James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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– Me estoy volviendo loca -gimió Barbara-. No entiendo nada. ¿Qué quiere de nosotros?

Levon pateó la tapa del maletero.

– ¡Oiga! ¡Déjenos salir!

La patada ni siquiera movió la tapa. Los ojos de Barbara se acostumbraron a la oscuridad.

– ¡Levon, mira! ¿Ves eso? La palanca para abrir el maletero.

Los dos giraron dolorosamente, raspándose mejillas y codos contra la alfombra. Barbara se quitó los zapatos y tiró de la palanca con los dedos de los pies. La palanca se movió sin encontrar resistencia y el cerrojo no cedió.

– Por favor, Dios -gimió Barbara, con un acceso de asma. Su voz se perdió en un jadeo y luego en un estallido de tos.

– Los cables están cortados -dijo Levon-. El asiento trasero. Podemos patear el asiento trasero.

– ¿Y después qué? ¡Estamos maniatados! -jadeó Barbara.

Aun así lo intentaron, y patearon sin poder aprovechar toda la fuerza de sus piernas, pero no consiguieron nada.

– Está trabado, maldición -dijo Levon.

Barbara respiraba en resuellos, tratando de calmarse para impedir un ataque total. ¿Por qué Hogan les hacía eso? ¿Por qué? ¿Qué pensaba hacerles? ¿Qué ganaba con secuestrarlos?

– Leí en alguna parte que, si apagas las luces traseras y sacas la mano, puedes agitarla hasta que alguien te vea -dijo Levon-. Con sólo apagar las luces, quizás un policía detenga el coche. Hazlo, Barbara. Inténtalo.

Ella pateó y el plástico se resquebrajó.

– ¡Ahora tú!-jadeó.

Mientras Levon metía la mano por el hueco de la luz de su lado, Barbara giró, de modo que su cara quedó cerca de las astillas y los cables. Podía ver el asfalto que pasaba bajo los neumáticos. Si el coche se detenía, gritaría. Ya no estaban desvalidos. ¡Aún estaban con vida y presentarían batalla!

– ¿Qué es ese sonido? ¿Un móvil? -preguntó Levon-. ¿Aquí en el maletero?

Barbara vio la pantalla iluminada de un teléfono a sus pies.

– Saldremos de aquí, cariño. Hogan ha cometido un gran error.

Forcejeó para acomodar las manos mientras sonaba el segundo tono, palpando los botones a ciegas a su espalda.

– ¡Sí, sí! -aulló Levon-. ¿Quién llama?

– Señor McDaniels, soy yo. Marco. Del Wailea Princess.

– ¡Marco! Gracias a Dios. Tienes que encontrarnos. Nos han secuestrado.

– Lo lamento. Sé que están incómodos ahí atrás. Pronto les explicaré todo.

Y la comunicación se cortó.

El coche se detuvo.

50

Henri sintió que la sangre bombeaba en sus venas. Estaba tenso del mejor modo, con adrenalina, mentalmente alerta, preparado para la escena siguiente.

Registró de nuevo la zona, echando un vistazo a la carretera y a la curvada costa. Tras cerciorarse de que el paraje estaba desierto, sacó su bolsa del asiento trasero, la arrojó bajo una maraña de arbustos y regresó al coche.

Caminando alrededor del sedán con tracción a las cuatro ruedas, se detuvo ante cada neumático, reduciendo la presión del aire de ochenta a veinte libras, golpeando el maletero al pasar, abriendo la puerta del lado del pasajero. Metió la mano en la guantera, arrojó el contrato de alquiler al suelo y sacó su cuchillo de caza. Parecía formar parte de su mano.

Cogió las llaves y abrió el maletero. El claro de luna alumbró a Barbara y a Levon.

– ¿Todos bien en clase turista? -preguntó.

Ella gritó a todo pulmón hasta que Henri se agachó para apoyarle el cuchillo en la garganta.

– Barbara, Barbara, deja de gritar. Nadie puede oírte salvo Levon y yo, así que olvidemos la histeria, por favor. No me agrada.

El grito de la mujer se transformó en un jadeo y un sollozo.

– ¿Qué demonios hace, Hogan? -preguntó Levon, moviendo el cuerpo para ver el rostro de su captor-. Soy un hombre razonable. Explíquese.

Henri se puso dos dedos bajo la nariz, imitando un bigote, bajó y engrosó la voz.

– Cómo no, señor McDaniels. Usted es mi máxima prioridad.

– Santo cielo. ¿Usted es Marco? ¡Sí, es él! No puedo creerlo. ¿Cómo ha podido asustarnos así? ¿Qué quiere?

– Quiero que te comportes, Levon. Tú también, Barbara. Si os ponéis traviesos, deberé tomar medidas drásticas. Si os portáis bien, os paso a primera clase. ¿Vale?

Henri cortó las cuerdas de nailon que ceñían las piernas de la mujer y la ayudó a salir del coche y acomodarse en el asiento trasero. Luego fue por el hombre, cortó las cuerdas, lo llevó al asiento trasero y sujetó a ambos con los cinturones de seguridad.

Luego subió al asiento delantero. Trabó las puertas, encendió la luz del techo, estiró la mano hasta la cámara que estaba detrás del espejo retrovisor y la activó.

– Si queréis, podéis llamarme Henri -les dijo a los McDaniels, que lo miraban con los ojos desorbitados. Metió la mano en el bolsillo de la zamarra, sacó un elegante reloj que parecía un brazalete y lo sostuvo frente a ellos.

– ¿Veis? Lo prometido. El reloj de Kim. El Rolex. ¿Lo reconocéis? -Y lo metió en el bolsillo de la chaqueta de Levon-. Bien-dijo Henri-, me gustaría contaros qué está pasando y por qué tengo que mataros. A menos que tengáis alguna pregunta.

51

Cuando desperté esa mañana y puse las noticias locales, Julia Winkler estaba en todas partes. Su rostro bellísimo llenaba la pantalla, con un titular bajo su foto: «Supermodelo asesinada.»

¿Cómo podía haber muerto Julia Winkler?

Me erguí en la cama, subí el volumen y miré la foto siguiente. Kim y Julia posaban juntas para los archivos de Sporting Life, uniendo sus rostros adorables, risueños, radiantes de vida.

Los locutores repetían la gran noticia «para aquellos que acaban de sintonizarnos».

Me quedé mirando el aparato, asociando los asombrosos detalles; el cuerpo de Julia Winkler había aparecido en una habitación del Island Breezes, un hotel de cinco estrellas de Lanai. La encargada de la limpieza había corrido por los pasillos gritando que había una mujer estrangulada con magulladuras en el cuello, que había sangre en las sábanas.

Luego entrevistaron a Emma Laurent, una camarera. La noche anterior había atendido las mesas del Club Room y había reconocido a Julia Winkler. Cenaba con un hombre guapo de unos treinta años. Era blanco y robusto, de cabello castaño. «Sin duda hace ejercicio.»

El acompañante de Winkler había cargado la cuenta a un número de habitación, la 412, registrada a nombre de Charles Rollins. Éste dejó una buena propina y Julia le había dado el autógrafo a la camarera. Personalizado: «Para Emma, de Julia.» Emma mostró la servilleta firmada a la cámara.

Saqué un refresco de la nevera y lo bebí viendo tomas en directo frente al Island Breezes Hotel. Había coches patrulla por doquier, las radios de la policía crepitaban de fondo. La cámara se centró en un reportero de la filial local de la NBC.

Kevin de Martine era respetado y había trabajado con una unidad militar en Irak en 2004. Ahora daba la espalda a una valla con forma de herradura y la lluvia le mojaba la cara barbada, mientras las palmeras se cimbraban detrás de él.

«Esto es lo que sabemos -dijo De Martine-: Julia Winkler, supermodelo de diecinueve años, ex compañera de habitación de la supermodelo Kimberly McDaniels, que aún sigue desaparecida, ha sido hallada muerta esta mañana en una habitación registrada a nombre de Charles Rollins, de Loxahatchee, Florida.»

De Martine explicó que Charles Rollins no estaba en su habitación, que lo habían buscado para interrogarlo, y que cualquier dato sobre él debía informarse al número de teléfono que aparecía en la parte inferior de la pantalla.

Traté de asimilar aquella espantosa historia. Julia Winkler había muerto y el único sospechoso había desaparecido.

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