Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Había marcas y desgarros en las puntas y el empeine de los zapatos de Rothstein, lo que significa que lo arrastraron boca abajo. Eso también explicaría que fuera soltando los intestinos por el callejón.

– ¿De verdad se puede sobrevivir con la mitad de las tripas fuera?

– Hasta que se pierde demasiada sangre, sí. Aunque lo más seguro es que el trauma lo dejara en estado de shock o en coma.

– Menos mal -resopló Brown. Eso sí podría contárselo a McKinnon, si es que daba con la manera de decírselo.

– Sí -convino Hernández, pensando que a veces odiaba su trabajo, sobre todo cuando estaba fuera del laboratorio, lejos de sus microscopios y sus espectógrafos y sus cajas de Petri, tratando con los vivos-. Oye, tengo que irme.

– Muy bien. Gracias.

Floyd entrelazó las manos detrás de la cabeza y se arrellanó en la silla. Aquello estaba claro: era evidente que se trataba de dos modus operandi diferentes.

Las víctimas del Bronx fueron apuñaladas y evisceradas; a Rothstein, en cambio, le dejaron inconsciente con un arma y luego lo apuñalaron. Era evidente que alguien intentaba aprovecharse de los crímenes del Bronx, imitando a su autor incluso en el detalle de la pintura. McKinnon tenía razón: las tres obras eran distintas. Aunque el asesino de Richard Rothstein no sabía cómo eran las telas del Bronx, sólo que junto a las víctimas se habían encontrado unas pinturas al óleo, una escena callejera y un bodegón, y todo eso gracias a los buitres de la prensa.

Brown tomó unas notas, resumiendo los dos casos y sus diferencias, pero no mencionó que Rothstein hubiera estado vivo en el callejón. Pasaría el sumario a los detectives y luego hablaría con el jefe de operaciones y con Tapell, para pedir que asignaran más efectivos al caso. No les iba a hacer ninguna gracia, ahora que el alcalde recortaba cada vez más los presupuestos y todo el departamento de policía tenía que trabajar horas extras. Todos estaban agotados y hartos.

Floyd se frotó las sienes. Empezaba a dolerle la cabeza. Si McKinnon estuviera allí, le pediría un par de excedrinas.

Sabía muy bien lo que iban a decirle el jefe de operaciones y Tapell: que los de Homicidios tendrían que desdoblarse y estar al tanto de todo, que los casos ya le estaban costando a la ciudad y al departamento más de lo que podían permitirse en efectivos, y que su trabajo era obtener resultados por muy corto que anduviera de personal.

Y sabía también otra cosa: que no habría forma de que McKinnon se mantuviera al margen del caso de su marido. Aquella mujer era más terca que una mula. Y además tenía razón en su observación: si alguien le hiciera daño a su esposa o a su hija, Brown le arrancaría la piel a tiras.

11

Mira al otro lado de la habitación en penumbra, hacia las reproducciones sujetas con chinchetas a la pared, ilustraciones recortadas de sus libros, unos comprados, otros robados. Su pequeño altar dedicado a los grandes: un truculento Francis Bacon cuyo objeto central es un hombre rodeado por un cuerpo desollado, con los músculos, los huesos y las vísceras extendidos y expuestos; Mujer I, de De Kooning, todo pechos y dientes y pinceladas brutales, un documento gráfico de lo que el artista debe de haberle hecho a una mujer, según él cree, cosa que a la vez le da escalofríos y le excita; tres obras de Soutine: Buey desollado, Vaca abierta en canal y Cabeza de becerro, salvajes carnicerías que, supone, eran las fantasías del pintor. Ignora que Soutine basó esta serie en la obra clásica de Rembrandt El buey desollado, de 1655, expuesta en el museo del Louvre.

Intenta recordarlas de antes, cuando las cosas eran diferentes, cuando él era diferente, antes del accidente, la primera vez que vio todas aquellas obras en una exposición llamada «Pintura expresionista», en el museo de la Quinta Avenida. Lo que entonces le interesaba era la manera en que todos los artistas habían imitado el color de la piel a base de pigmentos. Se había pasado todo el día allí mirando, deseando con todas sus fuerzas tocar las densas superficies pintadas, o chuparlas, pero no se atrevió. Casi notaba la mirada del guarda en su espalda. Pero a la salida vio el catálogo de la exposición, con El buey desollado de Soutine, y no pudo pasar de largo, tenía que ser suyo, de manera que se lo metió debajo de la camisa y siguió andando con toda la naturalidad posible hasta bajar las enormes escaleras conteniendo el aliento mientras la cruda imagen de Soutine le quemaba la piel hasta el corazón.

Ahora intenta recordar los colores de aquel cuadro. ¿No era sobre todo escarlata y morado, con toques de melón y cereza? Piensa en llevar encima la reproducción la próxima vez, para comprobarlo, pero es demasiado preciosa para sacarla, no puede correr ese riesgo.

Mira de nuevo la pared, hacia el rincón donde la luz es muy mala. Es una obra que ama y detesta a la vez, otro Francis Bacon, Dos figuras, de 1953, un cuadro en blanco, negro y gris que para él no ha cambiado, y por eso lo adora, pero que le evoca el día más espantoso de su vida y le trae de nuevo el accidente a la memoria demasiado vívidamente. Aun así, no ha quitado la reproducción de la pared, aunque está un poco apartada de las otras, en la esquina, donde la luz es muy tenue y casi se pierde en las sombras.

En el cuadro (que se parece a su recuerdo de forma sobrenatural) aparecen dos cuerpos grises en una cama blanca contra una pared negra en un violento frenesí sexual. Por supuesto no tiene ni idea de que Bacon tomó prestada la imagen de una fotografía en blanco y negro realizada en 1887 por Eadward Muybridge, el retrato de dos hombres desnudos luchando. Tal vez si conociera este hecho se sentiría más atraído hacia el cuadro, incluso podría haber pensado que el pintor era clarividente porque había transformado a los dos hombres en lo que a él le parecía un evento de su propia vida.

Aparta la vista de las imágenes, se frota los ojos y aplica de nuevo la lupa al artículo del New York Times que menciona a la mujer, Kate, y su programa de televisión. Y aunque ha pasado mucho tiempo, porque dejó de verla después del accidente, tiene que admitir que, aparte de sus ceras de colores, la televisión había sido su mejor compañera, siempre encendida cuando ella aparecía, e incluso cuando no aparecía.

Piensa que sería agradable tener de nuevo un televisor que le hiciera compañía; además, así podría ver a Katherine McKinnon, Kate, la historia-dura del arte, y oír lo que tenía que decir. Sí, un televisor es una gran idea, y todavía conserva la mayor parte del dinero que les ha quitado a las mujeres, más lo que ha ido ganando y ahorrando con los años.

Coloca la lupa sobre la fotografía de Kate en el periódico. Siente que la conoce, o debería conocerla, y piensa que ya se encargará de ello.

– ¿Qué te parece, Tony?

¡ Que es geniaaaaaal!

– Y que lo digas. -Lee un poco más. Allí dice que el hombre, Richard Rothstein, vivía en Central Park West, en el San Remo, uno de los mejores bloques.

Si el hombre vivía allí, es evidente que la historia-dura vive en la misma casa.

Tal vez debería visitarla.

Se la queda mirando otra vez. En la fotografía parece que tiene un pelo muy bonito. Cierra los ojos, intenta recordar y le atribuye un color: ¿planta rodadora?, ¿caoba?, ¿sepia? Se decide por una mezcla de planta rodadora y cobre y pasa un rato intentando imaginarlo, cómo será su tacto, cómo brillarían los mechones de planta rodadora y cobre al deslizarse entre sus dedos. Al instante tiene una erección y, sin perder de vista aquella imagen, se mete la mano en los pantalones y se esfuerza por ver los colores en su mente mientras se corre.

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