Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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A pesar de todo hubiera preferido tirar aquel cuadro directamente por la ventana de su apartamento en el Lower East Side, que le servía de casa y estudio, pero necesitaba el dinero y no podía rechazar así como así cinco mil dólares.

Al principio le pareció que sería dinero fácil, y de hecho lo había sido. Pintó el bodegón en un par de horas (una manzana y dos plátanos en un cuenco de rayas azules) y lo entregó con la pintura todavía húmeda a cambio de un fajo de billetes de cien en un sobre de color manila, más dinero del que ganaba en dos meses con su asqueroso trabajo. Aunque ahora, con los billetes encima de la cama y el artículo del periódico que describía un bodegón con un cuenco de rayas azules, se había llevado un susto de espanto.

Leo iba y venía, incapaz de estarse quieto, recorriendo una y otra vez la corta distancia entre su atestada kitchenette y el estudio que había montado hacía años en lo que era el pequeño salón del apartamento.

Por fin se metió un billete nuevo del fajo en el bolsillo de su chaqueta vaquera, una prenda bastante vieja con los codos rotos, a la que le faltaban un par de botones. Luego metió el resto del dinero debajo de la cama. Quería pasarse por la tienda Levi's de Broadway para comprarse una chaqueta nueva antes de pensar en su problema.

Ya en la puerta, cuando estaba a punto de marcharse, volvió a entrar y agarró el cuenco de rayas azules que tenía en la mesa de pintura. Por un instante tuvo ganas de hacerlo trizas, pero se lo pensó mejor. Más le valía llevárselo y deshacerse de él en otro sitio.

Al cabo de un segundo se lo volvió a pensar. Si las cosas se torcían, tal vez necesitara contar con alguna baza a su favor, y el cuenco lo era.

Inspeccionó el pequeño apartamento buscando un lugar seguro para esconderlo y se acordó del programa que había visto por televisión la otra noche, en el que un hombre ocultaba unas joyas robadas en la cisterna del retrete. De manera que Leo hizo lo propio. El cuenco cayó al fondo de la cisterna, junto a la cadena oxidada y el tapón de goma negra.

¿Acaso tenía miedo de volver a casa? Tal vez por eso se había pasado casi seis horas editando la cinta de Boyd Werther para la PBS. Luego, cuando su taxi ya llegaba a Central Park West, le hizo cambiar de dirección para ir a la casa de piedra rojiza que albergaba la sede de Un Futuro Mejor. Allí se pasó otra hora repasando los correos electrónicos y los mensajes del contestador. Todavía tenía que revisar las solicitudes para el programa del año siguiente, algo que normalmente le encantaba. Pero estaba cansada, tenía la mente en otra parte. Ahora no podía encargarse de la fundación, y menos si quería dedicar su tiempo a su labor policial. Nunca le había gustado pedir ayuda, pero sabía que la necesitaba.

Tendría que llamar a Blair.

Blair Sumner encajaba perfectamente en la categoría de «damas de almuerzos benéficos», aunque sólo comía lechuga. Pertenecía a la plana mayor de la sociedad de Park Avenue y su marido, cliente de Richard, era un despiadado agente de bolsa multimillonario. Blair financiaba la biblioteca y el jardín botánico, y pertenecía a la junta de la Metropolitan Opera, el Landmarks Preservation Committee y otra docena de organizaciones.

A raíz de la muerte de Richard, Blair había intentado acoger a Kate bajo su ala, pero ella no se lo había permitido.

Oyó la voz de Blair en el contestador, con un acento casi inglés que desde luego fingía, puesto que la mujer procedía de Schenectady.

«Ahora mismo estoy fuera, pero por favor, deje su mensaje…» -Blair, soy yo.

– ¡Cariño! -exclamó Blair, interrumpiendo el contestador-. Gracias a Dios. ¿Cómo estás?

Kate respiró hondo. No quería comentar sus sentimientos ni lo que estaba haciendo.

– Bien. Necesito un favor.

– Lo que quieras.

– Que me sustituyas en Un Futuro Mejor.

– ¡Pues claro, cariño! Siempre que no tenga que presentarme allí antes del mediodía. ¿Qué tengo que hacer?

– Leer los expedientes de los niños de la próxima temporada, hablar con el director, esas cosas.

– Estupendo. Vaya, espera…

– ¿Algún problema?

– No, no. Es lo de las rodillas, pero lo dejaré para más adelante.

Kate sabía a qué se refería. Blair se había sometido a tantas operaciones plásticas que, como Kate le había dicho en broma la semana anterior, pronto se quedaría sin nada que operar. Pero Blair le demostró su error asegurando que se iba a quitar la piel fláccida de las rodillas.

«¿Y cómo vas a andar?», había preguntado entonces Kate.

«¿Y a quién le importa andar o no?», había respondido Blair.

– Ah, claro, las rodillas -replicó ahora Kate-. ¿Cómo se me habrá olvidado?

– Tú búrlate todo lo que quieras, pero ya verás cuando tengas mi edad. -Carraspeó-. Bueno, no es que seas mucho más joven. Pero en fin, ya lo comprobarás.

La verdadera edad de Blair era un secreto bien guardado. Aparte de algunas pálidas y finas cicatrices, su rostro no ofrecía señales reveladoras de sus años de vida.

– ¡Venga, mujer! Si tienes las rodillas mejor que yo.

– Lo dices para halagarme, pero no hace falta. No te preocupes, que estoy encantada de ir a la fundación. Mis pobres rodillas pueden esperar. -De pronto su tono se tornó más serio-. Kate, me gustaría verte y no voy a aceptar un no por respuesta. Te conozco muy bien, cariño, te estás haciendo la fuerte…

Kate la interrumpió.

– Sí, Blair. Te prometo que nos veremos pronto.

Lucille, la asistenta, le había dejado la cena envuelta en plástico en la nevera, con las instrucciones para calentarla encima de la mesa. Pero ya era muy tarde para cenar y no tenía hambre. No encendió las luces. La luna entraba por las ventanas del ático, tiñéndolo todo de plata y sombra. Kate no quería ver los objetos que Richard y ella habían coleccionado, recuerdos de las vacaciones, fotografías, cuadros. Pero incluso con las luces apagadas la casa se le hacía muy grande. Tendría que pensar en venderla, trasladarse a un sitio más pequeño, más apropiado para una mujer sola. Sí, tendría que hacerse a la idea de vivir sola.

Pero ¿cómo llenar ahora el vacío?

Tal vez Nola pudiera irse a vivir con ella. La idea la consoló un instante. Pero ¿sería eso justo para Nola? Al fin y al cabo, Kate la había animado para que fuera independiente. Si Nola quisiera mudarse sería distinto, pero no iba a obligarla sólo para que le hiciera compañía. Se negaba a ser una de esas mujeres que no saben estar solas.

La luz del contestador parpadeaba, una lucecita roja en la oscuridad. Diecisiete mensajes. Kate se quedó mirando el aparato. Ni hablar. No soportaba la idea de oír las voces de sus amigos. Todos tenían las mejores intenciones, por supuesto, pero era emocionalmente agotador. Hasta ahora había hecho lo posible por evitar a casi todo el mundo. La única persona a la que llamaba, haciendo un esfuerzo, era la madre de Richard, con quien mantenía la misma conversación de un minuto todos los días:

– ¿Cómo estás, querida?

– Bien. ¿Qué tiempo hace allí en Florida, Edie?

– Muy bueno. ¿Por qué no vienes a vernos?

– Un día de éstos.

– Bien.

– Adiós.

– Adiós.

No hablaban de sus sentimientos ni de Richard. Las dos iban con suma cautela negándose, por tácito acuerdo, a aceptar la realidad.

Arrojó sobre la mesa, junto al contestador, los expedientes de las dos primeras víctimas. Luego se dejó caer en una silla. ¿Por qué se había molestado en llevárselos a casa? Era una vieja costumbre: siempre pensaba con más claridad lejos de la comisaría.

Abrió un expediente y extendió las fotos del crimen por la mesa, superponiendo una sobre otra. Las imágenes mostraban el cuerpo eviscerado de Suzie White desde todos los ángulos. Era un truculento montaje cubista.

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