James Patterson - Bikini

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Un thriller escalofriante escrito por el autor más vendido del mundo. Una espectacular top-model desaparece en Hawai, donde estaba trabajando en una sesión de fotos. Sus padres, alertados por una llamada telefónica y temiéndose lo peor, deciden viajar hasta allí sin sospechar el horror que los aguarda. Entretanto, el reportero de Los Angeles Times Ben Hawkins está llevando a cabo su propia investigación del caso.

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Jackson invitó a los McDaniels a asentarse y yo me apoyé en la jamba mientras él abría una libreta y anotaba los datos básicos. Luego pasó a las preguntas importantes, partiendo, me pareció, de la premisa de que Kim era una chica ligera de cascos, cuestionando sus hábitos nocturnos y preguntando sobre los hombres de su vida y el uso de drogas…Barbara le respondió que su hija era una estudiante con excelentes calificaciones. Que había apadrinado a un bebé ecuatoriano a través de la Christian Children's Fund. Que era una chica muy responsable y que era inaudito que no hubiera devuelto las llamadas.

Jackson escuchó con cara de aburrimiento.

– Ya, estoy seguro de que es un ángel -dijo al fin-. Todavía no he visto el día en que alguien venga aquí para admitir que su hija es una drogadicta o una pelandusca.

Levon se puso de pie y Jackson también se levantó, pero Levon le soltó un puñetazo en un hombro que lo lanzó contra la pared, que tembló con estrépito. Placas y fotos cayeron al suelo, lo que cabía esperar tras recibir el impacto de noventa kilos.

Jackson era más robusto y más joven, pero Levon era pura adrenalina. Sin más, cogió a Jackson por las solapas y le dio un empellón. La cabeza de Jackson resonó contra la pared. Se aferró al brazo de su silla, que se volcó, y él cayó por tercera vez.

Fue una escena estremecedora aun antes de que Levon diera el toque final.

– Maldita sea -le espetó a Jackson-, esto me ha hecho sentir bien, hijo de perra.

30

Una agente corpulenta irrumpió bruscamente mientras yo me quedaba allí petrificado, tratando de asimilar que Levon había atacado, empujado, tumbado e insultado a un policía en su propio despacho, y para colmo aseguraba que eso le hacía sentirse bien.

Jackson se levantó. Levon aún jadeaba.

– ¿Qué ocurre aquí? -exclamó la mujer policía.

– No pasa nada, Millie -dijo Jackson-. Sólo he trastabillado. Necesitaré una nueva silla. -La despidió con un gesto y se volvió hacia Levon.

– ¿Es que no lo entiende? -dijo éste-. Se lo dije anoche. Recibimos una llamada en Michigan. Un hombre dijo que tenía secuestrada a mi hija, y usted me insinúa que Kim es una cualquiera.

Jackson se ajustó la americana y la corbata y enderezó la silla. Tenía la cara enrojecida y el ceño fruncido. Movió la silla espasmódicamente.

– Usted está chiflado, McDaniels -le espetó-. ¿Se da cuenta de lo que acaba de hacer, imbécil? ¿Quiere que lo encierre? ¿Eso quiere? Se cree muy recio, ¿eh? ¿Quiere averiguar cuán recio soy yo? Podría arrestarlo y ponerlo entre rejas, por si no lo sabe.

– Sí, métame en la cárcel, maldición. Hágalo, porque quiero contarle al mundo cómo nos ha tratado. Usted es un energúmeno.

– Levon, cálmate -le rogó Barbara, tironeándole del brazo-. Basta, Levon. Contrólate. Pide disculpas al teniente, por favor.

Jackson se sentó y acercó la silla al escritorio.

– McDaniels, no vuelva a ponerme la mano encima -le advirtió-. Teniendo en cuenta que usted está como un cencerro, en mi informe minimizaré lo que acaba de ocurrir. Y ahora siéntese antes de que cambie de parecer.

Levon aún resollaba, pero Jackson señaló las sillas, y ambos esposos se sentaron.

El teniente se masajeó la nuca y se frotó el hombro.

– Casi siempre que desaparece un hijo -dijo al fin-, uno de los padres sabe lo que sucedió. A veces ambos. Yo necesitaba saber cuál era el caso de ustedes.

Levon y Barbara lo miraron boquiabiertos. Y todos entendimos. Jackson los había provocado para ver cómo reaccionaban.

Había sido un examen. Y habían aprobado. En cierto modo.

– Estamos investigando este caso desde ayer por la mañana. Como le dije cuando usted llamó -dijo Jackson, fulminando a Levon con la mirada-. Nos hemos reunido con la gente de Sporting Life, y también con el personal de la recepción y el bar del Princess. De momento no hemos descubierto nada.

Jackson abrió un cajón, cogió un móvil, uno de esos artilugios delgados y medio humanos que toman fotos, envían e-mails y avisan si le falta aceite al motor.

– Éste es el teléfono de Kim -dijo-. Lo encontramos en la playa detrás del Princess. Encontramos varias llamadas a Kim de un hombre llamado Doug Cahill.

– ¿Cahill? -dijo Levon-. Doug Cahill salía con Kim. Vive en Chicago.

Jackson sacudió la cabeza.

– Llamaba a Kim desde Maui. Insistió una hora tras otra hasta que el buzón de ella se llenó y dejó de aceptar mensajes de voz. Localizamos a Cahill en Makena, y anoche lo interrogamos dos horas antes de que pidiera un abogado. Dijo que no había visto a Kim. Que ella se negaba a hablarle. Y no pudimos retenerlo porque no podíamos acusarlo de nada -añadió Jackson, guardando el móvil de Kim en el cajón-. McDaniels, resumamos la situación. Usted tiene una llamada de alguien que le dice que Kim cayó en malas manos. Y nosotros tenemos el móvil de Kim. Ni siquiera sabemos si se ha cometido un delito. Si Cahill aborda un avión, no podemos impedir que se vaya.

Vi que Barbara se sobresaltaba, asustada.

– Doug no lo hizo -dijo Levon.

Jackson enarcó las cejas.

– ¿Y cómo lo sabe?

– Conozco la voz de Doug. El hombre que llamó no era Doug.

31

Estábamos de vuelta en el sedán negro, y esta vez yo iba en el asiento delantero, junto al conductor. Marco ajustó el espejo retrovisor e intercambiamos gestos, pero no había nada que decir. Lo importante sucedía en el asiento trasero, entre los McDaniels.

– Barbara -le explicaba Levon-, no te repetí literalmente lo que dijo ese cabrón porque nada se ganaba con ello. Perdóname.

– Soy tu esposa. No tenías derecho a ocultarme lo que dijo.

– «Cayó en malas manos», eso dijo, ¿vale? Fue lo único que no te conté, porque prefería que no lo supieras, pero tenía que decírselo a Jackson. Quería protegerte, cariño, quería protegerte.

– ¿Protegerme? -sollozó ella-. Me mentiste, Levon. Me mentiste.

Él también rompió a llorar, y comprendí que ése era el motivo por el que estaba tan crispado y tenía aquella mirada vidriosa y distante. Alguien le había dicho qué dañaría a su hija y Levon no se lo había contado a su esposa. Y ahora ya no podía seguir ocultándolo.

Quería darles cierta intimidad, así que bajé la ventanilla y contemplé las playas que iban quedando atrás, las familias que merendaban junto al mar, mientras los padres de Kim sufrían terriblemente. El contraste entre esos turistas y la pareja acongojada que tenía a mis espaldas era desgarrador.

Hice una anotación, me volví y traté de consolar a Levon.

– Jackson no es un hombre sutil, pero está investigando. Quizá sea buen policía.

Él me clavó los ojos.

– Ya, seguro que es buen policía. Él te caló en cinco segundos. Mírate, parásito, escribiendo tu artículo. Vendiendo periódicos a costa de nuestra aflicción.

Aquello me sentó como una patada en el vientre, pero había cierta verdad en ello. Me tragué el dolor y traté de ser compasivo con Levon.

– Tiene razón -le dije-, pero aunque sea como usted dice, la historia de Kim podría salirse de madre y hacerles mucho daño. Piense en los Ramsey, los Holloway, los McCann. Espero que Kim esté a salvo y que la encuentren pronto. Pero, pase lo que pase, le convendrá que yo esté con ustedes. Porque en lo que a mí concierne, no pienso avivar el fuego ni inventarme nada. Contaré la historia tal como es.

32

El conductor, «Marco», observó hasta que Hawkins y los McDaniels pasaron entre los estanques de carpas y entraron en el hotel. Después puso el coche en marcha, cogió por Wailea-Aluani Drive y se dirigió al sur.

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