Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– Yo no, desde luego. Lo que quiero decir es que estarán sequísimos -replicó Perlmutter.

Kate encendió uno y tosió.

– ¡Puaj, sabe fatal! -Pero no lo apagó-. Menos mal que ya no fumo. -Aspiró el humo amargo pensando: «Richard me va a matar por haber vuelto a fumar», y no pudo contener las lágrimas que acudieron a sus ojos.

Perlmutter la miró un instante.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Fingió una tos-. Es el maldito cigarrillo, que está pasado.

– No digas que no te lo advertí.

Kate se quedó mirando por la ventanilla, tratando de dominar sus emociones.

– A ver si podemos dar sentido a todo esto. Dos mujeres. Luego un hombre. Es un cambio en el ritual, a menos que los crímenes no tengan nada que ver con el sexo de las víctimas. ¿Violaron a las mujeres?

– Según el informe preliminar del forense, no había roces en la vagina ni señales de violación.

Kate no preguntó por Richard. No quería saberlo. Se limitó a aspirar más nicotina y alquitrán.

– Entonces ¿qué es exactamente lo que relaciona todos los crímenes? -preguntó.

– Pues, por ejemplo, el hecho de que los cadáveres fueran destripados o las pinturas…

– ¿Sabes si el laboratorio ha acabado con las pinturas?

– Probablemente con las dos primeras -contestó Perlmutter-. Pero la… en fin, la otra…

Kate respiró hondo.

– ¿Te refieres a la que se encontró junto a mi marido? No pasa nada, Perlmutter -añadió tragando saliva-. De verdad. Di lo que tengas que decir. Si queremos que esto funcione, tenemos que ser sinceros el uno con el otro.

– Muy bien. La pintura encontrada en el lugar del crimen de tu marido.

– Vale -replicó ella, casi sin respirar-. Gracias.

– Ah, oye, llámame Nicky. Cuando me llaman Perlmutter me acuerdo siempre de mi padre. Además, no creo que existan muchos apellidos tan espantosos. De pequeño les suplicaba a mis padres que se lo cambiaran.

– ¿Y por qué no te lo cambias ahora? -preguntó Kate, encantada de hablar de otra cosa.

– No; demasiado tarde. Ya me he acostumbrado. De todas formas, preferiría que me llamaras Nicky.

– Pues tú llámame Kate.

El esbozó una sonrisa infantil sin apartar la vista de la carretera, aunque Kate tenía la sensación de que llevaba varias horas observándola, como si quisiera preguntarle o decirle algo y no se atreviera. No 'podía estar segura. Tal vez le hubieran llegado noticias de los pocos policías que la conocían de cuando vivía en Astoria, donde adquirió su fama de ser más fría que el hielo porque era capaz de trabajar en los casos más duros y afrontar sin inmutarse los crímenes más desagradables. Pero aquello no era verdad. Kate sencillamente era muy buena actriz, y en ese momento agradeció ser todavía capaz de fingir. Porque lo cierto es que todo la afectaba, desde siempre. Pero sabía que no podía permitirse el lujo de reconocer sus sentimientos, porque en cuanto lo hiciera estaría perdida. Por fin apagó el cigarrillo en el cenicero.

– Buena idea -comentó Nicky-. El tabaco mata. Ay, perdona, había prometido no sermonearte.

Kate miró el reloj. Casi se le había olvidado que tenía una cita con su editor para trabajar con las cintas de Boyd Werther, que debían terminarse sin falta si querían que el programa saliera al aire la semana siguiente, tal como estaba previsto. El productor de la cadena, la PBS, la había llamado ya varias veces insistiendo en que el programa podía posponerse, pero ella quería seguir fingiendo que todo era normal, quería estar trabajando todos los minutos del día.

– ¿Me harías un favor? ¿Podrías dejarme en el centro?

– Claro -contestó él.

– Bien. Y ahora, lo más difícil: ¿podría ser en veinte minutos?

Él se echó a reír.

– ¿Desde aquí?

– Llego tarde a una sesión de edición. Ya sé que es una tontería, se trata sólo de mi programa de televisión, pero…

– Oye, que a mí me encanta tu programa, y no es ninguna tontería.

– ¿Tú ves mi programa?

– ¿Dónde te crees que he aprendido cosas sobre Gauguin?

Kate tuvo que sonreír.

Él impostó un tono melodramático:

– «Abróchense los cinturones, que va a ser una noche movidita» -citó, sonriendo de nuevo-. Te llevo en quince minutos si me dices de dónde es esa frase.

– Está chupado -replicó Kate-. Eva al desnudo, con Bette Davis.

Con un rápido gesto Nicky tomó del salpicadero la luz policial, sacó el brazo por la ventanilla y pegó el faro al techo del coche.

– No me denunciarás por utilizar la luz, ¿verdad?

– ¿Y la sirena qué?

Él pulsó el interruptor.

9

El hecho de que junto al cadáver de Rothstein apareciera una pintura relaciona el violento asesinato del abogado de Manhattan con otros dos crímenes recientemente cometidos en el Bronx. La policía de Nueva York no ha querido hacer declaraciones al respecto. La pintura encontrada en este caso era otro bodegón, esta vez se trataba de una pieza de fruta en un cuenco de rayas azules…

Leonardo Alberto Martini (nacido Leo Albert), de Staten Island, interrumpió la lectura del artículo del New York Post en el mismo sitio en que se había detenido ya dos veces.

Un cuenco de rayas azules, justo como el que Leo tenía ahora mismo en sus manos temblorosas y manchadas de pintura.

Se dejó caer en una silla de cuero agrietado cuyo color original no sólo estaba desvaído, sino también cubierto de una profusión de manchas y pegotes de pintura. Estaba asqueado consigo mismo, con su pintura, con su carrera fracasada. Y ahora esto. Más le valdría suicidarse, como tantas veces había amenazado con hacer durante los últimos treinta años.

Tres décadas atrás se encontraba en el umbral del éxito, con la puerta entreabierta para atravesarla y convertirse en una auténtica personalidad del arte. Su trabajo se exponía en una galería de primera, en la calle Cincuenta y siete, especializada en jóvenes promesas. La revista Art News le calificaba de «un artista al que habrá que seguir de cerca… un pintor abstracto de rara sensibilidad, un auténtico colorista». Sus grandes y vistosos cuadros abstractos colgaban en los museos y los coleccionistas codiciaban sus obras para sus salones. Pero entonces entró en escena el arte minimalista. La pintura decorativa en color pasó de moda y, con ella, Leo. Después de celebrar tres exposiciones seguidas en las que no vendió ni un cuadro, la galería se deshizo de él, los coleccionistas y los directores de los museos dejaron de visitar su estudio e incluso sus colegas pintores se alejaron, temerosos de contagiarse de un caso tan grave de «fracasitis».

Acudió a otras galerías, incluso consiguió inaugurar un par de exposiciones en la década siguiente, aunque las dos fueron fracasos sonados. Ahora Leo pintaba por las noches y los fines de semana, y se pasaba el día en un trabajo de mierda, haciendo fotocopias.

Jugueteó con su coleta gris, cada vez más rala, retorciendo las finas guedejas en torno a sus dedos, un poco artríticos, mientras intentaba distraerse con uno de los cuadros abstractos que aún hacía. Pero sus ojos seguían desviándose hacia el grueso fajo de billetes de cien dólares que había ganado pintando una escena banal, un bodegón. Le había añadido el cuenco de rayas azules sólo porque pensó que creaba un poco de interés, una cualidad decorativa en una pintura por otra parte puramente académica que hubiera podido realizar con los ojos cerrados.

Claro que, como cualquier artista, lo había pintado con su propio estilo (¿cómo podía ser de otra manera, cuando llevaba más de cuarenta años dedicado a la pintura?), sin utilizar pintura blanca, dejando asomar el lienzo limpio allí donde necesitara este tono. Algunos decían que era un truco, pero él había sacado la idea del gran pintor francés Henri Matisse, que a menudo la aplicaba. Y luego había disuelto la pintura con aguarrás y utilizado sus pinceles de punta de esponja o sus esponjas cortadas en cubos para dar una textura diferente a la de los pinceles de pelo. Con las esponjas no se veían pinceladas, sino que la pintura aguada se absorbía en el lienzo. A Leo le gustaba pensar que aquel estilo era sólo suyo, aunque sabía que otros pintores contemporáneos también lo empleaban.

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