»Maté a la chica. E hice el amor con Gina con la chica muerta junto a nosotros. Gina estaba frenética de excitación. Cuando se corrió, fue como si muriese y renaciera como una mujer más blanda y dulce.
Los gestos de Henri se distendieron. Me contó que había conducido el Ferrari en un viaje de tres días hasta Florencia, y me describió la vida en que se estaba iniciando.
– Poco después del viaje a Florencia, Gina me habló de la Alianza, y me contó que Jan era un miembro importante.
El turismo por Europa occidental había concluido. Henri se enderezó y abandonó su voz lánguida para adoptar un tono crispado.
– Gina me dijo que la Alianza era una organización secreta compuesta por las mejores personas, con lo cual quería decir gente de fortuna, obscenamente rica. Dijo que podían utilizarme… «Aprovechar mi talento» fue su expresión. Y dijo que me darían una suculenta recompensa. Así pues, Gina no me amaba. Quería usarme para algo. Eso me dolió un poco, desde luego. Al principio pensé en matarla. Pero no era necesario, ¿verdad, Ben? Más aún, habría sido estúpido. -¿Porque ellos te contrataban para matar?
– Desde luego.
– Pero ¿en qué beneficiaba eso a la Alianza?
– Benjamin -dijo pacientemente-, ellos no me contrataban para liquidar a sus enemigos. Yo filmo mi trabajo. Hago películas para ellos. Pagan por mirar.
Henri había dicho que mataba por dinero y ahora todo encajaba. Había matado y filmado esas ejecuciones sexuales para un público selecto por un precio principesco. Ahora la escenografía de la muerte de Kim tenía sentido. Había sido el trasfondo cinematográfico de su perversión. Pero yo no entendía por qué había ahogado a Levon y a Barbara. ¿Cómo se explicaba eso?
– Estabas hablando de los Mirones. El trabajo que realizaste en Hawai.
– Lo recuerdo. Bien, entiende: los Mirones me conceden un amplio margen de libertad creativa. Reparé en Kim a causa de sus fotos. Usé una treta para obtener información en su agencia. Dije que quería contratarla y pregunté cuándo regresaría de… ¿dónde era la filmación?
»Me dijeron el lugar y yo averigüé el resto: qué isla, la hora de llegada, el hotel. Mientras esperaba la llegada de Kim, maté a la pequeña Rosa. Era un aperitivo, un amuse-bouche…
– ¿ Amuse qué?
– Significa un entremés, y en este caso la Alianza no había encargado el trabajo. Ofrecí la película en una subasta… Sí, hay un mercado para esas cosas. Gané un dinero adicional y me aseguré de que el holandés viera la película. Jan tiene predilección por las niñas jóvenes y yo quería que los Mirones se engolosinaran con mi trabajo. Cuando Kim llegó a Maui para el rodaje, yo la vigilaba.
– ¿Usabas el nombre de Nils Bjorn? -pregunté.
Henri dio un respingo y frunció el ceño.
– ¿Cómo has sabido eso?
Había cometido un error. Mi salto mental había asociado a Gina Prazzi con la mujer que me había telefoneado en Hawai diciéndome que investigara a un huésped llamado Nils Bjorn. Al parecer Henri había hecho la misma asociación, y no le había gustado.
Pero ¿por qué Gina traicionaría a Henri? ¿Qué era lo que yo no sabía acerca de ambos?
Parecía un gancho importante para la historia de Henri, pero me hice una advertencia a mí mismo: por mi seguridad, debía cuidarme de no alertar a Henri. Cuidarme mucho.
– La policía recibió una pista -dije-. Un traficante de armas con ese nombre se marchó del Wailea Princess en el momento en que Kim desapareció. Nunca lo interrogaron.
– Te diré una cosa, Ben: yo era Nils Bjorn, pero he destruido su identidad. Nunca volveré a usarla. Ya no te sirve de nada.
Se levantó abruptamente del asiento. Acomodó el toldo para bloquear los rayos bajos del sol. Aproveché esa pausa para calmar mis nervios.
Estaba cambiando la casete por una nueva cuando Henri dijo:
– Viene alguien.
Mi corazón se desbocó.
Me cubrí los ojos del sol con las manos, miré el camino que surcaba el desierto hacia el oeste, vi un sedán oscuro subiendo una loma.
– ¡Muévete! -dijo Henri-. Coge tus cosas, tu copa y tu silla y métete dentro.
Entré a trompicones en el remolque con él detrás de mí. Desenganchó la cadena del suelo y la metió bajo el fregadero. Me dio mi chaqueta y me dijo que entrara en el baño.
– Si nuestro visitante se entromete demasiado -dijo Henri, lavando las copas de vino-, quizá tenga que eliminarlo. Eso significa que podrías ser testigo de un homicidio, Ben. No es saludable para ti.
Me acurruqué en el diminuto aseo y me miré la cara en el espejo antes de apagar la luz. Tenía barba de tres días y la camisa arrugada. Ofrecía un pésimo aspecto. Parecía un pordiosero.
La pared del baño era delgada y a través de ella se oía todo. Llamaron a la puerta de la caravana y Henri abrió. Oí unos pasos pesados subiendo la escalinata.
– Entre, agente, por favor. Soy el hermano Michael -dijo Henri.
– Soy la teniente Brooks -dijo la voz cortante de una mujer-. Servicio de Parques. Este campamento está cerrado, señor. ¿No vio el bloqueo del camino y el letrero de «No entrar»?
– Lo lamento. Quería rezar en completa soledad. Pertenezco al monasterio camaldulense de Big Sur. Estoy en un retiro.
– No me importa si es acróbata del Cirque du Soleil. No tiene derecho a estar aquí.
– Dios me condujo aquí. Él me dio ese derecho. Pero no tenía ninguna mala intención. Lo siento.
Podía sentir la tensión fuera de la puerta. Si la teniente intentaba usar su radio para comunicar la situación, podía darse por muerta. Años atrás, en Portland, yo había retrocedido con el coche patrulla y había tumbado a un viejo en silla de ruedas. En otra ocasión, encañoné con mi arma a un chiquillo que saltó entre dos coches, apuntándome con una pistola de agua.
En ambas ocasiones pensé que mi corazón no podía latir más deprisa, pero con toda franqueza lo que estaba viviendo en ese momento era peor. Si la hebilla de mi cinturón chocaba contra el lavabo de metal, la mujer lo oiría. Si me veía, si me interrogaba, Henri podría decidir matarla y su muerte recaería sobre mi conciencia.
Y luego me mataría a mí.
Recé para no estornudar. Recé.
La teniente le dijo a Henri que comprendía muy bien lo que era un retiro en el desierto, pero que ese lugar no era seguro.
– Si el piloto del helicóptero no hubiera visto la caravana, no habría ninguna patrulla por aquí. ¿Qué sucedería si se quedara sin combustible? ¿O sin agua? Nadie lo encontraría y usted moriría -dijo Brooks-. Esperaré mientras recoge sus cosas.
Oí el crepitar de una radio.
– Lo tengo, Yusef -dijo la teniente.
Esperé el inevitable disparo, pensé en abrir la puerta de un puntapié y tratar de arrebatarle el arma a Henri, salvar a esa pobre mujer.
– Es un monje, una especie de anacoreta -dijo la teniente por radio-. Sí, está solo. No; todo bajo control.
– Teniente, es tarde -intervino la voz de Henri :-. Puedo partir por la mañana sin dificultad. Agradecería una noche más aquí, para mis meditaciones.
– Lo siento, pero no es posible.
– Claro que sí. Sólo pido una noche más -insistió él.
– ¿Su depósito de gasolina está lleno?
– Sí. Lo llené antes de entrar en el parque.
– ¿Y tiene agua suficiente?
La puerta de la nevera se abrió con un chirrido.
– Está bien. Pero mañana por la mañana se va de aquí -cedió la mujer-. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Lamento las molestias.
– Vale. Que tenga buenas noches, hermano.
– Gracias, teniente. Que Dios la bendiga.
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