Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Me encantaría.

– ¿Le gustan los plátanos fritos?

– Impresionante -comentó Perlmutter mientras cruzaban el vestíbulo en dirección al apartamento de Suzie White-. Diez minutos más y esa mujer te hubiera adoptado.

– Tenía ganas de hablar. Y seguramente nadie le ha dado tiempo. Además, tenía miedo. Aprendí hace mucho que lo único que la gente necesita para abrirse es sentirse segura.

Perlmutter arrancó un trozo de cinta policial de la puerta de Suzie White. Sentirse seguro. Algo en lo que llevaba trabajando toda una vida.

Tendió a Kate un par de guantes de plástico, él se puso otro par, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta.

El apartamento estaba impregnado de olores entremezclados: sudor, cerveza, sexo, pizza, basura, muerte.

Allí no había santos ni cruces. Consistía en una habitación con una cocina pequeña en un extremo, un baño al otro lado, un armario y una cama grande contra una pared atestada de fotografías de revistas de moda y melenudos cantantes de rock: Jon Bon Jovi, Steven Tyler, Axel Rose.

Los de Científica ya habían estado allí y, aparte de la pared de las fotos, habían peinado el apartamento. Todo estaba lleno de polvo de huellas negro, blanco y plateado: el fregadero, la pequeña nevera, la repisa de la ventana, un par de lámparas baratas. El suelo de linóleo estaba tan sucio que era imposible distinguir las manchas viejas de las manchas de sangre.

El baño era pequeño y estaba atestado, el lavabo lleno de óxido, el polvo de huellas del amianto confería al espejo un aspecto velado, como de ensueño. Al abrirlo Kate encontró un pintalabios rojo cereza y un pincel ennegrecido de maquillaje barato.

Mientras guardaba el maquillaje, tuvo la sensación de no estar sola y se volvió para ver si Perlmutter la había seguido. Pero allí no había nadie. Era más que el viejo instinto de policía, algo familiar y más reciente: una sensación, como un zumbido, como si dentro de ella se hubiera partido un cable que enviara por su cuerpo una corriente eléctrica, sensibilizando sus terminaciones nerviosas y sintonizando su antena. Era casi como si el asesino estuviera en aquella habitación con ella, inclinado sobre su hombro, señalando cosas, susurrando: «Mira aquí y aquí.»

– No hay mucho que observar -dijo Perlmutter desde la sala. Kate se alegró de oír su voz. Fue suficiente para interrumpir aquel zumbido eléctrico-. ¿Has encontrado algo? -preguntó al ver que Kate volvía a la sala.

– No -contestó ella, atraída de pronto hacia la pared de pósters de estrellas del rock y modelos, un altar a los prosaicos intereses de Suzie White. Contempló los rizos de Jon Bon Jovi, la dentuda sonrisa de Steven Tyler. El zumbido volvió a su cerebro como un láser. Pegada con una chincheta entre dos fotografías de revistas había una serie de instantáneas de fotomatón: cuatro imágenes consecutivas de un negro y una mujer blanca juntos y apretados, peleándose por el objetivo.

Kate la arrancó de la pared.

– ¿Será el novio? -preguntó, fijándose en las trenzas rastas del hombre-. ¿Cómo han podido pasarlo por alto los de Científica?

– Víctima de alto riesgo, caso de baja prioridad -replicó Perlmutter arrugando la frente.

Kate sabía que tenía razón: el asesinato de una prostituta nunca sería una prioridad.

– A menos que el caso encaje dentro de un patrón.

– Pero los de Científica no podían saberlo entonces.

– Exacto. Tal vez Rosita Martínez pueda identificar al tipo de las fotos. -Kate reflexionó un momento-. Aunque no creo que sea nuestro hombre, y menos si es un asesino en serie. Los asesinos en serie suelen escoger a víctimas de su propia raza, y éste es negro. -Kate contempló los cuatro rostros sonrientes de Suzie White mientras metía las fotos en una bolsa de plástico. Había algo dulce en aquella cara, a pesar de todo el maquillaje, y cierta alegría en su sonrisa que su estilo de vida no había borrado.

Echó un último vistazo en derredor. El zumbido se había reducido a un rumor de fondo.

– La otra escena del crimen nos queda sólo a tres manzanas -comentó Perlmutter.

Aquello no tenía sentido, pensó Kate mientras inspeccionaban el piso de la segunda víctima, Marsha Stimson. Un antro ruinoso en un bloque de tres pisos vacío, en un callejón solitario del Bronx. «Un tío mata a dos mujeres, dos prostitutas del Bronx, y luego se va al centro para matar a… Richard. ¿Por qué?» El esquema no tenía sentido.

– Aquí no hay gran cosa -comentó Perlmutter-. Los de Científica lo han destripado bien.

Una cómoda de madera con los cajones abiertos y los contenidos revueltos, una pequeña cama doble sin mantas ni sábanas, el colchón lleno de bultos y manchas de sangre, testimonio de la vida sórdida y la muerte violenta de su propietaria.

– ¿Hubo algún testigo? -preguntó Kate.

– Nada. La policía sondeó los edificios adyacentes y la calle. Nadie oyó ni vio nada. Aquí nadie dice conocer a la víctima. Tal vez estaba de okupa. El edificio se va a derribar.

Kate miró alrededor: el polvo de huellas que cubría los objetos como si fuera caspa, las grietas del techo, las paredes sucias, la casi absoluta falta de adornos en la lóbrega habitación. Y el zumbido comenzó de nuevo. Una vez más dejó que el instinto la guiara. Paseó la vista por las paredes, fijándose en un calendario de propaganda de Muebles Reinholdt colgado con una chincheta junto a un espejo barato de cuerpo entero enmarcado en plástico. Se imaginó a Marsha Stimson arreglándose frente a él y el zumbido se convirtió en un ronroneo. Luego miró las apagadas paredes beige y una reproducción de Gauguin, de Tahití, recortada de una revista o un libro. Era una escena, en verdes y azules, de mujeres medio desnudas entre árboles y cabañas de una isla, un paraíso. ¿Lo contemplaría Marsha Stimson soñando con lugares lejanos, con escapar de su vida deprimente y gris?

Kate quitó con cuidado la chincheta y metió la reproducción en una bolsa.

– ¿Y eso? -preguntó Perlmutter.

Ella miró la reproducción a través del plástico.

– El asesino puede haberla mirado, puede haberle llamado la atención. Como se va dejando detrás pinturas muy coloridas…

– Bien pensado. Y Gauguin fue uno de los grandes coloristas de todos los tiempos.

– ¿Sabes algo de arte?

– Qué va. Pero me encanta Gauguin. A veces hasta sueño con largarme a los mares del sur. Pero quién no sueña con eso, ¿eh?

En ese momento a ella le pareció una buena idea.

– En el laboratorio pueden tratarla con ninhidrina, a ver si sale algo. Ya sé que es casi imposible, pero a lo mejor el asesino tuvo la imprudencia de tocarla. -Ahora el zumbido casi ronroneaba, ummm hmmm, y Kate se estremeció.

Una vez en el coche de Perlmutter, se puso a pensar en voz alta:

– De manera que el tipo acecha a las dos víctimas, espera a que estén solas y las mata, y siempre lleva un lienzo encima. ¿Para qué? -No se lo podía imaginar-. Con Marsha Stimson lo tendría fácil, puesto que en el edificio no vive nadie. Pero Suzie White estaba en un bloque grande y su puerta daba a un vestíbulo. Había muchas posibilidades de que pasara alguien, de que le vieran o le atraparan. ¿Por qué arriesgarse?

– Tal vez llevaba tiempo acechándola, o sentía algo por ella. Es posible que hubieran estado juntos antes, que la conociera de otra ocasión y supiera dónde encontrarla.

Kate agarró un paquete de cigarrillos del salpicadero. Los había estado evitando durante todo el trayecto hacia el Bronx.

– ¿Te importa?

– No es buena idea, pero adelante. Yo los llevo sólo para ofrecerlos a testigos o sospechosos. A mí no se me ocurriría tocarlos.

– Vaya, vaya. -Encendió el mechero del coche-. ¿Me vas a dar un sermón sobre los males del tabaco?

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