Leonardo Padura - Pasado Perfecto

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El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» irá descubriendo ciertas sombras inquietantes en el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera de burócrata.

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Él recibe la andanada y presiente que se ha equivocado con ella, que sigue siendo una mujer inteligente. Se encuentra débil y desguarnecido y con deseos de sentarse, tomarse otro whisky y hablar y hablar. Pero tiene miedo.

– No sé, Tamara. Otro día hablamos de eso.

– Me parece que estás huyendo.

– Un policía nunca huye, simplemente se va y se lleva su alegría.

– No tienes remedio. -Ni siquiera mejoría.

– Chico, avísame cualquier cosa, por favor -dice ella mientras avanzan por el corredor, camina con los brazos todavía cruzados y Mario Conde, después de hacerle un guiño a la imagen de aquella Flora, colorida y exuberante en la quietud del dibujo, enmarcada y colgada en la mejor pared de la sala, se pregunta qué hará Tamara Valdemira sola en aquella casa tan vacía. ¿Mirarse en los espejos?

El Flaco Carlos en el centro del grupo. Tiene los brazos abiertos, la cabeza algo inclinada hacia la derecha, parece crucificado, y entonces no pensaba que algún día arrastraría una cruz. Siempre se las arreglaba para estar en el centro, para ser el centro, o tal vez todos nosotros lo empujábamos un poquito hasta convertirlo en el ombligo del grupo, donde se sentía y nos sentíamos tan bien. Era capaz de disparar un chiste por minuto, hacer una broma de una bobería que en boca de cualquier otro resultaba una infame pesadez y un par de sonrisas de compromiso. Tenía el pelo largo, no sé cómo logró tenerlo así con la vigilancia que ponían en la puerta del Pre, todavía era muy flaco, aunque ya estábamos en trece grado y ese día habíamos hecho la prematrícula en la universidad. En primera opción había pedido ingeniería civil, soñaba con construir un aeropuerto, dos puentes, y sobre todo la obra ingeniera de una fábrica de preservativos, con una producción diferenciada en tallas, colores, sabores y formas, capaz de cubrir las exigencias de todo el Caribe, el lugar de la tierra donde más y mejor se templaba, ésa era su obsesión: la templeta; y en segunda opción escogió mecánica. Dulcita, entre el Flaco y el Conejo, entonces era novia del Flaco, y si el Flaco no estuviera crucificado, seguramente hubiera estado tocándole una nalga y ella sonriendo, pues también le encantaba esa pornografía. Su saya, con las tres bandas blancas sobre el dobladillo, es la más corta de todas, bien por encima de la rodilla, sabía como nadie enrollársela en la cintura en cuanto ponía un pie fuera de la escuela; merecía el esfuerzo: tenía unas rodillas redondas, unos muslos compactos y largos, unas piernas que inventaron aquello de bien torneadas, hechas a mano, y unas nalgas -como decía el Flaco en uno de sus desastrosos símiles poéticos- más duras que levantarse con hambre a las cinco de la mañana, y sin embargo era sintética, eso es compensación, decía él, porque no tiene una gota de tetas. Sonríe feliz, Dulcita, pues está segura de que va a coger arquitectura, y trabajará con el Flaco en sus obras, ella hará los planos, y en segunda opción pidió geología, también es loca a meterse en las cuevas, sobre todo con el Flaco, y a cumplir la obsesión de los dos: la templeta. Entonces Dulcita era perfecta: buena socia a matarse, tremendo pollo, inteligente y pico y nunca estuvo en nada, lo mismo te soplaba en un examen que te ponía una piedra con una chiquita, era así, socia-socia, un hombre, vaya, y nunca entendí por qué se fue para los Estados Unidos, cuando me lo dijeron no lo creí, si era igual que todos nosotros, qué habrá sido de su vida… El Conejo no puede evitar que sus dientes estén al aire, sabe Dios si se reía, con esos dientones nunca se sabía, también era flaquísimo y había pedido licenciatura en historia en primera opción y pedagógico de historia en segunda, y andaba por esos días muy convencido de que si los ingleses no se hubieran ido de La Habana en 1763, Elvis Presley a lo mejor hubiera nacido en Pinar del Río, o River Pine City, o qué carajos habría dicho, con aquellas botas cañeras que eran sus zapatos de escuela, de paseos por la noche y de fiestas de sábado y eso. El sí estaba flaco, porque no le quedaba más remedio, en su casa se estaban comiendo un cable, no literalmente, sino un cable de verdad, de los que traía el Goyo de su trabajo de electricista remendón, decía: espaguetis de cable, cable con papas, croquetas de cable. Tamara está seria aunque después de todo así es mejor: es más… ¿linda?, un mechón castaño claro sobre la frente, indomable, así desmayado, siempre le tapaba el ojo derecho y le daba un aire de no sé, de Honorata de Van Gult, y ahí tan cerca de Dulcita se diría que Dulcita siempre estuvo mejor, pero Tamara es otra cosa, algo distinta a linda, buena, sabrosa, vola, que parte el bate o se la para a Mahoma: no, es las ganas de comérsela a pedazos, con ropa y todo, le dije una vez al Flaco, aunque después me pase una semana cagando trapos. Y también daban ganas de sentarla en un césped así, bien podado, un día por la tarde, estar solo con ella, y nada más recostar la cabeza en la bondad de sus muslos, encender un cigarro y oír el canto de unos pajaritos y ser feliz. Ella había marcado estomatología en primera y medicina en segunda opción, y es una lástima verla tan seria, si la futura estomatóloga tenía unos dientes que nunca irían al estomatólogo, y el Conejo sería su primer cliente, cuando te coja en un sillón hago el doctorado tratando de meter tus hachas en cintura, le decía. Yo no he cambiado mi cara de susto: estoy en el extremo derecho, claro que al lado de Tamara, como siempre que podía; y mira que cortar los pantalones por las rodillas para que la vieja invirtiera la pata, la rodilla que es más ancha se ponía para abajo y el bajo que es más estrecho se cosía en la rodilla, y sólo así uno podía tener un pantalón con algo de campanas, como se usaban entonces. Y los tenis sin medias, remendados los dos por la parte del dedo meñique, que tengo botado y me rompe los tenis siempre por el mismo lugar: también sonrío, pero es una risa forzada, así de medio lado y con una cara de hambre que da espanto, ya tenía ojeras, y pensando no estoy seguro de que me den letras, casi no hay carreras de letras este año, tengo un buen escalafón pero es una caja de sorpresas y con deseos de entrar, y decir que en segunda quiero psicología y no estomatología, fue por culpa de Tamara, porque yo no resisto la sangre y eso, tal vez mejor historia como el Conejo, no sé, ¿psicología?, tiene pista esa carrera, pero es que yo nunca he sabido, nunca supe, qué lío siempre para decidirme, y es lógico que no tenga muchas ganas de reírme en aquella última foto que nos tomamos bajando la escalinata del Pre, al borde de los exámenes finales que todos íbamos a aprobar porque en trece ya no suspenden a nadie, bueno, si no hay otro escándalo Waterpre y nos ponen exámenes especiales con ganas de partirnos la vida, como les pasó a los de trece el año pasado, a la misma Dulcita, que es inteligentísima pero está repitiendo por eso, bueno, íbamos a aprobar, seguro que sí. Al dorso de la foto dice junio de 1975, y todavía éramos muy pobres -casi todos- y muy felices. El Flaco es flaco, Tamara es más que ¿linda?, Dulcita es igual que los demás, el Conejo sueña con cambiar la historia y yo voy a ser escritor, como Hemingway. La cartulina se ha puesto amarilla con los años, se me mojó un día y está veteada por una esquina, y cuando la miro siento muchísimo complejo de culpa porque el Flaco ya no es flaco y porque detrás de la cámara, invisible pero presente, ha estado siempre Rafael Morín.

Oprimió el timbre cuatro veces seguidas, dio varios golpes en la puerta, gritó No hay nadie en esta casa, y dio unos salticos, la proximidad del baño le había despertado unos agudos deseos de orinar, no podía más y volvió a golpear la puerta.

– Tengo hambre, pero hambre de verdad y me estoy orinando -dijo el Conde antes de saludarla, y luego le dio un beso en la frente y entonces inclinó la suya, ya casi corriendo, para recibir el beso de la mujer. Era una costumbre de cuando el Flaco Carlos era muy flaco y el Conde se pasaba los días en aquella casa, y jugaban ping-pong, trataban con éxito más que dudoso de aprender a bailar y estudiaban física las madrugadas antes de los exámenes. Pero el Flaco Carlos ya no era flaco y sólo él insistía en llamarlo así. El Flaco Carlos pesaba ahora más de doscientas libras y se moría a plazos sobre una silla de ruedas. En 1981, en Angola, había recibido un balazo en la espalda, justo sobre la cintura, que le había destrozado la médula. Ninguna de las cinco operaciones que le habían hecho desde entonces había logrado mejorar las cosas y cada día el Flaco amanecía con un dolor inédito, un nervio muerto u otro músculo inmóvil para siempre.

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