A Brown no le había hecho ninguna gracia que Grange se metiera en su territorio y asumiera el mando, pero tenía que seguirle la corriente.
– Tal vez sería más fácil y menos costoso que siguiéramos llevando juntos los casos… hasta que se demuestre que son diferentes. Si no le parece mal.
Grange miró más allá del rostro de Brown.
– No le falta razón -dijo. Luego procedió a indicar cómo pensaba que debían llevar la investigación. Kate advirtió que Brown fingía escuchar, asintiendo con la cabeza y arrugando el entrecejo con estudiada concentración, pero sabía que el detective dirigiría a su grupo de élite exactamente como le diera la gana, aunque siempre haciendo creer a Grange que le seguía la corriente.
Cuando los hombres se marcharon, Kate se quedó sola un momento. Tenía una sensación extraña. Casi se sentía bien.
Pero ¿cómo podía sentirse bien?
Porque lo había hecho y había funcionado, podía mirar aquel cuadro, un claro recordatorio de la muerte de su marido, y analizarlo sin derrumbarse hecha pedazos.
Miró de nuevo las tres telas. Era imposible que fueran obra del mismo autor, estaba segura.
Echó un vistazo el banal bodegón que quedaría para siempre ligado a la muerte de Richard.
Kate no se consideraba una persona vengativa, pero tenía que admitir que en ese momento lo que la ayudaba a levantarse por las mañanas, su razón de vivir, era encontrar al hombre que había asesinado a su marido y hacer que pagara por ello.
Pasó una vez más la lupa por la superficie del bodegón del cuenco. Había algo que le resultaba muy familiar en aquellas zonas de tela limpia y aquella forma de aplicar la pintura sin pinceladas. Pero ¿qué era?
– ¿Quieres que te haga un resumen mientras los miras? -Hernández se apoyó contra la mesa de Brown, con su corpachón embutido en una ajustada bata de laboratorio. Debía de tener unos treinta y cinco años y llevaba el pelo oscuro recogido sin mucho cuidado bajo uno de esos gorritos de plástico para no contaminar pruebas. Dirigía el laboratorio criminal desde hacía cuatro años.
Brown examinó por encima los expedientes y asintió con la cabeza.
– Muy bien. -Hernández hizo un globo con el chicle que mascaba-. Las primeras dos víctimas, las del Bronx, se parecen bastante. Las heridas de arma blanca son rápidas y profundas y perforaron el corazón y los pulmones. No habrían vivido mucho tiempo. Por lo menos se utilizaron tres cuchillos. Si miras la última página verás que me inclino por un cuchillo corto de caza, un bisturí y un cuchillo más grande y serrado para cortar las costillas. Un trabajo muy eficiente. Tu asesino iba preparado.
– Se ensañó con las víctimas, eso está claro.
– Sin duda. Las abrió como si buscara algo. -Reventó otro globo de chicle y Brown le clavó una mirada que ella ignoró-. Pero no hay señales de tortura, no hay marcas de mordiscos ni se llevaron ningún trofeo evidente. Los pezones, los labios vaginales, está todo. -Se interrumpió un momento y reventó varios globos sin darse cuenta-. Yo diría que jugó un poco con ellas una vez abiertas, pero los órganos están intactos. No se llevó nada a casa para cenar.
Brown suspiró.
– ¿Y Rothstein?
– Si miras las armas que sugiero, en la página tres… -Hernández aguardó un momento, mascando ruidosamente hasta que Brown encontró la reseña-. Sólo un arma, una navaja automática supongo. La víctima recibió dos cortes, uno horizontal y uno vertical, desde el pubis hasta debajo del esternón, donde el hueso detuvo la hoja. Entonces el asesino la sacó de un tirón. -Imitó los movimientos con bruscos gestos del brazo y la mano-. Luego hizo un corte en la sección abdominal, como si trazara una enorme cruz. Las heridas son bastante limpias, bastante profundas para atravesar los músculos, pero la hoja no llegó a alcanzar el corazón ni los pulmones. -Vaciló un momento-. A mí me parece que los intestinos se le salieron cuando lo arrastraron por el callejón.
– ¡Joder! -Brown miró las fotos del expediente, el cuerpo desnudo de Richard Rothstein roto en detalles abstractos de carne amoratada y herida.
– Por la temperatura que según el forense tenía el cadáver cuando lo encontraron y el hecho de que apenas había comenzado el rigor mortis -Hernández masticaba el chicle con vehemencia-, yo diría que la víctima se mantuvo con vida un rato en aquel callejón.
– Escúchame, Hernández -dijo Brown agarrándole la muñeca-, McKinnon no debe enterarse de esto bajo ninguna circunstancia, ¿entendido?
– Yo no tengo por qué contárselo. Eso es cosa tuya. -Movió la mano para zafarse-. Tapell tiene copias del informe, pero eres tú quien decide a quién más se le envían. -La mujer concluyó su declaración con un fuerte chasquido del chicle.
– Bien -replicó quedamente Brown. La idea de que el marido de McKinnon hubiera muerto lentamente en aquel maldito callejón le daba náuseas. Durante el caso del Artista de la Muerte había llegado a conocer un poco a Richard, y más tarde Kate los había invitado, a él y a su mujer Vonette, a cenar o a su casa en alguna ocasión. A Brown le gustaba el desparpajo y el encanto del abogado de Brooklyn.
– Si vas a la página dos, verás que las dos víctimas del Bronx tenían cinta adhesiva en la boca, las muñecas y los pies. Conseguimos recoger unos cuantos pelos y fibras de la cinta. La mayoría procedían de las víctimas o de sus apartamentos, pero no todos, de manera que lo más probable es que sean de nuestro hombre. Hemos pasado las fibras por espectrometría y cromatografía de gases para identificarlas como ropa o cualquier otra cosa que pueda encontrarse en una casa. También se han comparado las muestras de pelo con las bases de datos, pero de momento no coinciden con ninguna ficha. Claro que si traéis algún sospechoso, podemos utilizar las muestras para ver si coinciden con él. Al final del informe he incluido los resultados de las pruebas.
– Buen trabajo. -Ahora todo lo que tenían que hacer era encontrar un sospechoso. Por muy buenos que fueran los análisis forenses, si no había sospechoso con el que comparar los resultados no llegarían a ningún sitio-. ¿Se utilizó también cinta adhesiva con Rothstein?
– No. A él lo dejaron sin sentido de un golpe, probablemente con el cañón de una pistola, a juzgar por el tamaño y la forma de la herida en la cabeza. El golpe debió de dejarle inconsciente un rato, luego le hicieron los cortes. No se han encontrado heridas en las manos, de manera que no intentó defenderse. Probablemente porque seguía inconsciente.
– Pues menos mal. -Brown se quedó pensativo un instante-. Pero ¿por qué utilizar la navaja si tenía una pistola?
– Ni idea.
– ¿Alguna huella?
– En el callejón fue imposible encontrar huellas. Aquello era una pocilga. Los de Científica estuvieron también en su despacho, pero no encontraron más que las huellas de la víctima y sus empleados. El asesino llevaba guantes.
Brown cerró el expediente de Richard Rothstein. De momento ya había oído bastante.
– ¿Y en el Bronx? -preguntó-. ¿Se ha encontrado alguna huella?
– Muchas huellas parciales y manchas en ambos casos. Y con la ninhidrina han salido un par de huellas de guantes en el cuadro de Gauguin que trajo McKinnon. Sin duda son del asesino, porque no creo que la víctima llevara guantes para andar por casa.
– Pero unas huellas de guantes tampoco sirven de mucho -protestó Brown.
– No, pero podríamos encontrar una muestra de sudor, si por ejemplo se tocó la cara. Se le están haciendo pruebas de ADN. Si tenemos suerte, igual encontramos algo.
– ¿Cuándo tendremos los resultados del ADN? -preguntó Brown.
– Tardarán unos días.
– ¿Algo más?
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