James Patterson - Bikini
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– ¡ Rosa, Rosa! -gritaba en español-. ¡ Madre de Dios, no!
– ¡Isabel, no vayas ahí! -le gritaba un hombre que la seguía de cerca-. ¡No, Isabel!
La alcanzó y la estrechó en sus brazos, y la mujer lo golpeó con los puños, tratando de zafarse.
– ¡ No, no, no! -gritaba-. ¡ Mi ni ñ a, mi ni ñ a!
Los policías rodearon a la pareja y los gritos frenéticos de la mujer se apagaron mientras se la llevaban de allí. Una manada de reporteros corrió hacia los padres de la chica muerta. Sus ojos lobunos parecían relucir. Patético.
En otras circunstancias, yo habría formado parte de esa manada, pero ahora estaba con Eddie Keola, subiendo por la costa rocosa donde estaban emplazadas las cámaras de los medios. Los corresponsales de la televisión local hablaban ante las cámaras mientras una camilla llevaba el maltrecho cuerpo a la furgoneta del forense. Cerraron las puertas y el vehículo se alejó.
– Se llamaba Rosa Castro -me dijo Keola mientras subíamos al jeep-. Tenía doce años. ¿Has visto esas ligaduras? Los brazos y las piernas sujetos a la espalda.
– Sí, lo he visto.
Había visto violencia durante casi la mitad de mi vida, y había escrito sobre ella, pero el asesinato de esa niña me trajo imágenes tan horrorosas que sentí náuseas. Me tragué la bilis y cerré la portezuela del jeep.
Keola enfiló hacia el norte.
– Por eso no quería que llamaras a los McDaniels -me dijo-. Si hubiera sido Kim… -Su móvil lo interrumpió. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y se apoyó el teléfono en la oreja-. Hola, Levon -dijo-, no, no es Kim. Sí, he visto el cadáver. Estoy seguro. No es vuestra hija.
Añadió que pasaríamos por su hotel y diez minutos después estábamos en la entrada del Wailea Princess.
Barbara y Levon estaban en la galería, y el céfiro les hacía ondear el pelo y el nuevo atuendo hawaiano. Se cogían de las manos fuertemente y tenían el semblante pálido de fatiga.
Caminamos con ellos hasta el vestíbulo y Keola explicó que la niña muerta había sido asfixiada, sin entrar en los detalles truculentos.
Barbara preguntó si podía haber una relación entre la muerte de Rosa y la desaparición de Kim, un modo de pedir una tranquilidad que nadie podía darle. Aun así, yo lo intenté. Dije que los asesinos en serie tenían preferencias y sería raro que uno de ellos matara a una niña y también a una mujer. «Raro, pero no inaudito», pensé.
No sólo le decía a Barbara lo que ella quería oír, sino que me confortaba a mí mismo. En ese momento no sabía que el asesino de Rosa Castro tenía un apetito voraz y variado para torturar y asesinar.
Y jamás se me pasó por la cabeza que ya lo conocía, que había hablado con él.
43
Horst saboreó el Domaine de la Romanée-Conti; en 2001 Sotheby's lo vendía a 24.000 dólares la botella. Le dijo a Jan que acercara la copa. Era una broma. Jan estaba a muchos kilómetros de distancia, pero la conexión por cámara web creaba la impresión de que estaban en el mismo cuarto.
El motivo de la reunión: Henri Benoit le había escrito a Horst diciendo que esperase la descarga de un archivo a las nueve de la noche, y Horst invitó a Jan, su amigo de muchos años, a ver el estreno del flamante vídeo antes de enviarlo al resto de la Alianza.
El ordenador emitió un pitido y Horst se dirigió al escritorio. Le dijo a su amigo que se estaba efectuando la descarga y reenvió el e-mail a la oficina de Jan en Ámsterdam.
Las imágenes aparecieron simultáneamente en ambas pantallas.
El trasfondo era una playa iluminada por la luna. Una bonita muchacha yacía desnuda de espaldas sobre una toalla grande. Tenía caderas delgadas, pechos pequeños y pelo corto estilo varón. Los contornos y sombras en blanco y negro daban a la película un aire melancólico, como si la hubieran filmado en los años cuarenta.
– Hermosa composición -dijo Jan-. El hombre tiene criterio.
Cuando Henri entró en el cuadro, su rostro estaba digitalmente pixelado para parecer un borrón, y la voz también estaba alterada electrónicamente. Henri le habló a la muchacha con voz traviesa, llamándola «monita» y a veces diciendo su nombre.
– Interesante, ¿no? -comentó Horst a Jan-. La chica no siente el menor temor. Ni siquiera parece drogada.
Julia le sonreía a Henri, extendiendo los brazos y abriendo las piernas. Él se quitó el bañador, mostrando un miembro robusto y erecto, y la muchacha se tapó la boca y alzó la vista. «Dios mío, Charlie», exclamó.
Henri le dijo juguetonamente que era una golosa. Le vieron arrodillarse entre los muslos de la muchacha, alzarle las nalgas y bajar la cara para lamerla hasta que la muchacha se retorció, meneando las caderas, hundiendo los dedos de los pies en la arena, gritando «¡Charlie, por favor, no aguanto más!».
– Creo que Henri la está enamorando -dijo Jan a Horst-. Tal vez él también se está enamorando. Eso sería digno de verse.
– ¿Crees que Henri puede sentir amor?
Mientras los dos hombres observaban, Henri acariciaba a la muchacha, la estimulaba y la penetraba, diciéndole que era hermosa y que se entregara a él, hasta que los gritos se convirtieron en sollozos. Ella le echó los brazos al cuello, y Henri la estrechó y le besó los ojos, las mejillas y la boca. Luego su mano se acercó a la cámara, bloqueando un poco la imagen de la muchacha, y se retiró empuñando un cuchillo de caza. Puso el cuchillo junto a la muchacha en la toalla.
Horst se inclinó para observar la escena, pensando: «Sí, primero la ceremonia, y ahora el sacrificio supremo.» Entonces Henri volvió su cara borrosa hacia la cámara.
«¿Todos satisfechos?», preguntó.
«Totalmente satisfechos», respondió la muchacha, y la imagen se ennegreció.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Jan, despertando de lo que era casi un estado de trance.
Horst rebobinó el vídeo, volvió a ver los últimos momentos y comprendió que había terminado. Al menos para ellos.
– Jan, nuestro chico nos excita también a nosotros. Nos hace esperar el producto terminado. Un chico listo. Muy listo.
Jan suspiró.
– Qué gran vida lleva a nuestras expensas.
– ¿Hacemos una apuesta sólo entre tú y yo?
– ¿Sobre qué?
– Sobre cuánto falta para que pillen a Henri.
44
Eran casi las cuatro de la mañana y no lograba conciliar el sueño. En mi mente aún ardían las imágenes del cuerpo torturado de Rosa Castro, y todavía pensaba en lo que le habían hecho antes de que su vida terminara bajo una roca en el mar.
Pensé en sus padres y los McDaniels, buena gente que pasaba por un infierno que El Bosco no podría haber imaginado ni siquiera en sus momentos de mayor inspiración. Quería llamar a Amanda, pero me contuve. Temía cometer un desliz y decirle lo que pensaba: «Gracias a Dios que no tenemos hijos.»
Me levanté y encendí las luces. Saqué de la nevera una lata de POG, un refresco de piña, naranja y guayaba, y encendí el ordenador. Mi correo se había llenado de spam desde mi última revisión, y la CNN me había enviado un alerta noticioso sobre Rosa Castro. Eché un rápido vistazo a la nota y comprobé que mencionaban a Kim en el último párrafo.
Escribí el nombre de Kim en la casilla de búsqueda para ver si la CNN había introducido alguna noticia en su sitio web. Nada.
Abrí una lata de patatas fritas, comí una, preparé café en la cafetera y seguí trabajando en Internet.
Encontré imágenes de Doug Cahill en YouTube: vídeos del club universitario, travesuras en el vestuario, un vídeo de Kim sentada en las gradas durante un partido de fútbol, aplaudiendo y meneándose. La cámara iba y venía entre ella y tomas de Doug Cahill jugando brutalmente contra los Giants de Nueva York. Traté de imaginarme a Cahill matando a Kim y hube de admitir que un tío que podía arremeter contra jugadores de ciento diez kilos era alguien que podía abofetear a una muchacha que se resistiera y, por accidente o adrede, desnucarla. Pero en el fondo creía que las lágrimas de Cahill eran genuinas, que amaba a Kim. Además, si él la hubiera matado, contaba con recursos para perderse en cualquier parte del mundo.
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