– Un día demoledor, Ben. Remy ha despedido a Rocco, por enésima vez -dijo, e impostó su acento francés-. «¿Qué tengo que decirte para hacerte pensar como un chef? Esta confitura parece caca de paloma.» Dijo «caca» como un cacareo. -Se echó a reír-. Claro, volvió a contratarlo diez minutos después, como de costumbre. Y luego yo quemé la cr è me brûl é e. « Merde, Amanda, mon Dieu. Me estáis volviendo loco.» -Rio de nuevo-. ¿Y tú, Ben? ¿Has conseguido material para ese artículo?
– Pasé buena parte del día con los padres de la chica desaparecida. Me han contado muchas cosas.
– Uf, qué deprimente.
Le resumí la entrevista con Barbara, y añadí que los McDaniels me caían bien, y que tenían otros dos chicos, dos varones adoptados en orfanatos rusos.
– El mayor se hallaba en tal estado de abandono que estaba casi catatónico cuando lo recogió la policía de San Petersburgo. Y el menor tiene síndrome de alcoholismo fetal. Kim decidió estudiar pediatría a causa de sus hermanastros.
– Ben, cariño.
– ¿Se corta la comunicación?
– No; te oigo perfectamente. ¿Tú me oyes?
– Sí, muy bien.
– Entonces escucha: ten cuidado, por favor.
Sentí una leve irritación. Amanda era bastante intuitiva, pero yo no corría ningún peligro.
– ¿Cuidado con qué?
– ¿Recuerdas cuando dejaste tu maletín con todas tus notas sobre el caso Donato en un restaurante?
– ¿De nuevo vas a recordarme lo del autobús? -Pues ya que lo mencionas…
– Estaba bajo tu hechizo, so tonta. Te miraba a ti cuando fui a cruzar la calzada. Si estuvieras aquí ahora, podría pasar lo mismo.
– Sólo digo que ahora tienes el mismo tono que entonces.
– ¿De veras?
– Sí. Así que abre los ojos, ¿de acuerdo? Presta atención. Mira a ambos lados.
A unos metros, una pareja brindó y se cogieron las manos sobre una mesa pequeña. «Recién casados», pensé.
– Te echo de menos -dije.
– Yo también. Te mantengo la cama caliente, así que regresa pronto.
Envié un beso inalámbrico a mi chica de Los Ángeles y me despedí.
A las siete y cuarto de la mañana del lunes, Levon vio que un sedán negro se detenía en la entrada del Wailea Princess. Levon subió al asiento delantero mientras Hawkins y Barbara ocupaban el trasero. Cuando todas las puertas estuvieron cerradas, le dijo a Marco que los llevara a la comisaría de Kihei.
Durante el trayecto, Levon escuchó los consejos que le susurró Hawkins acerca de cómo manejarse con la policía, diciéndole que fuera servicial, que tratara de amigarse con los agentes, que no fuera hostil si no quería ponerlos en su contra.
Levon asintió con gruñidos, pero estaba enfrascado en sus pensamientos y no habría podido describir el trayecto entre el hotel y la comisaría, pues iba concentrado en la inminente reunión con el teniente James Jackson.
Volvió al presente cuando Marco aparcó el coche en una pequeña galería comercial. Se apeó de un brinco antes de que el vehículo se hubiera detenido del todo. Se dirigió hacia la pequeña comisaría, flanqueada por un estudio de tatuajes y una pizzería.
La puerta de vidrio estaba cerrada, así que apretó el botón del interfono y dijo su nombre, anunciándole a la voz femenina que a las ocho tenía una cita con el teniente Jackson. Se oyó un zumbido, la puerta se abrió y entraron.
A Levon la comisaría le pareció la oficina de vehículos automotores de un pueblo. Las paredes estaban pintadas de verde burocrático, el suelo era de linóleo marrón, y la larga habitación estaba bordeada por hileras de sillas de plástico.
Al final de la angosta oficina había una ventanilla, con la persiana bajada, y al lado una puerta cerrada. Levon se sentó junto a Barbara, y Hawkins se sentó frente a ellos. Esperaron.
Poco después de las ocho, la ventanilla se abrió y entró gente que se dirigía a la ventanilla para pagar multas de aparcamiento y otros trámites. Tipos con peinado rasta, chicas con tatuajes complicados, jóvenes madres con críos chillones.
Levon sintió una punzada y pensó en Kim, ansiando saber si estaba bien, si padecía algún sufrimiento, y por qué había sucedido aquello.
Al rato se levantó y se paseó por la galería de fotos de personas buscadas, miró los ojos penetrantes de asesinos y delincuentes, y luego los retratos de niños desaparecidos, algunos de ellos alterados digitalmente para que aparentaran la edad que tendrían ahora, pues habían pasado años desde su desaparición.
– Qué barbaridad -le dijo Barbara a Hawkins-. ¿Cuánto hace que nos tienen esperando? Dan ganas de gritar.
Levon quería gritar, en efecto. ¿Dónde estaba su hija? Se inclinó para hablarle a la agente que atendía la ventanilla.
– ¿El teniente Jackson sabe que estamos aquí?
– Sí, señor, claro que sí.
Levon se sentó junto a su esposa y se pellizcó entre los ojos, preguntándose por qué Jackson tardaba tanto. Y pensó en Hawkins, que había entablado una relación muy amigable con Barbara. Levon confiaba en el juicio de su esposa pese a que, como muchas mujeres, hacía amigos con facilidad. A veces con demasiada facilidad.
Observó cómo Hawkins escribía en su libreta y luego a unas adolescentes que se sumaron a la fila del escritorio del frente, cuchicheando con unas voces agudas que le pusieron los nervios de punta.
A las diez menos diez, la agitación de Levon era como el rugido de los volcanes que habían levantado aquella isla del mar prehistórico. Estaba a punto de estallar.
Yo estaba sentado en una silla de plástico junto a Barbara McDaniels cuando oí que se abría la puerta del extremo de aquella sala larga y estrecha. Levon se levantó abruptamente y se plantó delante del policía casi antes de que cerrara la puerta.
Era corpulento, treintañero, de espeso pelo negro y tez marrón. Parecía una mezcla de Jimmy Smits con Ben Affleck, y también de dios surfista isleño. De americana y corbata, llevaba una placa enganchada en el cinturón; dorada, lo cual significaba que era detective.
Barbara y yo nos acercamos y Levon nos presentó al teniente Jackson.
– ¿Cuál es su relación con los McDaniels? -me preguntó Jackson.
– Amigo de la familia -respondió Barbara.
– Trabajo para el L.A. Times -dije al mismo tiempo.
Jackson soltó una risotada y me escrutó.
– ¿Conoce a Kim?-preguntó.
– No.
– ¿Tiene alguna información sobre su paradero?
– No.
– ¿Usted conocía a estos señores? ¿O acaba de conocerlos?
– Acabamos de conocernos.
– Interesante -dijo Jackson con una sonrisa burlona. Se volvió hacia los McDaniels-. ¿Ustedes entienden que el trabajo de este hombre consiste en vender periódicos?
– Lo sabemos -dijo Levon.
– Bien. Sólo quiero prevenirles que todo lo que le digan irá directamente a la primera plana del L.A. Times. Por mi parte, no me gusta su presencia. Señor Hawkins, tome asiento. Lo llamaré si lo necesito.
– Teniente -intervino Barbara-, mi esposo y yo hemos hablado de esto y de hecho confiamos en Ben. Él cuenta con la influencia del L.A. Times. Podría lograr mucho más que nosotros por nuestra cuenta.
Jackson resopló pero pareció asentir.
– Cualquier cosa que salga de mi boca -me advirtió- tiene que ser aprobada por mí antes de que se publique, ¿entiende?
Asentí.
El despacho de Jackson estaba en un rincón al fondo del edificio, tenía una ventana y un ruidoso aire acondicionado; había numerosas notas en las paredes azules, cerca del teléfono.
Читать дальше