Leonardo Padura - Pasado Perfecto

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El primer fin de semana de 1989 una insistente llamada de teléfono arranca de su resaca al teniente Mario Conde, un policía escéptico y desengañado. El Viejo, su jefe en la Central, le llama para encargarle un misterioso y urgente caso: Rafael Morín, jefe de la Empresa de Importaciones y Exportaciones del Ministerio de Industrias, falta de su domicilio desde el día de Año Nuevo. Quiere el azar que el desaparecido sea un ex compañero de estudios de Conde, un tipo que ya entonces, aun acatando las normas establecidas, se destacaba por su brillantez y autodisciplina. Por si fuera poco, este caso enfrenta al teniente con el recuerdo de su antiguo amor por la joven Tamara, ahora casada con Morín. «El Conde» irá descubriendo ciertas sombras inquietantes en el aparente pasado perfecto sobre el que Rafael Morín ha ido labrando su brillante carrera de burócrata.

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– Debe de ser por eso que te muerden. Mira cómo estás sudando, viejo.

– Sí, está muy bien lo de la adrenalina y el olor y el coño de su madre, pero el caso es que siempre la cogen conmigo.

Montaron en el auto y Manolo respiró profundo con las dos manos sobre el timón.

– Bueno, ya tenemos una idea de quién es Zoilita. Esto se complica, ¿no?

– Se complica pero no pasa nada. Mira, vamos a hacer una cosa. Yo voy a buscar la lista de los invitados a la fiesta del viceministro y, mientras, tú te encargas de poner dos gentes a investigar a Zaida y a Zoilita. Sobre todo a Zoilita. Quiero saber dónde está metida y qué pinta en esto.

– ¿Y por qué no cambiamos? Yo busco la lista, anda.

– Oye, Manolo, juega con la cadena, pero deja al mono tranquilo. Ni un regaño más -dijo y miró hacia la calle. Le fascinaba la persistencia de aquellas rayas blancas que el auto devoraba y sólo entonces notó que había dejado de llover. Pero al dolor de su estómago hambriento y maltratado se sumaba ahora la presión de la orina que llenaba su vejiga-. ¿Qué otra cosa se te ocurre hacer?

Manolo siguió con los ojos fijos en la calle.

– Estoy hablando contigo, Manolo -insistió el Conde.

– Bueno, pienso que las casualidades son del carajo, pero lo de Zoilita es demasiada casualidad, ¿no te parece? Y pienso también que debes hablar con Maciques. Ese hombre sabe mucho más.

– Lo vemos el lunes en la Empresa.

– Yo lo vería antes.

– Mañana si da tiempo, ¿está bien?

– Está bien.

– Oye, pon música ahora, que me estoy meando.

– Te vas a mear, pero no puedo poner música.

– ¿Qué te pasa, viejo, todavía estás temblando por culpa de un perro sato?

– No, es que por culpa tuya no podemos oír música. Se robaron la antena frente a casa de Zoilita.

Su canción preferida siempre fue Strawberry Fields. La había descubierto un día inesperado de 1967 o 1968 en la casa de su primo Juan Antonio; hacía un calor espantoso, pero Juan Antonio y tres de sus amigos, ya eran grandes, estaban como en octavo grado, se habían metido en el cuarto de su primo, lo recordaba, como si fueran a rezar al profeta: sentados en el piso, rodeaban un viejísimo tocadiscos RCA Victor, tenía hasta comején, que hacía girar un disco opaco y sin identificación. «Es una placa, berraco, cómo va a tener letricas», le dijo Juan Antonio con su mal genio de siempre, y él también se sentó en el suelo porque allí nadie quería hablar, ni siquiera de mujeres. Entonces el Tomy movió el brazo del tocadiscos, lo puso sobre la placa con todo su cariño y empezó la canción; él no entendió nada, los Beatles no cantaban tan bien como en los discos de verdad, pero los grandes susurraban la letra, como si ellos la supieran, y él sólo sabía que field era jardín, centerfield es jardín central, concluyó, pero eso fue después. En ese instante sintió que asistía a un acto de magia irrepetible y, cuando terminó la canción, pidió, anda, Tomy, que la pusieran otra vez. Y otra vez la estaba cantando y no sabía por qué: quería negarse que aquella melodía era la bandera de sus nostalgias por un pasado donde todo fue simple y perfecto, y aunque ya sabía lo que significaba la letra, prefería repetirla sin conciencia y sentir apenas que caminaba por aquel campo de frambuesas jamás visto pero que sus recuerdos conocían tan bien, solos él y la música aquella. Strawberty Fields venía siempre así, sin anunciarse, y empujaba todo lo demás. La estaba cantando, volvía sobre cualquier fragmento y se sentía mejor, ya no veía el cielo oscuro ni tristemente encapotado ni la imagen de Rafael Morín discurseando desde la plataforma del Pre, no quería fumar y no escuchaba lo que Manolo le contaba de su última conquista amorosa, mientras lo llevaba hacia la casa de Tamara, Strawberry Fields, for ever, dan, dan, dan…

– Aquí mismo estaba la libreta.

El tiempo es mentira; nada ha cambiado en la biblioteca: la colección completa de la enciclopedia Espasa-Calpe, la que más sabe, con sus lomos azul profundo y sus letras doradas y brillantes a pesar de los años; el diploma de doctor en derecho del padre de Tamara conserva impávido su sitio de privilegio, relegando incluso las dos plumillas de Víctor Manuel que desde siempre le han gustado tanto. El volumen oscuro de los relatos del Padre Brown, con sus tapas de piel que acariciaban los dedos, es una punzada en la melancolía, el viejo doctor Valdemira se lo recomendó hace tantísimos años, cuando el Conde no podía ni imaginar que llegaría a ser colega del curita de Chesterton. Y el buró de caoba es inmortal, amplio como el desierto y hermoso como una mujer. Un buen buró para escribir. Sólo el cuero envolvente de la silla giratoria parece algo cansado, tiene más de treinta años y es piel legítima de bisonte, era el sitio del encargado de dirigir el repaso la noche antes del examen, un privilegio para el que más sabía. El día en que Mario Conde entró por primera vez en aquella habitación se sintió pequeño y desamparado y terriblemente inculto y todavía su memoria es capaz de devolverle aquella lacerante sensación de pequeñez intelectual de la que no ha logrado curarse.

– Muchas veces soñé con este lugar. Pero ni en los sueños recordaba que tu padre tuviera teléfono aquí, ¿o sí?

– No, nunca lo tuvo. Papá odiaba dos cosas hasta casi enfermarse, y una era el teléfono. Y la otra la televisión, lo que demuestra que era un hombre muy sensible -recuerda ella y se deja caer en una de las dos butacas ubicadas frente al buró.

– ¿Y cómo se ligan esas dos fobias con esta chimenea de ladrillos rojos en una biblioteca de La Habana? -pregunta él y se inclina ante el pequeño hogar y juega con uno de los atizadores.

– Tenía sus troncos y todo. ¿Es bonita, verdad? -Lo cortés no quita lo valiente… Mientras no caiga nieve en Cuba no sé para qué sirve esto.

Ella sonríe tristemente.

– Esa era la fachada de la caja fuerte. Yo misma lo supe cuando tenía como veinte años. Papá era un personaje. Un buen personaje.

El deja el atizador y ocupa la otra butaca, junto a Tamara. La biblioteca sólo recibe la luz de la pequeña lámpara art nouveau con pata de bronce y breves racimos de uvas de violeta intenso, y ella recoge un reflejo ambarino que le pinta la mitad del rostro de un tono cálido y vital. Lleva un mono deportivo, del mismo azul profundo de la Espasa-Calpe, y su cuerpo de bailarina desproporcionada parece agradecido con aquella ropa que la acaricia y la moldea.

– Fue Rafael quien puso la extensión aquí, hace como siete u ocho años. El sí no podía vivir sin un teléfono.

Él asimila esta pequeña decisión de Rafael y siente que sobre sus hombros cuelga el cansancio de un día demasiado largo en el que sólo ha oído hablar de Rafael Morín. Tantas personas le han hablado de él que ya empieza a pensar si en realidad lo conoce o se trata de un fenómeno de circo con mil caras, unidas por un aire de familia, pero decididamente distintas. Quisiera conversar de otras cosas, sería bueno decirle a ella que todo el camino lo hizo cantando Strawberry Fields, se siente propenso a este tipo de confidencias, o decirle que la encuentra cada vez mejor, más comestible, pero al final piensa que a ella podrían parecerle confesiones banales y vulgares.

– No me enteré cuando la muerte de tu padre. Hubiera ido -dice al fin, porque siente la presencia tangible del viejo diplomático en la habitación.

– No te preocupes -ella mueve la cabeza, y esto basta para que el mechón de pelo recupere su inquietud y regrese a la frente-, fue tremendo corre-corre, increíble. Fue duro asimilar que papá había muerto, ¿sabes?

Él asiente y vuelve a tener deseos de fumar. La necrología siempre lo impulsa a fumar. Descubre sobre el buró un cenicero de barro y se alegra de que no sea un cristal Murano o un Moser o un Sargadelos, grabado a mano, de la colección del doctor Valdemira. Mientras, ella se ha puesto de pie y se acerca al pequeño bar empotrado en una de las alas del librero.

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