Leonardo Padura - Pasado Perfecto

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El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» irá descubriendo ciertas sombras inquietantes en el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera de burócrata.

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Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las ofertas de Josefina: los frijoles negros, clásicos, espesos; los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos, como pedía la regla de oro del escalope; el arroz desgranándose en la fuente, blanquísimo y tierno como una novia virginal; la ensalada de verduras, montada con arte y combinación esmerada de los colores verdes, rojos y el dorado de los tomates pintones; y los plátanos verdes a puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella de vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones.

– José, por tu madre, ¿qué cosa es esto? -dijo el Conde mientras mordía un plátano frito y rompía la armonía de la ensalada robándose una rodaja de tomate-. Le cae la peste al que hable de trabajo ahora -advirtió y empezó a formar una montaña de comida sobre su plato, decidido a hacer, de un solo golpe, el desayuno, el almuerzo y la comida de aquel día con trazas de nunca acabarse-, o de cualquier cosa -y tragó.

***

Mario Conde nació en un barrio bullanguero y polvoriento que según la crónica familiar había sido fundado por su tatarabuelo paterno, un isleño frenético que prefirió aquella tierra estéril, alejada del mar y de los ríos, para levantar su casa, crear su familia y esperar la muerte lejos de la justicia que aún lo buscaba en Madrid, Las Palmas y Sevilla. El barrio de los Condes nunca conoció la prosperidad ni la elegancia, y sin embargo creció al ritmo geométrico de la estirpe del canario estafador y absolutamente plebeyo que tanto se entusiasmó con su nuevo apellido y su mujer cubana de la que tuvo dieciocho hijos a los que hizo jurar, a cada uno en su momento, que tendrían a su vez no menos de diez hijos y que incluso las hembras les pondrían a sus vastagos como primer apellido aquel Conde que los haría distintos en el barrio. Cuando Mario cumplió los tres años y su abuelo Rufino el Conde le contó por primera vez las aventuras de abuelito Teodoro y sus ansias de fundador, el niño aprendió también que el centro del universo puede ser una valla de gallos. El béisbol fue entonces un vicio adquirido, por puro contacto barriotero, mientras los gallos fueron un placer endémico. Su abuelo Rufino, criador, entrenador y jugador voraz de gallos de lidia, lo paseó por todas las vallas y corrales de la zona y le enseñó el arte de alistar un gallo para que nunca pierda: primero preparándolo con el más legal y deportivo de los esmeros que se podrían dispensar a un boxeador, y luego untándolo con aceite en el momento justo de salir al serrín de la valla para hacerse incapturable por el contrario. La filosofía del abuelo Rufino, nunca juegues si no estás seguro de que vas a ganar, le proporcionó al muchacho la satisfacción de ver aquel gallo que había conocido siendo todavía un huevo como otro cualquiera, sólo moría de viejo después de ganar treinta y dos combates y cubrir a un número incontable de gallinas tan o más finas que él. En aquellos tiempos leves de escuela en la mañana y trabajo con los gallos por las tardes, Mario Conde aprendió además el sentido de la palabra amor: amó a su abuelo y se enfermó de tristeza cuando el viejo Rufino el Conde murió, tres años después de la prohibición oficial del juego de gallos.

Ya satisfecha la urgencia de agua fría que casi lo sacó de la cama, el Conde inició aquella mañana de domingo disfrutando el recuerdo de su abuelo. Los domingos eran días de combate en vallas de buena concurrencia, y por cosas así le gustaban las mañanas de domingo. No las tardes, se hacían interminables y vacías después de una siesta y se sentía cansado y todavía soñoliento hasta el anochecer; tampoco las noches, cualquier lugar estaba lleno y el refugio de siempre era la casa del Flaco, pero había algo que hacía densas y tediosas las noches de domingo, no había juego de pelota siquiera y abrazarse a una botella de ron era tortuoso con la amenaza palpable del lunes. Las mañanas no: las mañanas de domingo el barrio amanecía bullicioso y callejero como en aquel cuento que escribió cuando estaba en el Preuniversitario, y era posible hablar con todo el mundo, y los amigos y parientes que vivían fuera siempre venían a ver a la familia y hasta podían organizar un piquete de pelota a la mano para terminar con los dedos hinchados y llegar jadeando a la primera base, armar un partido de dominó o simplemente conversar en la esquina, hasta que el sol los espantara. Mario Conde, por un sentimiento ancestral que escapaba a su razón y por la cantidad de domingos que gastó con su abuelo Rufino o con su pandilla de mataperros peloteros, disfrutaba como ninguno de sus amigos aquel ocio dominguero en el barrio, y después de tomarse un café, salía a comprar el pan y el periódico y generalmente no regresaba hasta la hora tardía del almuerzo dominical. Sus mujeres nunca habían entendido aquel rito inquebrantable y aburrido, si casi ningún domingo puedes estar en la casa, protestaban, con la cantidad de cosas que hay que hacer, pero los domingos son para el barrio, les decía sin dejar margen a la discusión, cuando ya algún amigo preguntaba: ¿Y el Conde, salió?

Y aquel domingo se levantó con sed de dragón recién apagado y con el recuerdo de su abuelo en la cabeza, y salió al portal después de dejar la cafetera en el fogón. Llevaba aún el pantalón del pijama y un viejo abrigo enguatado y observaba las calles más tranquilas que otros domingos a causa del frío. El cielo se había despejado durante la noche, pero corría una brisa molesta y cortante y calculó que estarían a menos de dieciséis grados, y sería quizás la mañana más fría de aquel invierno. Como siempre, lamentaba tener que trabajar un domingo, había pensado ver ese día al Conejo y después almorzar en la casa de su hermana, recordó, y saludó con la mano a Cuco, el carnicero, ¿Cómo te lleva la vida, Condesito?, también él tenía trabajo ese domingo por la mañana.

El café surgía como lava del estómago de la cafetera y el Conde preparó una jarra con cuatro cucharaditas de azúcar. Esperó a que la cafetera filtrara todo el líquido, lo vertió en la jarra y lo batió lentamente, para disfrutar su perfume amargo y caliente. Después lo devolvió a la cafetera y finalmente depositó el café en el termo y se sirvió una taza grande de desayuno. Se sentó en el pequeño comedor y encendió un cigarro, el primero del día. Se sintió aterradoramente solo, decidió sustituir las penas y comenzó a pensar en lo que haría con la lista de los invitados a la fiesta de fin de año del viceministro. Presentía que lo esperaban algunas entrevistas inevitables y delicadas, de las que prefería no hacer. Zoilita seguía sin aparecer, pues no la habían llamado de la Central, y eran cuatro días, igual que Rafael. Hasta la mañana siguiente no podría trabajar en la Empresa, y eso le vedaba un camino que ya quería transitar. De las provincias no debía de haber llegado nada para él, ni tampoco de guardafronteras, que también lo hubieran localizado, y seguían entonces sin rastros de aquel hombre atomizado. ¿Y el gallego Dapena? Nada que dé pena: bien, en Cayo Largo detrás de unas tetas… Pero había trabajo para ese domingo y el teniente Mario Conde, mientras bebía la taza de café que despertaba su paladar y su inteligencia, decidió darse más tiempo para pensar: quería pensar como Rafael Morín, aunque jamás en su vida imaginó que tal posibilidad fuera ni remotamente plausible, debía sentir lo que sentiría una persona como él, querer lo que él querría, esto era más fácil, para tener al menos una idea sobre aquella insólita desaparición, pero no pudo. Rafael no era uno de los delincuentes con los que trabajaba todos los días, y eso lo bloqueaba. Prefería a los bisneros criollos, a los traficantes de cualquier cosa, a los distribuidores de lo insospechado y los receptadores de las más extravagantes mercancías, los conocía y sabía que siempre existía una lógica para orientar la investigación. Ahora no: ahora estoy perdido en el llano, se dijo, aplastó la colilla en el cenicero y decidió que ya era tiempo para llamar a Manolo y salir a la calle, aquel domingo que parecía inmejorable para conversar en la esquina y coger un poquito de sol y oír los viejos cuentos de sus viejos amigos, una y otra vez.

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