James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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– «Un asesino en serie en el paraíso.» La gran nota que esperabas. Quizás un libro.

Apenas oí sus palabras. El dato elusivo que me había molestado desde que había encendido el televisor dos horas antes centelleó en mi cabeza como un letrero de neón rojo. Charles Rollins. El nombre del sujeto al que habían visto con Julia Winkler.

Yo conocía ese nombre.

Le pedí a Amanda que aguardara, saqué la billetera del bolsillo trasero y con una mano trémula ojeé las tarjetas reunidas en la funda transparente.

– Amanda.

– Sigo aquí. ¿Y tú?

– Un fotógrafo llamado Charles Rollins se me acercó en la escena del crimen de Rosa Castro. Trabajaba para la revista Talk Weekly, de Loxahatchee, Florida. La policía cree que puede haber sido la última persona que vio a Julia Winkler con vida. Y no aparece por ninguna parte.

– ¿Hablaste con él? ¿Podrías identificarlo?

– Quizá. Necesito tu ayuda.

– ¿Enciendo el ordenador?

– Por favor.

Aguardé, apretando el móvil contra la oreja, y oí el ruido del retrete en Los Ángeles. Al fin, la voz de mi amada reapareció en la línea.

Se aclaró la garganta.

– Ben -dijo-, hay cuarenta páginas de Charles Rollins en Google, tiene que haber dos mil tíos con ese nombre, cien de ellos en Florida. Pero no aparece ninguna revista Talk Weekly. Ni en Loxahatchee ni en ninguna parte.

– Sólo por probar, mandémosle un e-mail.

Le pasé la dirección electrónica de Rollins y le dicté un mensaje.

– Me lo han devuelto, Ben -dijo Amanda segundos después-. Dirección desconocida. ¿Y ahora qué?

– Te llamo después. Tengo que ir a la policía.

55

Henri iba sentado a dos filas de la cabina en un vuelo chárter casi sin pasaje. Miró por la ventanilla mientras el elegante y pequeño avión despegaba de la pista y se elevaba al ancho cielo azul y blanco de Honolulú.

Bebió champán y tomó caviar y tostadas que le ofreció la azafata, y cuando el piloto lo permitió, Henri abrió el ordenador en la mesilla.

Había tenido que sacrificar la minicámara instalada en el espejo retrovisor, pero antes de ser destruida por el mar, había enviado el vídeo a su ordenador.

Henri se moría por ver la nueva grabación.

Se puso los auriculares y abrió el archivo MPV.

Tuvo ganas de soltar un hurra. Las imágenes que aparecían en la pantalla eran bellísimas. El interior del coche relucía bajo la luz del techo.

Una tenue luminosidad bañaba a Barbara y Levon, y la calidad del sonido era excelente.

Como Henri estaba en el asiento delantero, no aparecía en la toma, y eso le gustaba. Ninguna máscara. Ninguna distorsión. Sólo su voz al desnudo, a veces como Marco, a veces como Andrew, siempre razonando con las víctimas.

«Le dije a Kim cuán bella era, Barbara, mientras hacía el amor con ella. Le di algo para beber, para que no sintiera dolor.

Tu hija era una persona encantadora, muy dulce. No pienses que hizo algo por lo que mereciera morir.»

«No puedo creer que usted la haya matado -dijo Levon-. Usted es un enfermo. ¡Un embustero compulsivo!»

«Te di su reloj, Levon… De acuerdo, mirad esto.»

Henri abrió el móvil y les mostró la foto de su mano sosteniendo la cabeza de Kim por las raíces del cabello rubio y desmelenado.

«Tratad de entender -dijo, por encima de los gemidos y sollozos de los McDaniels-. Esto es un negocio. La organización para la que trabajo paga mucho dinero por ver a gente que muere.»

Barbara se sofocaba con su llanto, le pedía que se callara, pero Levon pasaba por otra clase de infierno, y obviamente trataba de equilibrar su dolor y su horror con el ansia de salvar la vida de ambos.

«Vamos, Henri. Ni siquiera sabemos quién es usted -le dijo-. No podemos perjudicarlo.»

«No es que yo quiera mataros, Levon. Se trata del dinero. Sí, ganaré mucho dinero con vuestra muerte.»

«Puedo conseguir el dinero -dijo Levon-. ¡Puedo hacerle una oferta mejor!»

Y ahora, en la pantalla, Barbara suplicaba por sus hijos, y Henri la silenciaba, diciéndole que ya tenía que irse.

Había acelerado, y los neumáticos blandos habían rodado suavemente por la arena. Cuando el coche tuvo buen impulso, Henri se apeó y caminó junto al vehículo hasta que el agua cubrió el parabrisas.

En el interior, la cámara había grabado los ruegos de los McDaniels, el agua que chapoteaba contra las ventanillas, elevando los asientos donde los brazos de los McDaniels estaban amarrados a la espalda, los cuerpos sujetos con los cinturones de seguridad.

Aun así, les había dado esperanzas.

«Dejaré la luz encendida para que podáis grabar vuestra despedida -se oyó decir en la pantalla del ordenador-. Y alguien podría veros desde la carretera. Os podrían rescatar. No desechéis esa posibilidad. En vuestro lugar, yo rezaría por eso.»

Les había deseado suerte y había subido a la playa. Se había quedado bajo los árboles mirando el coche, que se hundió por completo en sólo tres minutos. Más rápido de lo que esperaba. Piadoso. Quizás existiera Dios, a fin de cuentas.

Cuando el coche desapareció, se cambió de ropa y caminó carretera arriba hasta que consiguió que alguien lo llevara.

Ahora, cerró el ordenador y terminó el champán mientras la camarera le entregaba el menú. Escogió pato a la naranja, se puso los auriculares Bose y escuchó música de Brahms. Sedante, bella, perfecta.

Los últimos días habían sido excepcionales, un drama tras otro, un período singular de su vida.

Sin duda todos estarían satisfechos.

56

Horas después, Henri Benoit estaba en el lavabo de la sala de espera de primera clase de LAX. El primer tramo del vuelo había sido un placer, y esperaba lo mismo en su viaje a Bangkok.

Se lavó las manos, examinó su nueva personalidad en el espejo, la de un empresario suizo oriundo de Ginebra. Su cabello rubio platino era corto, la montura de carey de sus gafas le daba un aire erudito, y vestía un traje de cinco mil dólares con finos zapatos ingleses.

Había enviado algunas tomas de los últimos momentos de los McDaniels a los Mirones, sabiendo que al día siguiente habría muchos euros más en su cuenta bancaria de Ginebra.

Salió del lavabo, se dirigió a la zona principal de la sala, apoyó el maletín a su lado y se distendió en un mullido sillón gris. Por la televisión pasaban las últimas noticias, un especial, y la locutora Gloria Roja describía un crimen que, según decía, suscitaba «horror e indignación».

«El cuerpo de una joven decapitada se halló en una cabaña alquilada en una playa de Maui -dijo Roja-. Fuentes cercanas al Departamento de Policía dicen que la víctima había fallecido varios días atrás.»

Roja se volvió hacia la gran pantalla que tenía detrás y presentó a una reportera local, Kai McBride, que informaba desde Maui.

«Esta mañana -dijo McBride a la cámara-, la señorita Maura Aluna, propietaria de este camping playero, encontró la cabeza y el cuerpo decapitado de una joven. La señorita Aluna reveló a la policía que había alquilado la cabaña telefónicamente y que la tarjeta de crédito del cliente estaba aprobada. En cualquier momento, esperamos declaraciones del teniente Jackson, de la policía de Kihei.»

McBride se apartó brevemente de la cámara.

«Gloria -dijo-, el teniente Jackson está saliendo de la cabaña.»

McBride echó a correr seguida por el cámara y la imagen bailó.

«Teniente Jackson -llamó McBride-, ¿puede concedernos un minuto?»

El cámara enfocó al teniente.

«De momento no tengo ninguna información para la prensa.»

«Una sola pregunta, teniente.»

Henri se inclinó en el asiento de la sala de espera, cautivado por la dramática escena que se proyectaba en la gran pantalla. Estaba presenciando el final del juego en tiempo real. Era demasiado bueno para ser cierto. Luego descargaría esa emisión del sitio web de la emisora y la incluiría en su vídeo. Tenía toda la saga hawaiana, principio, nudo y estupendo final. Y ahora, este epílogo.

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