James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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Apagué el motor, cogí el maletín y abrí la puerta.

Un hombre apareció en el balcón. Era Henri, con la misma apariencia que la última vez que lo había visto; el cabello castaño peinado hacia atrás, rasurado, sin gafas, un sujeto guapo de cabeza bien proporcionada que podía adoptar otra identidad con un bigote, un parche en el ojo o una gorra de béisbol.

– Ben, deja el maletín en el coche -dijo.

– Pero el contrato…

– Yo buscaré tu maletín. Pero ahora sal del coche y por favor deja el móvil en el asiento. Gracias.

Una parte de mí gritaba: «Lárgate de aquí. Enciende el motor y márchate.» Pero una voz interior opuesta insistía en que, si abandonaba en ese momento, no habría ganado nada. Henri seguiría suelto y podría matarnos en cualquier momento, y sólo porque le había desobedecido.

Aparté la mano del maletín y lo dejé en el coche junto con el móvil. Henri bajó corriendo la escalera y me dijo que apoyara las manos en el capó. Luego me cacheó con pericia.

– Pon las manos a la espalda, Ben -dijo con amable tranquilidad. Sólo que me apoyaba el cañón de una pistola en la columna vertebral.

La última vez que le di la espalda a Henri, él me había dejado fuera de combate de un culatazo en la nuca. Ni siquiera pensé demasiado, sólo usé el instinto y el entrenamiento. Me moví al costado, dispuesto a girar para desarmarlo, pero lo que vino a continuación fue una oleada de dolor.

Los brazos de Henri me estrujaron como un tornillo de banco y me derribó. Fue una caída violenta y dolorosa, pero no tenía tiempo para examinar mi estado. Henri estaba encima de mí, su pecho sobre mi espalda, sus piernas entrelazadas con las mías. Me enganchó con los pies de tal modo que nuestros cuerpos quedaron unidos y su peso me aplastaba contra la calzada. Sentí la presión del cañón del arma en la oreja.

– ¿Alguna otra idea? -dijo-. Venga, Ben, ¿quieres intentarlo de nuevo?

78

Esa llave me había dejado tan inmovilizado como si me hubieran partido la columna vertebral. Ningún cinturón negro aficionado podría haberme derribado así.

– Podría desnucarte en un santiamén -dijo-. ¿Entiendes?

Asentí con un jadeo, y él se levantó, me aferró el antebrazo y me ayudó a incorporarme.

– Trata de hacerlo bien esta vez. Da media vuelta y pon las manos a la espalda.

Entonces me esposó y luego subió las esposas, y casi me dislocó los hombros.

Me empujó contra el coche y puso mi maletín en el techo. Lo abrió, encontró mi pistola, la arrojó al suelo del vehículo. Luego aseguró las puertas y me llevó hacia la caravana.

– ¿Qué demonios es esto? -pregunté-. ¿Adónde vamos?

– Lo sabrás cuando lo sepas -dijo el monstruo.

Abrió la puerta y entré a trompicones.

Era una caravana vieja y maltrecha. A mi derecha estaba la cocina: una mesa unida a la pared, dos sillas atornilladas al suelo. A mi derecha había un sofá que podía usarse como cama plegable. Un gabinete albergaba un retrete y un catre.

Henri me condujo a una de las sillas y me obligó a sentarme con un golpe detrás de las rodillas. Me puso un saco de tela negra en la cabeza y me ciñó la pierna con una argolla. Oí el rechinar de una cadena y el chasquido de un cerrojo.

Estaba engrillado a un gancho del suelo.

Henri me palmeó el hombro.

– Cálmate, no quiero lastimarte. No me interesa matarte sino que escribas el libro. Ahora somos socios, Ben. Trata de confiar en mí.

Yo estaba encadenado y prácticamente ciego. No sabía adónde me llevaba Henri. Y sin duda no confiaba en él.

Oí que atrancaba la puerta, y luego puso en marcha la camioneta. El aire acondicionado bombeaba una brisa fría a través de un conducto del techo.

Anduvimos sin traqueteos durante media hora, luego viramos a la derecha por una carretera irregular. Siguieron otros giros. Traté de aferrarme al liso asiento de plástico con los muslos, pero repetidamente me golpeaba contra la pared y la mesa.

Al rato perdí la cuenta de los virajes y de la hora. Me deprimía que Henri me hubiera dominado totalmente. Era la pura y sencilla verdad.

Henri estaba al mando. Él tenía la voz cantante. Yo sólo seguía el tirón de la traílla.

79

Al cabo de una hora y media el vehículo se detuvo y abrieron la puerta. Henri me arrancó la capucha.

– Última parada, amigo. Estamos en casa.

A través de la puerta abierta vi un desierto llano y hostil; dunas de arena hasta el horizonte, yucas desgreñadas y gallinazos surcando el cielo en círculos.

Mi mente también volaba en círculos alrededor de un pensamiento: «Si Henri me mata aquí, nunca encontrarán mi cuerpo.» A pesar del aire refrigerado, el sudor resbalaba por mi cuello cuando él se apoyó en la angosta mesa de formica.

– Hice un poco de investigación sobre las colaboraciones literarias -dijo-. La gente dice que se requieren unas cuarenta horas de entrevistas para obtener material para un libro. ¿Es correcto?

– Quítame las esposas, Henri. De aquí no puedo fugarme.

Abrió la pequeña nevera y vi que estaba aprovisionada con agua, Gatorade, alimentos envasados. Sacó dos botellas de agua y apoyó una en la mesa.

– Si trabajamos ocho horas por día, estaríamos aquí cinco días.

– ¿Dónde es aquí?

– El parque Joshua Tree. Un campamento cerrado por reparaciones viales, pero el equipo eléctrico funciona -dijo.

El parque nacional Joshua Tree consiste en 400.000 hectáreas de desierto, kilómetros de nada salvo yuca, broza y formaciones rocosas en todas las direcciones. Se dice que las vistas desde lo alto son espectaculares, pero la gente normal no acampa en él en la canícula de pleno verano. Yo ni siquiera entendía a la gente que iba allí.

– Por si crees que podrías escapar de aquí -añadió-, permíteme ahorrarte la molestia. Esto es Alcatraz, pero en desierto. Esta caravana se encuentra en medio de un mar de arena. Las temperaturas diurnas llegan a cincuenta grados. Aun si huyeras de noche, el sol te freiría antes de que llegaras a una carretera. Con toda franqueza, te aconsejo que no lo intentes.

– Cinco días, ¿eh?

– Estarás de vuelta en Los Ángeles para el fin de semana. Palabra de niño explorador.

– Vale. Entonces, ¿por qué no me sueltas?

Extendí las manos y Henri me quitó las esposas.

80

Me froté las muñecas, me levanté y empiné una botella de agua fría de un solo trago, y ese pequeño alivio me dio una dosis de inesperado optimismo. Pensé en el entusiasmo de Leonard Zagami. Imaginé que mis viejos sueños de escritor se concretaban.

– Bien -dije-, manos a la obra.

Ambos instalamos el toldo del flanco del remolque, pusimos un par de sillas plegables y una mesa bajo la delgada franja de sombra. Con la puerta del remolque abierta, sintiendo el cosquilleo del aire fresco en la nuca, nos pusimos a trabajar.

Le mostré el contrato, le expliqué que Raven-Wofford sólo haría pagos al autor. Yo le pagaría a Henri.

– Los pagos se efectúan por partes -le expliqué-. El primer tercio se liquida contra la firma. El segundo se efectúa cuando se acepta el manuscrito, y el pago final se hace contra la publicación.

– Tienes un buen seguro de vida -dijo Henri, y esbozó una sonrisa radiante.

– Términos estándar para proteger al editor de los escritores que se atascan en mitad del proyecto.

Discutimos qué porcentaje le correspondía a cada uno, una negociación ridículamente unilateral.

– Es mi libro, ¿verdad? -dijo-, y tu nombre figura en él. Eso vale mucho más que dinero, Ben.

– ¿Propones que trabaje gratis? -repliqué.

Henri sonrió.

– ¿Tienes una pluma? -preguntó.

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