatara.

Algo era diferente esta vez.

Me llamó la atención que ella no manifestara temor. ¿Era muy buena actriz? ¿O aún no sospechaba cuál era la culminación del número?

Detuve el vídeo con el botón de pausa.

Evoqué con nítido detalle el vídeo de noventa segundos que mostraba la ejecución de Kim McDaniels. Nunca olvidaría la expresión de Kim después de la muerte, como si aún sufriera el dolor aunque su cabeza ya estuviese separada del cuerpo.

No quería añadir otra producción de Henri Benoit a mi lista mental.

No quería ver eso.

Abajo era una típica noche de domingo en la calle Traction. Un guitarrista callejero tocaba Oh, Domino y los turistas aplaudían, los neumáticos de los coches suspiraban al pasar frente a mi ventana. Semanas atrás, en una noche así, habría bajado para beber un par de cervezas en Moe's.

Ojalá pudiera hacerlo ahora. Pero no podía alejarme.

Pulsé PLAY y miré las imágenes que se movían en la pantalla: Henri diciéndole a la mujer que ella sólo pensaba en su propio placer. «Siempre hay un precio.» Cogía el mando a distancia y encendía el televisor.

Después de la pantalla de bienvenida, un locutor de la BBC World dio un informe deportivo, en general fútbol. Siguió otro locutor con un resumen de varios mercados financieros internacionales, luego la noticia sobre las dos chicas asesinadas en Barbados.

En la pantalla, Henri apagó la televisión. Se montó a horcajadas sobre el cuerpo desnudo de la mujer, le apoyó las manos en el cuello. Su mirada era intensa y tuve la certeza de que la estrangularía, pero cambió de parecer.

Le desató las muñecas y yo exhalé, me enjugué los ojos con las palmas. La dejaba en libertad. ¿Por qué?

«Sabía que no podías hacerlo», le dijo la mujer a Henri. Hablaba en inglés, pero con acento italiano.

¿Era Gina?

Se levantó de la cama, se acercó a la cámara y guiñó el ojo. Era una bonita morena que frisaba los cuarenta. Se dirigió a una habitación contigua, quizás el baño.

Henri se levantó también y sacó una pistola de la bolsa. Parecía una Ruger de 9 mm con un silenciador acoplado al cañón. Siguió a la mujer y salió del cuadro visual.

Oí una conversación lejana, luego el zumbido del arma disparando con el silenciador. Una sombra pasó por el umbral. Hubo un golpe blando, otros dos disparos ahogados, ruido de agua.

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