Busqué el nombre que me había soplado aquella mujer por teléfono, el sospechoso de tráfico de armas, Nils Bjorn, cuyo primer apellido era Ostertag. La búsqueda arrojó los mismos resultados del día anterior, pero esta vez abrí los artículos redactados en sueco.
Usando un diccionario on line mientras leía, traduje las palabras suecas que significaban «municiones» y «blindaje protector» y luego encontré otra foto de Bjorn fechada tres años antes. Era una foto directa del hombre, con sus rasgos regulares y olvidables, saliendo de un Ferrari en Ginebra. Vestía un elegante traje de rayas blancas bajo un sobretodo de buena confección, y empuñaba un maletín Gucci. En esa foto Bjorn no se veía igual que en la cena de gala, porque ahora tenía el pelo rubio. Casi blanco.
Pinché el último artículo sobre Nils Ostertag Bjorn y otra foto llenó mi pantalla, esta vez un joven de uniforme militar. Aparentaba unos veinte años, tenía los ojos muy separados y la barbilla cuadrada. Pese al mismo nombre no se parecía a las otras fotos de Nils Bjorn.
Leí el pie de foto y distinguí las palabras suecas que significaban «Golfo Pérsico» y «fuego enemigo», y entonces comprendí.
Estaba leyendo una necrológica.
Aquel Nils Ostertag Bjorn había muerto quince años atrás.
Fui a ducharme y dejé que el agua caliente me masajeara la cabeza mientras trataba de unir las piezas. ¿Se trataba sólo de dos hombres con el mismo nombre, un nombre poco habitual? ¿O alguien que usaba la identidad del muerto se había registrado en el Wailea Princess?
En tal caso, ¿había secuestrado y asesinado a Kim McDaniels?
Henri Benoit despertó entre sábanas suaves y blancas en la elegante cama con baldaquino de su habitación del Island Breezes Hotel de Lanai.
Julia roncaba suavemente bajo su brazo, la cara tibia contra su pecho. El sol de la mañana se filtraba por las cortinas transparentes, y el ancho Pacífico estaba sólo a cincuenta metros.
Aquella chica. Aquel ambiente. Aquella luz inimitable. Era el sueño de un fotógrafo de cine.
Con los dedos, apartó el pelo de los ojos de la muchacha. La dulce criatura estaba bajo el hechizo del kava kava, más la generosa dosis de Valium que él le había echado en la copa. Había dormido profundamente, pero era hora de despertarla para su primer plano.
– Despierta, despierta, carita de mono -le dijo, sacudiéndole suavemente el brazo.
Julia entreabrió los ojos.
– ¿Charlie? ¿Qué? ¿Ya es la hora de mi vuelo?
– Todavía no. ¿Quieres dormir diez minutos más?
Ella asintió y se acurrucó contra su hombro.
Henri se levantó y se puso a trabajar, encendiendo lámparas, reemplazando la tarjeta de la cámara por una nueva, apoyando la cámara en la cómoda, enfocando la escena. Satisfecho, desató los cordeles con borlas de las cortinas, dejando que la gruesa colgadura se cerrara.
Julia murmuró una queja mientras él la ponía de bruces.
– Está todo bien -la tranquilizó él.
Le sujetó las piernas a los postes del pie de la cama, haciendo un nudo ballestrinque con los cordeles, y luego le ató los brazos al cabezal, usando un exótico nudo japonés que salía espectacular en una filmación.
Julia suspiró mientras caía en otro sueño.
Henri hurgó su bolsa, se puso la máscara de plástico clara y los guantes de látex azul, y finalmente desenvainó el cuchillo de caza.
Enmascarado y enguantado, pero desnudo, Henri apoyó el cuchillo en la mesilla y se arrodilló detrás de Julia. Le acarició la espalda antes de alzarle las caderas y penetrarla por detrás. Ella gimió en sueños, sin despertar mientras él la embestía. Entonces el placer se impuso a la razón y Henri le dijo que la amaba.
Después se desplomó junto a ella, apoyándole el brazo en la espalda hasta que su respiración se calmó. Luego se puso a horcajadas de la muchacha dormida, le revolvió el pelo corto con los dedos de la mano izquierda, y le alzó la cabeza.
– Ay-dijo Julia, abriendo los ojos-. Me lastimas, Charlie.
– Lo lamento. Tendré más cuidado.
Esperó un instante antes de rozar con la hoja la nuca de Julia, dejando una línea roja y delgada.
Julia sólo dio un respingo, pero con el segundo corte abrió los ojos de par en par. Volvió la cabeza, y agrandó los ojos al ver la máscara, el cuchillo, la sangre.
– Charlie, ¿qué estás haciendo? -gritó.
Henri se enfadó. Estaba lleno de amor por esa chica y ahora ella se rebelaba, arruinando la toma, arruinándolo todo.
– Por favor, Julia, actúa con elegancia.
Julia gritó y forcejeó contra las amarras. Su cuerpo tenía más capacidad de movimiento del que Henri esperaba. Le dio un codazo en la mano, haciendo volar el cuchillo. Julia inspiró hondo y soltó un largo y ondulante alarido de terror.
No le dejaba opción. No era de buen gusto, pero a fin de cuentas era el mejor medio para un fin. Cerró las manos sobre la garganta de Julia y apretó. Ella se sofocó y se revolvió desesperada mientras él le sacaba el aire, controlaba cada segundo final de su vida, soltando el cuello y volviendo a apretarlo, una y otra vez, hasta que se quedó tiesa. Porque estaba muerta.
Henri se levantó jadeando y caminó hacia la cámara.
Se acercó a la lente, se apoyó las manos en las rodillas.
– Mejor de lo que planeaba -dijo con una sonrisa-. Julia no respetó el guión y terminó nuestro idilio con un gesto grandilocuente. La amo. ¿Todos satisfechos?
Henri salía de la ducha cuando llamaron a la puerta. ¿Alguien había oído los gritos de Julia?
– Servicio de limpieza -dijo una voz.
– ¡Váyase! -espetó-. ¿No sabe leer? En el letrero pone «No molestar».
Se ajustó el cinturón de la bata, caminó hacia las puertas de vidrio del otro extremo de la habitación, las abrió y salió al balcón.
La belleza del terreno se extendía ante él como el Jardín del Edén. Gorjeaban aves en los árboles, crecían piñas en los canteros. Corrían niños alrededor de la piscina mientras el personal del hotel instalaba tumbonas. Más allá de la piscina, el mar estaba azul brillante y el sol alumbraba otro perfecta día hawaiano.
No había sirenas ni policías a la vista. Todo despejado.
Henri cogió el móvil y llamó al helicóptero. Luego fue hasta la cama y cubrió el cuerpo de Julia con las mantas. Después limpió la habitación meticulosamente y encendió la televisión mientras se vestía de Charlie Rollins. La cara de Rosa Castro le sonrió desde la pantalla, una dulce niña, y luego siguió una nota sobre Kim McDaniels. Ninguna noticia, pero la búsqueda continuaba.
¿Dónde estaba Kim? ¿Dónde podía estar?
Henri metió sus cosas en la bolsa de viaje y luego repasó de nuevo la habitación por si había pasado por alto algún detalle. Una vez conforme, se puso las gafas panorámicas de Charlie y la gorra, se echó la bolsa al hombro y salió.
Camino del ascensor pasó frente al carro de la mujer de la limpieza, una mujer robusta y morena que pasaba la aspiradora.
– Estoy en la 412.
– ¿Ahora puedo limpiar? -preguntó ella.
– No, aún no. Por la tarde, por favor. Le he dejado algo en la habitación -añadió.
– Gracias -respondió ella.
Henri le guiñó el ojo, bajó por la escalera hasta aquel vestíbulo maravilloso que parecía un joyero, con aves que entraban volando por un lado y salían por el otro.
Pagó su cuenta en recepción y pidió que lo llevaran al helipuerto. Elaboró sus planes mientras el coche eléctrico atravesaba el campo de golf. El viento arrastraba nubes hacia el mar.
Le dio una propina al conductor y corrió hacia el helicóptero sujetándose la gorra.
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