James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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– ¿Salía con Kim cuando dejó preñada a esa otra mujer? ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿Sabes si él tiene un historial de violencia?

– Todos lo tienen, por supuesto. Riñas en bares. Una bastante peliaguda cuando jugó en Notre Dame. Esas tonterías.

– Gracias, Sam.

– No hay de qué. Literalmente. Yo no te he dicho nada.

Me senté sobre esa bomba unos minutos, pensando qué significaba. Si Kim sabía que Cahill la había engañado, era motivo suficiente para plantarlo. Si él quería recuperarla, si estaba desesperado, una confrontación pudo haber derivado en una pelea de consecuencias imprevisibles.

Llamé a Levon y su reacción me dejó azorado.

– Doug es una máquina de testosterona -dijo-. Kim decía que era tozudo y todos sabemos cuán arrollador se mostraba en los partidos. ¿Cómo saber de qué es capaz? Barbara aún cree en él, pero yo empiezo a pensar que quizá Jackson tenga razón. Quizás hayan pillado al culpable, a fin de cuentas.

40

Julia se sentía ingrávida en los brazos de Henri, como un ángel. Sus largas piernas le ciñeron la cintura y él sólo tuvo que alzar las rodillas para que ella se le sentara encima.

Eso fue lo que hizo mientras se mecían en las olas, hasta que ella alzó la cara y le dijo:

– Charlie, esto ha sido el no va más, lo mejor.

– A partir de ahora mejorará -repitió él, su cantinela para esa cita.

Ella sonrió, lo besó suavemente y luego profundamente, un beso largo y salado, seguido por otro. Una electricidad cimbreante los rodeaba como el calor de un relámpago.

Él le desató el tirante del cuello y luego el de la espalda.

– Cuántos nudos para un simple bikini blanco.

– ¿Qué bikini?

– Olvídalo -dijo él, mientras el sujetador se alejaba a la deriva, una cinta blanca en las olas negras hasta que desapareció sin que ella le diera importancia.

Estaba demasiado ocupada lamiéndole la oreja, con los pezones erectos como diamantes contra su pecho, gruñendo mientras él la movía para frotarla ávidamente contra su miembro.

Él pasó los dedos bajo el elástico de la braguita y tocó los puntos sensibles, haciéndola chillar y retorcerse como una niña.

Ella se bajó los pantalones cortos.

– Espera -dijo él-, pórtate bien.

– Pienso portarme muy mal -jadeó ella, besándolo, tirando de nuevo de los pantalones-. Me muero por ti.

Él le separó las piernas y tiró de la braguita. Luego salió de las olas llevando a la muchacha desnuda en los brazos. El agua les perlaba el cuerpo, plateado en el claro de luna.

– Aférrate a mí, pequeña -dijo Charlie.

La llevó hasta el lugar donde había dejado la bolsa de mano, junto a un montículo de roca de lava negra. Se agachó, la abrió y extrajo dos toallas playeras.

Todavía con la muchacha en brazos, extendió una toalla como pudo y depositó suavemente a Julia, para a continuación cubrirla con la segunda toalla.

Giró brevemente, puso la cámara Panasonic sobre la bolsa y la encendió, ladeándola un poco.

Luego se puso delante de Julia, se quitó el bañador y sonrió al ver que ella gemía de excitación. Se arrodilló entre sus piernas, lamiéndola hasta que ella gritó que no podía más, y entonces la penetró.

El rugido del océano tapó los gritos, tal como él había supuesto, y cuando terminaron, metió la mano en la bolsa y sacó un cuchillo de hoja dentada. Puso el cuchillo sobre la toalla.

– ¿Para qué es eso? -preguntó Julia.

– Más vale ir con cuidado -dijo Charlie, restándole importancia-. Por si algún chico malo anda merodeando. -Le acarició el pelo corto, le besó los ojos y la abrazó-. Duérmete, Julia -dijo-. Conmigo estás a salvo.

– ¿Mejorará todavía más? -bromeó ella.

– Quizá se ponga más guarro.

Ella rio, se acurrucó contra su pecho y Charlie le cubrió los ojos con la toalla. Julia pensó que le hablaba a ella cuando él le dijo a la cámara:

– ¿Todos satisfechos?

– Totalmente satisfechos -suspiró ella.

41

Otras desgarradoras veinticuatro horas pasaron para Le-von y Barbara, y yo me sentía incapaz de aliviar su desesperación. Los canales de noticias repetían las mismas informaciones cuando me acosté esa noche, y estaba en medio de un sueño perturbador cuando sonó el teléfono.

– Ben -me dijo Eddie Keola-, espérame frente a tu hotel en diez minutos, pero no llames a los McDaniels.

El jeep de Keola estaba en ralentí cuando salí a la noche tibia y me encaramé al asiento delantero.

– ¿Adónde vamos? -le pregunté.

– A una playa llamada Makena Landing. Parece que la policía ha encontrado algo. O a alguien.

Diez minutos después, Eddie aparcó en el arcén curvo entre seis coches patrulla, camiones del Equipo Especial y de la Oficina del Forense. A nuestros pies había un semicírculo de playa, una caleta ahusada rodeada por dedos de roca de lava.

Un ruidoso helicóptero revoloteaba sobre nosotros, perfilando con su foco la silueta de los policías que se desplazaban por la costa.

Keola y yo bajamos a la playa; en la arena había un vehículo del Departamento de Bomberos. Había botes inflables en el agua y unos submarinistas se disponían a zambullirse.

Sentí náuseas de sólo pensar que el cuerpo de Kim estuviera sumergido allí y me despedí de la idea de que, como esa otra chica que Keola había descubierto, Kim hubiera desaparecido para escapar de un viejo novio.

Keola interrumpió mis reflexiones para presentarme a un tal detective Palikapu, un joven corpulento con chaqueta del Departamento de Policía de Maui.

– Aquellos turistas dieron aviso -dijo Palikapu, señalando un apiñamiento de niños y adultos en el otro extremo del muelle de lava-. Durante el día vieron algo que flotaba.

– Un cuerpo, quieres decir -repuso Keola.

– Al principio pensaron que era un tronco o basura. Vieron tiburones rondando, así que no se metieron en el agua. Luego las mareas lo llevaron bajo la burbuja de roca y lo dejaron ahí. Allí están ahora los buzos.

Keola me explicó que la burbuja de roca era una plataforma de lava con un interior cóncavo. A veces la gente se internaba nadando en esas cavernas con la marea baja, no se percataba de la llegada de la marea alta y se ahogaba.

¿Eso le había pasado a Kim? De pronto parecía muy posible.

Llegaban furgonetas de la televisión, y fotógrafos y reporteros bajaban a la playa. Los policías trataban de tender las cintas amarillas para preservar la escena.

Un fotógrafo se me acercó y se presentó como Charlie Rollins. Dijo que era independiente y que si yo necesitaba fotos para el L.A. Times él podía proveerlas.

Acepté su tarjeta, y al volverme vi que los primeros submarinistas salían del agua. Uno de ellos cargaba un bulto en los brazos.

– Tú estás conmigo -dijo Keola, y soslayamos la cinta amarilla. Estábamos en la orilla cuando llegó el bote.

El foco brillante del helicóptero iluminó el cuerpo que el buzo traía en brazos. Era menuda, una adolescente, quizás una niña. Su cuerpo estaba tan hinchado por el agua que no se distinguía la edad, pero tenía las manos y los pies atados con cuerdas.

El teniente Jackson se acercó y con una mano enguantada apartó el largo pelo negro, revelando la cara de la chica.

Me alivió que no fuera Kim; no tendría que hacer una funesta llamada a los McDaniels. Pero mi alivio fue sofocado por una pena abrumadora. Era evidente que otra muchacha, la hija de otras personas, había sido asesinada brutalmente.

42

Se oyó el alarido de una mujer por encima del bramido del helicóptero. Me giré, vi a una mujer morena, un metro sesenta, quizá cuarenta y cinco kilos, corriendo hacia la cinta amarilla.

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