– Me tomo un trago contigo. Creo que a los dos nos hace falta -recita el bocadillo y vierte el líquido de una botella casi cuadrada en dos vasos altos-. No sé a ti, pero a mí me gusta puro, sin hielo. El hielo le corta el aliento a un buen whisky escocés.
– Ballantine's, ¿no?
– De la reserva especial de Rafael -dice, y le entrega el vaso-. Salud y suerte.
– Salud y pesetas para la caja fuerte, porque belleza es lo que sobra -dice él y prueba el whisky y siente cómo el abrazo tibio le envuelve la lengua, la garganta, el estómago vacío, y empieza a sentirse mejor.
– ¿Quién es Zoila, Mario?
Él se abre el jacket y bebe por segunda vez.
– ¿Él andaba por ahí con mujeres?
– No estoy segura, pero la verdad es que cada vez me interesaba menos seguirle la pista a Rafael y no tengo ni idea de qué hacía con su vida.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Que Rafael apenas paraba en la casa, siempre andaba en reuniones o de viaje, y eso mismo, no me interesaba seguirle la pista, pero ahora quiero saber. ¿Quién es Zoila?
– No lo sabemos todavía. No está en su casa hace varios días. Ya la estamos investigando.
– ¿Y de verdad tú crees que Rafael esté…? -Y el asombro es verdadero.
Él no entiende bien y se siente incómodo. Ella lo mira, reclamando una respuesta.
– No sé, Tamara, por eso te pregunté lo de las mujeres. Tú eres la que debía decirme.
Ella prueba de su bebida y luego trata de sonreír, sin éxito.
– Estoy muy confundida, chico. Todo esto me parece un chiste de mal gusto y a veces creo que no, que todo es una pesadilla, que Rafael está en otro viaje, que nada de esto está pasando y que nada va a pasar, y que de pronto va a entrar por esa puerta -dice, y él no puede evitarlo: mira hacia la puerta-. Necesito la estabilidad, Mario, no sé vivir sin la estabilidad, ¿me entiendes?
Dice ella, y él la entiende, es fácil entender su estabilidad, piensa, y la ve tomar otro sorbo y sentir el oleaje tibio del whisky, baja el zipper de su abrigo hasta una altura francamente peligrosa: él quisiera mirar, trata de concentrarse en su trago, pero no puede y mira porque siente que está teniendo una erección. ¿Qué cosa es esto?, pretende explicarse aquel misterio, la gente no se desmayaba por la calle sólo con ver a Tamara y él pierde la respiración, no ha podido sacarse de la cabeza los deseos que le provoca aquella mujer y cruza las piernas para someter sus ansias a una aplicación forzosa de la ley universal de la gravedad. Abajo, varón.
– No creo que Rafael sea capaz de eso, no lo creo. ¿Que un día se acostara con una mujer? Mira, para serte franca, no es que lo sepa tampoco, pero no lo dudo, a ustedes les encanta hacer esas cosas, ¿o no? Pero no creo que se atreva a andar por ahí escondido con una mujer, me parece que lo conozco demasiado para imaginármelo en eso.
– Yo tampoco lo creo. No lo creo -insiste él, convencido, no iba a dejar todo esto así como así, y Zoilita no es la duquesa de Windsor. Otras cosas no las sé, pero de eso sí estoy seguro, piensa.
– ¿Y qué más averiguaste?
– Que el gallego Dapena se volvió loco cuando te vio.
Sus ojos se abren, cómo los puede abrir tanto, se pregunta él y ella alza la voz, molesta, desconcertada, casi sin elegancia.
– ¿Quién te dijo eso?
– Maciques.
– Vaya, qué lengua… Y después hablan de las mujeres.
– ¿Y qué pasó con el gallego, Tamara?
– Fue un mal entendido, no pasó nada. Entonces eso fue todo lo que averiguaste -y vuelve a probar de su trago.
Él apoya el mentón sobre la palma de la mano y otra vez la vuelve a oler. Empieza a encontrarse tan bien que siente miedo.
– Sí, no es mucho. Me parece que nos hemos pasado el día dando vueltas en el mismo lugar. Este trabajo es más jodido de lo que tú te imaginas.
– Sí me lo imagino, y sobre todo desde que soy sospechosa.
– Yo no dije eso, Tamara, tú lo sabes. Técnicamente eres sospechosa por ser la persona más cercana, la última que supo algo de él, y sabe Dios por cuántos motivos que tienes o pudieras tener para querer sacarte a Rafael de arriba. Ya te dije que esto era una investigación y que podía ser algo molesta.
Ella termina su trago y deja el vaso junto a la lámpara que la ilumina.
– Mario, ¿no te parece que decirme eso es una tontería?
– ¿Y por qué siempre me dijiste Mario y no el Conde como las demás gentes del aula?
– ¿Y por qué tú cambias el tema? De verdad me molesta que tú puedas pensar eso de mí.
– ¿Cómo quieres que te lo diga? Oye, ¿tú crees que es muy agradable pasarse la vida en esto? ¿Que trabajar con asesinos, ladrones, estafadores y violadores es pura diversión y uno debe ser bien pensado y muy amable?
Ella logra que sus labios formen una breve sonrisa, mientras su mano trata de acomodarse el mechón irreverente y torcido que insiste en nublarle la frente.
– El Conde, ¿no? Dime, ¿por qué te metiste a policía? ¿Para refunfuñar y lamentarte todo el santo día?
El sonríe, no puede evitarlo, es la pregunta que más veces ha oído en sus años de investigador y la segunda vez que se la hacen en el mismo día, y piensa que ella merece una respuesta.
– Es muy fácil. Soy policía por dos razones: una que desconozco y que tiene que ver con el destino que me llevó a esto.
– ¿Y la que conoces? -insiste ella, y él siente la expectación de la mujer y lamenta tener que defraudarla.
– La otra es muy simple, Tamara, y a lo mejor hasta te da risa, pero es la verdad: porque no me gusta que los hijos de puta hagan cosas impunemente.
– Todo un código ético -dice ella después de asimilar todas las derivaciones de la respuesta, y recupera su vaso-. Pero eres un policía triste, que no es lo mismo que un triste policía… ¿Te invito a otro trago?
El estudia el fondo de su vaso y duda. Le gusta el sabor estricto del whisky escocés y siempre estaría dispuesto a batirse a muerte con una botella de Ballantine's, y se siente tan bien, cerca de ella, envueltos en la penumbra sabia de la biblioteca, y la ve tan hermosa. Y dice:
– No, deja, que todavía ni he desayunado.
– ¿Quieres comer?
– Quiero, lo necesito, pero gracias, tengo un compromiso -casi se lamenta-. Me esperan en casa del Flaco.
– Uña y carne como siempre -y ella sonríe. -Oye, no te he preguntado por tu hijo -dice él y se pone de pie.
– Imagínate, con este lío… No, por el mediodía le dije a Mima que se lo llevara para casa de tía Teruca, allá en Santa Fe, por lo menos hasta el lunes o hasta que se sepa algo. Creo que esto lo alteraría… Mario, ¿qué le puede haber pasado a Rafael? -Y también se levanta y cruza los brazos sobre el pecho, como si de pronto el espíritu del whisky la hubiese abandonado y sintiera mucho frío.
– Ojalá lo supiéramos, Tamara. Pero acostúmbrate a la idea: lo que sea no es bueno. ¿Me das la lista de los invitados a la fiesta?
Ella permanece inmóvil, como si no hubiera oído, y luego descruza los brazos.
– Aquí está -contesta, y busca una hoja debajo de una revista-. Puse a todos los que recuerdo, creo que no me falta nadie.
Él toma el papel y avanza hacia la lámpara. Lee lentamente los nombres, los apellidos, los trabajos de los invitados.
– ¿No había allí nadie como yo, verdad? -pregunta y la mira-. ¿Ningún triste policía?
Ella vuelve a cruzar los brazos sobre el pecho y observa la chimenea, como si le pidiera el acto imposible de entregar calor.
– Esta mañana me di cuenta de que habías cambiado mucho, Mario. ¿Por qué tienes esa amargura? ¿Por qué hablas de ti como si te tuvieras lástima, como si los demás fueran unos canallas, como si tú fueras el más pobre y el más puro?
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