James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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La escena siguiente era una toma larga y morosa que empezaba con la cara inocente de los chicos y luego un pasaje por sus cuerpos jóvenes y desnudos, demorándose en la ropa que se habían quitado.

Cuando su propia cara apareció en la pantalla, Henri usó la herramienta de distorsión para deformar sus rasgos mientras alzaba a los niños para meterlos en la bañera. Esa toma era una belleza.

Cortó y pegó la secuencia siguiente, cerciorándose de que el montaje diera una impresión de impecable continuidad: un primer plano de sus manos sosteniendo a los chicos mientras forcejeaban y pataleaban, las burbujas que salían de sus bocas, ángulos de los cuerpos flotantes, ochiba shigure. En japonés: «como hojas flotando en un estanque».

A continuación, un plano de la cara desencajada de Sadka, las gotas de agua que se adherían al pelo y la piel. Luego la cámara retrocedía para revelar a ambos chicos muertos sobre las tumbonas junto a la tina, los brazos y las piernas extendidos como en una danza.

Una mosca aterrizó en la mejilla húmeda de Sadka.

La cámara se aproximó, la pantalla se ennegreció. En off, Henri susurró su frase característica: «¿Todos satisfechos?»

Pasó la película de nuevo, la trabajó y la redujo a diez minutos de hermosa videografía para Horst y su pandilla de pervertidos, un anticipo para que esperaran con ansia el siguiente rodaje.

Preparó un e-mail y adjuntó una foto fija del vídeo; ambos chicos con los ojos abiertos, bajo el agua, las caras contraídas de terror.

«Para placer de vuestra vista, os ofrezco a dos jóvenes príncipes por el precio de uno», escribió. Envió el e-mail cuando sonaba la campanilla de la puerta.

Se ciñó el cinturón de la bata y abrió. Los chicos le sonrieron y se echaron a reír.

– ¿Así que estamos muertos, papá? -dijo Aroon-. No nos sentimos muertos.

– No; estáis rozagantes. Mis dos niños buenos y vivarachos. Vamos a la playa -dijo Henri, apoyándoles las manos en los esbeltos hombros para salir por la puerta trasera de la villa-. El agua se ve maravillosa.

– ¿Sin juegos, papá?

Revolvió el pelo del chico y Sadka le sonrió.

– No, sólo nadar y chapalear. Y luego volveremos aquí para mi masaje.

60

Las merecidas vacaciones de Henri continuaron en Bangkok, una de sus ciudades favoritas.

Conoció a la chica sueca en el mercado nocturno, donde ella procuraba convertir los bahts a euros para comprar un pequeño elefante de madera. El sabía bastante sueco, así que le habló en ese idioma, hasta que dijo riendo:

– He agotado todo mi sueco.

– Probemos el inglés -repuso ella, en un inglés perfecto de acento británico. Se presentó como Mai-Britt Olsen, y le dijo que estaba de vacaciones con sus compañeras de estudios de la Universidad de Estocolmo.

Era una muchacha despampanante, de diecinueve o veinte años, un metro ochenta de estatura. Llevaba el pelo claro recortado sobre los hombros, llamando la atención sobre su adorable garganta.

– Tienes unos bonitos ojos azules -dijo él.

– Oh -dijo ella, y agitó las pestañas cómicamente. Henri rio. Ella le enseñó el pequeño elefante y dijo-: También estoy buscando un mono.

Cogió el brazo de Henri y caminaron por los pasillos entre tenderetes de luces coloridas que vendían frutas, baratijas y golosinas.

– Mis amigas y yo fuimos al polo de elefantes hoy -le dijo Mai-Britt-, y mañana estamos invitadas al palacio. Somos jugadoras de voleibol. Las Olimpíadas de 2008.

– ¿De veras? Magnífico. Me han dicho que el palacio es estupendo. En cuanto a mí, mañana por la mañana estaré amarrado a un proyectil que apuntará a California.

Mai-Britt rio.

– Déjame adivinar. Vuelas a Los Ángeles por negocios.

Henri sonrió.

– Bingo. Pero eso es mañana, Mai-Britt. ¿Has comido?

– Sólo un bocadillo en el mercado.

– Cerca de aquí hay un lugar que pocos conocen. Muy exclusivo y un poco atrevido. ¿Te apetece una arriesgada aventura?

– ¿Me estás invitando a cenar? -preguntó la chica.

– ¿Estás aceptando?

La calle estaba bordeada por restaurantes al aire libre, pabellones con tejado que se asomaban al golfo de Tailandia. Dejaron atrás los bulliciosos bares y locales nocturnos de la calle Selekam para llegar a un portal casi escondido que llevaba a un restaurante japonés, el Edomae.

El ma î tre los acompañó al interior reluciente, bordeado de vidrio verde, dividido por estrechos acuarios que iban del suelo al techo y en los que había peces que parecían gemas.

De pronto Mai-Britt cogió el brazo de Henri y lo hizo detenerse para mirar con atención.

– ¿Qué están haciendo?

Señaló con la barbilla a la muchacha desnuda que estaba tendida grácilmente en el bar de sushi, y al cliente que bebía del recipiente formado por la hendidura de sus muslos cerrados.

– Se llama Wakesame -explicó Henri-. Significa «algas flotantes».

– Oh. Esto es nuevo para mí. ¿Has hecho eso, Paul?

Henri le guiñó el ojo y acercó una silla para su compañera, que no sólo era hermosa sino que tenía un temperamento osado y estaba dispuesta a probar el sashimi de carne de caballo y el edomae, el pescado crudo marinado que daba nombre al restaurante.

Henri casi se había enamorado de ella cuando notó que un hombre lo miraba fijamente desde otra mesa. Quedó pasmado, como si alguien le hubiera echado hielo en la espalda. Carl Obst. Un hombre que Henri había conocido muchos años atrás, y ahora estaba sentado con un travestí elegante, un prostituto de lujo.

Henri se dijo que su aspecto había cambiado mucho y que Obst no lo reconocería. Pero sería muy inconveniente que lo reconociera. Obst volvió a fijarse en su travestí y Henri desvió la mirada, aliviado, pero su ánimo se había enfriado.

La encantadora joven y el exótico y hermoso ambiente se esfumaron mientras él evocaba una época en que estaba muerto y sin embargo respiraba de algún modo.

61

Henri le había dicho a Marty Switzer que estar en una celda aislada era como estar dentro de tus propias tripas. Era oscura y hedionda, pero allí terminaba la analogía. Porque nada que Henri hubiera visto, oído nombrar o imaginado se podía comparar con aquel agujero inmundo.

Para Henri había empezado antes del derrumbe de las Torres Gemelas, cuando fue contratado por Brewster-North, una empresa privada especializada en contratos militares, más sigilosa y mortífera que Blackwater.

Había realizado una misión de reconocimiento con otros cuatro analistas de inteligencia. Como lingüista, Henri era el elemento crucial.

Su unidad estaba descansando en un refugio cuando el guardia fue destripado ante la puerta que vigilaba. El resto del equipo fue capturado, aporreado sin piedad y encerrado en una cárcel sin nombre.

Al final de su primera semana en el infierno, Henri conocía a sus captores por nombre, tics y preferencias: el Violador, que cantaba mientras colgaba a sus prisioneros como arañas, con los brazos encadenados encima de la cabeza durante horas; Fuego, a quien le gustaba quemar con cigarrillos; Hielo, que ahogaba a los prisioneros en agua fría. Henri tuvo largas conversaciones con un soldado, el Tentador, que hacía tentadoras ofertas de llamadas telefónicas, cartas a casa y una posible libertad.

Estaban los brutos y los refinados, pero todos los guardias eran sádicos. Había que reconocerles ese mérito. Todos disfrutaban de su trabajo.

Un día cambiaron la rutina de Henri.

Lo sacaron de su celda y lo llevaron a patadas al rincón de una habitación sin ventanas, junto con los tres hombres restantes de su unidad, todos ensangrentados, con magulladuras supurantes, quebrantados.

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