Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Más tranquilo ahora, se pone a afilar un lápiz hasta sacarle una punta muy fina, luego comienza a crear el borde de su última obra terminada. Es algo que siempre hace, su firma.

Trabaja durante casi dos horas en un único lado del lienzo, escribiendo, escribiendo, escribiendo, una y otra vez, una y otra vez, hasta que ha creado una banda de denso grafito.

Esto es para él lo más fácil, no necesita ninguna concentración, ninguna prueba, no tiene que forzar la vista. No es más que un acto repetitivo que le calma y le serena, que pone en cada obra una parte muy íntima de él y de su mundo. Los bordes le dan una sensación de seguridad, resiguen sus pinturas, las contienen, son sus amigos abrazando sus imágenes.

Cuando por fin termina el borde aparta el lienzo y observa los otros dos cuadros que tiene en la pared. Uno no es mucho más que un boceto en carboncillo del bodegón de fruta que ha colocado en un atril para copiarlo, simples perfiles de objetos que ha dibujado en un lienzo blanco sin tensar. Dentro de la manzana ha escrito la palabra «rojo», dentro de la pera «verde». Para estar seguro. El otro lienzo, una escena callejera, está un poco más avanzado. El carboncillo esboza varios bloques de pisos, con ventanas y cubos de basura y farolas ya coloreadas con pintura. En la mitad del cubo de basura, todavía sin pintar, se advierte que ha escrito la palabra «plateado», aunque la parte pintada es de un rojo rosado chillón.

¡ Es geniaaaaaal!

– Gracias, Tony.

No hay nada como un amigo, piensa, un viejo amigo.

Se acerca a su mesa de pintura con la lupa en la mano y pasa la lente sobre los numerosos tubos de pintura con las etiquetas arrancadas. Lo mismo ocurre con los pasteles: no hay etiquetas. Sólo las ceras conservan todavía sus finas pieles de papel.

Es que constituye una prueba. Siempre una prueba.

Probando, probando, probando…

Inspecciona los lápices de cera junto a los tubos de pintura, agarra el azul que buscaba, deja la lupa, se pega la cera a la cara y entorna los ojos antes de colocarla en el centro de la paleta de cristal. Luego saca varias muestras de óleo de los tubos hasta que la cera azul está rodeada de docenas de posibilidades: pequeños pegotes de infinitos colores y variedades.

Probando, probando, probando…

¿Cuál será?

Moja el pincel en uno de los colores y se lo acerca a los ojos, luego se lo lleva a la boca y roza con la lengua los pelos empapados de pintura. Las papilas gustativas explotan como un pequeño reactor nuclear, el aceite de linaza, las ácidas resinas, el sabor cáustico de la trementina y los pigmentos químicos se mezclan con su saliva.

Mmm… azul. Cree que realmente capta el sabor azul del mar o del cielo que sólo recuerda vagamente.

Se queda mirando el nombre del envoltorio de la cera: CERÚLEO. Luego lo va acercando a los distintos glóbulos de pintura hasta llegar al que se ha llevado a la boca y decide que sí, sin duda es aquél el azul apropiado. Elige un pincel limpio, lo moja en el pigmento y comienza a pintar el cielo de la escena callejera donde se lee «cerúleo».

Probando, probando, probando…

Parece satisfecho con su elección, una sonrisa asoma a su rostro. Le encanta trabajar, pintar solo en aquella casa que no es mucho más que una habitación con baño adosada a Grúas Pablo en una calle remota de Long Island City. No paga alquiler. A Pablo no le importa tenerle allí, le gusta que haya alguien, que se vean luces para disuadir a los ladrones.

Mientras trabaja vuelve a pensar en el hombre muerto. ¿Es que los periódicos están intentando joderle? Entonces se le ocurre una cosa: ¿por qué no joderles a ellos?

Deja que la idea le dé vueltas en la cabeza y, aunque no es fácil concentrarse con las canciones, los anuncios y las voces de presentador ( Hoy har á un d í a soleado con una m á xima de veinti ú n grados… Las chicas s ó lo se quieren divertí-ir… ¡ Coca-Cola es as í !), se le ocurre un plan. No tiene por qué llevar encima una de sus pinturas. Lo que busca es la experiencia, aprender, memorizar, ¿no es eso? Por supuesto.

Considera su plan y su puesta en práctica. Piensa en cómo los despistará. Desde luego no quiere que le atrapen. Necesita hacer lo que luce. Eso lo sabe cualquiera.

Piensa y planea mientras pinta y por fin la idea llega a él como el sol que se filtra entre nubes de color hierba doncella; los brillantes rayos amarillos chispean en su cerebro: ¡llevará la obra de algún otro! ¡Menuda idea!

– Magnífico -dice con una aguda voz de falsete.

»Gracias, Donna -replica con su propia voz.

Desde luego tiene suerte de contar con amigos como Donna y Tony para darle confianza.

Sigue pintando el cielo, donde previamente ha escrito la palabra «cerúleo», con furiosas pinceladas de un lado a otro, desprendiendo pelos del pincel, acicateado por su idea hasta que todo el cielo es de un verde brillante. Entonces retrocede, toma el lápiz cerúleo de la mesa y lo alza contra el cielo pintado, forzando tanto la vista que le duelen los músculos en torno a los ojos.

Está seguro de que esta vez ha acertado, aunque todavía siente la ligera inquietud de que podría equivocarse.

Es Eddie el locooooooooo…

La voz del presentador grita en su cabeza, pero ha aprendido a pensar por encima de la música, los anuncios, las canciones y las voces, y sigue concentrado en su plan. Tiene que determinar cómo y dónde adquirir un cuadro.

Y luego, si tiene bastante dinero, se comprará un televisor nuevo. Para verla a ella.

12

De regreso en el estudio de su casa Kate pegó las fotografías de los tres cuadros a la pared tapizada de corcho, justo encima de su mesa. No tenía duda de que no las había realizado la misma persona. Las dos obras del Bronx, con sus extraños colores, no se parecían en nada a la dejada junto al cadáver de Richard.

El cadáver de Richard.

Las palabras seguían sonando absurdas, por mucho que las oyera o las dijera. Notó que las lágrimas le anegaban los ojos y tendió la mano hacia el paquete de Marlboro que por fin había comprado. No sabía si era el hecho de fumar o la nicotina, pero aquel hábito letal desde luego la ayudaba a calmarse.

Se quedó contemplando las fotografías a través de un sutil velo de humo.

¿Qué tenía aquel bodegón del cuenco de rayas que seguía llamándole la atención? Eran aquellas líneas de lienzo sin pintar. ¿Dónde había visto antes ese método?

En la biblioteca, al otro lado del pasillo, se puso a mirar entre los estantes atestados de libros de arte, esperando ver algo que le refrescara la memoria. Los dos estantes inferiores estaban dedicados enteramente a su trabajo de investigación para la serie televisiva sobre el color. ¿Encontraría allí algo que la ayudara?

Miró el libro de Albers y no encontró nada. Kandinsky, nada. Ellsworth Kelly, Gerhard Richter, Boyd Werther. Nada, nada, nada. Luego los libros sobre la teoría del color. Nada. Cada vez más exasperada, agarró varios catálogos de exposiciones, algunas de hacía incluso cuarenta años, los extendió por el suelo y se puso a hojearlos. Casi transcurrió una hora hasta que encontró uno llamado Coloraci ó n, de 1973, con dos láminas de obras de Leonardo Alberto Martini, abstractos líricos realizados a base de onduladas bandas de color intercaladas con rayas blancas.

Si no le fallaba la memoria, aquellas rayas no eran pintura blanca sino lienzo sin pintar, el rasgo distintivo de un pintor, en otra época muy admirado, a quien ella había estudiado brevemente en el instituto, uno de esos artistas que había tenido sus quince minutos de gloria para sufrir a continuación una vertiginosa caída por las grietas del mundo del arte.

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