James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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Amanda se había mantenido firme, pero me mostró cuán asustada estaba cuando me estrujó las manos y me clavó la mirada.

– Nada de esto tiene sentido para mí. Ben. Ni el porqué ni lo que quiere, ni siquiera por qué te escogió para escribir el libro. Sólo sé que es un maldito psicópata. Y que sabe dónde vivimos.

93

Desperté en la cama, el corazón palpitante, la camiseta y los calzoncillos empapados de sudor.

En mi sueño, Henri me había ofrecido un tour por sus asesinatos de Barbados, y me hablaba mientras serraba la cabeza de Sara Russo. Sostenía la cabeza por el pelo, diciendo «Esto es lo que me gusta, ese momento fugaz entre la vida y la muerte», y, como ocurre en los sueños, Sara se transformaba en Amanda. Ésta me miraba, manchando de sangre el brazo de Henri, y me decía: «Ben, llama al 911.»

Me apoyé el brazo en la frente y me enjugué la cara.

Era fácil interpretar aquella pesadilla: me aterraba que Henri pudiera matar a Amanda. Y me sentía culpable por las chicas de Barbados. Si hubiera acudido a la policía, quizás aún estarían con vida.

¿Era sólo una ilusión? ¿O era verdad?

Me imaginé yendo al FBI, contando que Henri me había encañonado con un arma, había tomado fotos de Amanda y amenazado con matarnos a ambos. Habría tenido que contarles que Henri me encadenó a una caravana en el desierto durante tres días y me describió en detalle la muerte de treinta personas. Pero ¿habían sido verdaderas confesiones? ¿O meras patrañas?

Imaginé al agente del FBI con su mirada escéptica, luego las emisoras de televisión transmitiendo la descripción de «Henri»: sujeto masculino blanco, un metro ochenta y pico, unos ochenta kilos, treintañero. Eso irritaría a Henri. Y entonces, si podía, nos mataría.

¿Henri realmente pensaba que yo lo permitiría?

Miré los faros que se reflejaban en el techo del dormitorio.

Recordé los nombres de restaurantes y hoteles que Henri había visitado con Gina Prazzi. Había varios otros alias y detalles que Henri no había considerado importantes pero que quizá contribuyeran a desovillar la madeja.

Amanda se volvió en sueños, apoyó el brazo en mi pecho y se acurrucó contra mí. Me pregunté qué estaría soñando. La estreché entre mis brazos y le besé levemente la coronilla.

– Trata de no atormentarte -ronroneó contra mi pecho.

– No pretendía despertarte.

– ¿Bromeas? Casi me tiras de la cama con tus resuellos y suspiros.

– No sé qué hora es.

– Es temprano, demasiado temprano para estar levantados. Ben, no creo que ganes nada con obsesionarte.

– ¿Crees que estoy obsesionado?

– Piensa en otra cosa. Tómate un respiro.

– Zagami quiere…

– Al cuerno con Zagami. Yo también he estado pensando, y tengo un plan. No te gustará.

94

Me paseaba frente a mi edificio con mis petates cuando Amanda se acercó en su cuidada y rugiente Harley Sportster, una moto que irradiaba potencia, con asiento de cuero rojo.

Subí, rodeé su estrecha cintura con las manos y, con su largo cabello azotándome la cara, enfilamos hacia la 10 y desde allí a la Pacific Coast Highway, un tramo deslumbrante de carretera costera que parece prolongarse para siempre.

A nuestra izquierda y abajo, las olas encabritadas subían en arcos a la playa, desplazando a los surfistas que tachonaban las olas. Pensé que nunca había surfeado porque me parecía demasiado peligroso.

Me aferré mientras Amanda cambiaba de carril y aceleraba.

– ¡Bájate los hombros de las orejas! -me gritó.

– ¿Qué?

– Que te relajes.

Era difícil, pero me obligué a aflojar las piernas y los hombros.

– ¡Ahora actúa como un perro! -gritó Amanda.

Volvió la cabeza y sacó la lengua, y me hizo gestos hasta que la imité. El viento de setenta kilómetros por hora me pegó en la lengua, distendiéndome, y los dos nos reímos tanto que nuestros ojos se humedecieron.

Todavía sonreía cuando atravesamos Malibú y cruzamos la frontera del condado de Ventura. Minutos después, Amanda frenó en Neptune's Net, un restaurante de mariscos con un aparcamiento lleno de motocicletas.

Un par de tíos la saludaron cuando entramos. Sacamos dos cangrejos de la cuba y diez minutos después los recogimos en la ventanilla, cocidos al vapor y servidos en platos de cartón con recipientes de mantequilla derretida. Bajamos los cangrejos con Mountain Dew, y luego volvimos a montar en la Harley.

Esta vez me sentí más cómodo en la moto, y al fin lo entendí: Amanda me ofrecía el regalo del júbilo. La velocidad y el viento me despejaban las telarañas de la mente, haciendo que me entregara al entusiasmo y la libertad de la carretera.

Mientras viajábamos hacia el norte, la carretera descendió al nivel del mar y nos llevó por las deslumbrantes localidades de Sea Cliff, La Conchita, Rincón, Carpenteria, Summerland y Montecito. Y luego Amanda me pidió que me agarrara con fuerza mientras salía de la autopista por la salida de Olive Mill Road, hacia Santa Bárbara.

Vi los letreros y supe adónde nos dirigíamos. Siempre queríamos pasar un fin de semana en ese lugar, pero nunca encontrábamos el tiempo.

Mi cuerpo entero temblaba cuando me apeé de la moto frente al legendario Biltmore Hotel, con sus tejados rojos, sus palmeras y su vista panorámica del mar. Me quité el casco y abracé a mi chica.

– Cariño, cuando dices que tienes un plan, sin duda no te andas con chiquitas.

– Estaba ahorrando mi bonificación navideña para nuestro aniversario, pero ¿sabes lo que pensé a las cuatro de esta mañana?

– Dime.

– Ningún momento mejor que ahora. Ningún lugar mejor que éste.

95

El vestíbulo del hotel resplandecía. No soy de esos tíos aficionados a sintonizar el canal House Beautiful, pero conocía el lujo y el confort, y Amanda, caminando junto a mí, me describía los detalles. Señaló el estilo mediterráneo, las arcadas y los techos con vigas vistas, los rechonchos sofás y los leños que ardían en un hogar con azulejos. Debajo, el mar vasto y ondulante.

Amanda me hizo una advertencia, con toda seriedad.

– Si mencionas a ese individuo tan sólo una vez, la cuenta irá a tu tarjeta de crédito, no a la mía. ¿Vale?

– Vale -dije, estrechándola en un abrazo.

Nuestra habitación tenía hogar, y cuando Amanda empezó a arrojar la ropa en la silla, me imaginé el resto de la tarde retozando en la enorme cama.

Ella vio mi mirada y se echó a reír.

– Ah, ya veo -dijo-. Espera, ¿quieres? Tengo otro plan.

Me estaba volviendo fanático de los planes de Amanda. Ella se puso su bikini leopardo y yo me puse el bañador y fuimos a una piscina que había en el centro del jardín principal. Seguí a Amanda, me zambullí y oí -incrédulamente- música bajo el agua.

De vuelta en nuestra habitación, le quité el bikini y ella se encaramó sobre mí, ciñéndome la cintura con las piernas. Caminé hasta la ducha y pocos minutos después nos dejamos caer en la cama, donde hicimos el amor apasionadamente. Luego descansamos, y Amanda se durmió apoyada en mi pecho con las rodillas apoyadas contra mi costado. Por primera vez en semanas dormí profundamente, sin que ninguna pesadilla sangrienta me despertara sobresaltado.

Al caer el sol, Amanda se puso un vestido negro y se recogió el cabello hacia arriba, recordándome a Audrey Hepburn. Bajamos por la sinuosa escalera al Bella Vista, y nos condujeron a una mesa cerca del fuego. El suelo era de mármol, las paredes tenían paneles de caoba, y la vista del oleaje encrespado valía mil millones de dólares. El techo de cristal mostraba un poniente color cobalto sobre nuestras cabezas.

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