James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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Al ajustarse el cinturón, intercambió saludos breves con el piloto. Se puso el auricular y mientras el helicóptero despegaba tomó fotos de la isla con su Sony, lo que haría cualquier turista. Pero todo era para disimular. La magnificencia de Lanai no conmovía a Henri.

Cuando el helicóptero descendió en Maui, hizo una llamada importante.

– ¿Señor McDaniels? Usted no me conoce. Me llamo Pe-ter Fisher -dijo con leve acento australiano-. Debo decirle algo sobre Kim: tengo su reloj de pulsera, un Rolex.

47

El albergue Kamehameha se había construido a principios del siglo XX, y para Levon tenía aspecto de haber sido una pensión, con sus pequeños bungalós y la playa más allá de la carretera. En el horizonte, los surfistas se agazapaban sobre sus tablas, hendiendo las olas, patinando sobre el agua, esperando la Gran Ola.

Levon y Barbara pasaron junto a unos mochileros mientras subían la escalera del edificio principal. El oscuro vestíbulo de madera tenía un olor mohoso, a humedad con una pizca de marihuana.

El recepcionista parecía haber recalado en esas playas cien años atrás: ojos inflamados, el pelo recogido en una trenza blanca más larga que la de Barbara, y una camiseta manchada que rezaba «Creo en Estados Unidos» y un nombre: «Gus.»

Levon le dijo que él y su mujer tenían una reserva por una noche y Gus le respondió que tenía que pagarle al contado antes de recibir las llaves, que así eran las normas.

Levon le entregó noventa dólares en efectivo.

– No hay reembolsos y deberá dejar la habitación al mediodía.

– Estamos buscando a un huésped llamado Peter Fisher -dijo Levon-. Tiene acento australiano o sudafricano. ¿Sabe cuál es su habitación?

El empleado hojeó el libro de registros.

– No todos firman -dijo-. Si vienen en grupo, sólo necesito la firma del que paga. No veo a ningún Peter Fleisher.

– Fisher.

– Da igual, no lo veo. La mayoría de la gente cena en nuestro comedor. Seis dólares, tres platos. Pregunte más tarde y quizá lo encuentre. -Gus miró a Levon con atención-. Yo les conozco. Ustedes son los padres de esa modelo que mataron en Maui.

Levon sintió que su presión sanguínea subía. Se preguntó si ése sería el día en que sufriría un infarto de miocardio fatal.

– ¿Dónde ha oído eso? -rugió.

– ¿Cómo que dónde? En la tele y en los periódicos.

– Ella no ha muerto -espetó Levon.

Cogió las llaves y subió hasta el tercer piso seguido por Barbara. La habitación daba pena: dos camas pequeñas, con sábanas roñosas perforadas por los muelles del colchón, la ducha sucia de moho, años de mugre en las persianas, humedad en la alfombra, la tapicería y la moqueta.

Un letrero sobre el fregadero rezaba: «Por favor, limpie usted mismo. Aquí no hay camarera.»

Barbara miró a su esposo con desaliento.

– Dentro de un rato bajaremos a cenar y hablaremos con la gente. No tenemos que quedarnos aquí. Podemos regresar.

– Después de encontrar al tal Fisher.

– Ya -dijo Levon, pero se preguntó si Fisher no se habría marchado de ese tugurio, si ese asunto no era un timo, como el teniente Jackson le había advertido el día que se conocieron.

48

Henri no se basaba sólo en el disfraz: las botas de vaquero, las cámaras y las gafas panorámicas. El atrezo era importante, pero el arte del disfraz consistía en los gestos y la voz, además del factor X. El elemento que distinguía a Henri Benoit como camaleón de primera era su talento para transformarse en el hombre que fingía ser.

A las seis y media de esa tarde, Henri entró en el tosco comedor del albergue Kamehameha. Vestía tejanos, un suéter ligero de cachemir azul con las mangas recogidas, mocasines italianos sin calcetines, reloj de oro y sortija de matrimonio. Su cabello entrecano estaba peinado hacia atrás y sus gafas sin montura enmarcaban el semblante de un hombre refinado y rico.

Echó un vistazo a la rústica sala, las filas de mesas y sillas plegadas y la larga mesa de comidas. Se sumó a la fila y recibió la bazofia que le ofrecieron antes de dirigirse al rincón donde Barbara y Levon aguardaban frente a unos platos que no habían tocado.

– ¿Puedo sentarme con ustedes? -preguntó.

– Estamos por marcharnos -dijo Levon-, pero si usted tiene la valentía de comer eso, siéntese, por favor.

– ¿Qué demonios cree que es esto? -preguntó Henri, acercando una silla a Levon-. ¿Animal, vegetal o mineral?

– Me dijeron que era guisado de carne -rio Levon-, pero no confíe en mi palabra.

Henri extendió la mano.

– Andrew Hogan -se presentó-. De San Francisco.

Levon le estrechó la mano y le correspondió.

– Aquí somos los únicos que tenemos más de cuarenta -dijo-. ¿Usted sabía cómo era este antro cuando reservó habitación?

– En realidad no me alojo aquí. Estoy buscando a mi hija. Laurie acaba de terminar sus estudios en Berkeley -dijo con modestia-. Le dije a mi esposa que Laurie lo estaría pasando bomba, acampando con un grupo de jóvenes, pero hace varios días que no llama a casa. Una semana, para ser preciso. Así que mi mujer está muy nerviosa, a causa de esa pobre modelo que desapareció en Maui.

Henri revolvió el guisado con el tenedor.

– Es nuestra hija, Kim -dijo Barbara, y Henri alzó la vista-. La modelo desaparecida.

– Caramba, lo lamento. Lo lamento muchísimo. No sé qué decir… ¿Cómo lo llevan?

– Es horrendo -respondió Barbara, sacudiendo la cabeza, la mirada gacha-. Rezamos y tratamos de dormir. Procuramos conservar la lucidez.

– Nos aferramos a cada hilo de esperanza -dijo Levon-. Estamos aquí porque recibimos una llamada de alguien llamado Peter Fisher. Dijo que estuvo con Kim la noche que desapareció, que ella dejó su reloj y que si nos reuníamos con él nos daría el reloj y nos hablaría de Kim. Sabía que mi hija usaba un Rolex. Usted se llama Andrew, ¿no?

Henri asintió.

– La policía nos dijo que la llamada debía de ser falsa, que hay chiflados que juegan con el dolor ajeno. Lo cierto es que aquí hemos hablado con todos y nadie conoce a Peter Fisher. No se ha registrado en el maravilloso Kamehameha Hilton.

– No les conviene quedarse aquí, además -dijo el hombre de azul-. Escuche, he alquilado una casa a diez minutos de aquí, tres habitaciones y dos baños, y está limpia. ¿No quieren alojarse allí esta noche? Me harán compañía.

– Muy amable de su parte, señor Hogan -dijo Barbara-, pero no queremos molestar.

– Llámeme Andrew. Y me harían un favor. ¿Les gusta la comida tailandesa? Hay un restaurante a poca distancia de aquí. ¿Qué me dicen? Nos largamos de este tugurio y por la mañana vamos a buscar a nuestras hijas.

– Gracias, Andrew -dijo Barbara-. Es un ofrecimiento muy amable. Si nos permite, lo invitamos a cenar y hablamos de ello.

49

Barbara despertó en la oscuridad presa de un terror profundo.

Tenía los brazos atados a la espalda y le dolían. Tenía las piernas amarradas en las rodillas y tobillos. Estaba ovillada en posición fetal contra el rincón de un compartimiento estrecho que se movía.

¿Estaba ciega o estaba demasiado oscuro? Por Dios, ¿qué estaba pasando?

– ¡Levon! -gritó.

Algo se movió a sus espaldas.

– ¿Barbara? ¿Estás bien?

– Ah, cariño, gracias a Dios estás aquí. ¿Te encuentras bien?

– Estoy atado. Maldición. ¿Qué diablos es esto?

– Creo que estamos en el maletero de un coche.

– ¡Por Dios! ¡Un maletero! Es Hogan. Hogan nos ha hecho esto.

Oyeron una música sofocada a través del asiento trasero contra el cual iban acurrucados como gallinas en un cesto.

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